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– ¡Pasa, perro!

Los ladridos de Palomo anunciaban visita. El rostro de Salomé apareció en la entrada de la cocina, envuelto en un cendal de humo acre.

– Buena’ talde, Paula. ¿Qué la trae por acá?

– E siclón. ¡Que ya viene!

Salomé hizo una mueca. La noticia adquiría relieves de cataclismo en la mala boca de Paula.

– ¡Ya pasó la pareja! -comentó secamente.

– ¡Ay, vieja…! Si lo sé, no vengo… ¡Qué desgrasia! Dio quiera que la casa le aguante e temporal…

– Ya aguantó el de lo cinco día. ¡Será lo que Dio mande!

La trastorná insinuó:

– Otra má fuelte se jan caío… Viendo que estas palabras habían producido en Salomé un previsible malestar, Paula puso en evidencia el jamo, que ya contenía algunas dádivas arrancadas a los vecinos.

– Me voy, entonse…; No tendrá una poquita de ssá? ¿Y una vianda, si tiene?

Salomé dejó caer dos boniatos en el jamo, maldiciendo interiormente la hora en que había nacido la visitante indeseable. Paula se despidió con un “San Lásaro loj acompañe”, y se alejó del bohío por el camino encharcado. Salomé inspeccionó los alrededores de la casa para ver si la desprestigiada no había dejado brujería por alguna parte.

– ¡Donde quiera que se mete, trae la salación! Paula había desaparecido detrás de una arboleda mascullando insultos:

– ¡Ni café le dan a uno! ¡Quiera Elegná que se les caiga la casa en la cabeza!

Y pensando en la gente que la despreciaba, forjó mil proyectos de venganza para el día en que fuera rica. Y no por lotería, ni por números leídos en las alas de una mariposa nocturna. Todo estaba en que emprendiera viaje a la Bana, para matar la lechuza eme estaba posá en la cabeza del presidente de la República…

Al final de la tarde, la familia se reunió gravemente alrededor de la mesa, que sostenía una palangana azul llena de viandas salcochadas. Una calma exagerada ponía pedal de angustia en el ambiente. Por el camino, algunos guajiros regresaban apresuradamente a sus casas, enfangándose hasta la cintura, sin detenerse siquiera para dejar caer un tímido saludo por el hueco de la cerca. Una temperatura sofocante petrificaba los árboles, haciendo jadear los perros, que se ocultaban bajo los muebles con la cola gacha. Usebio había trabajado todo el día en cavar una fosa al pie de la ceiba, para resguardar, en ella a Menegildo, Barbarita, Tití, Andresito, Ambarina y Rupelto, si el vendaval se llevaba las pencas del techo. ¡Ya se habían visto casos de cristianos arrastrados por el viento! ¡Todavía recordaba el cuento del gallego que había pasado sobre el pueblo como un volador de a peso! ¡Y aquel negro del tiempo antiguo que recorrió tres cuadras agarrado de un cañón y que, al caer, soltaba chispas por el pellejo! ¡Y el ternero que apareció dentro de la pila de agua bendita de una iglesia! ¿Lo siclone? ¡Mala comía…!

Terminada la cena, la familia se encerró en la casa. Usebio claveteó las ventanas, volvió a asegurar las vigas y atravesó tres enormes trancas detrás de cada puerta. Los niños lloriqueaban en las camas. El viejo apagó el tabaco en su palma ensalivada y se tumbó sin hablar. Salomé se entregó a sus oraciones ante las imágenes del altar doméstico…

La lluvia comenzó a caer a media noche, recia, apretada, azotando el bohío por los cuatro costados. Un primer golpe de ariete hizo temblar las paredes. ¡Que venía, venía…!

9 Temporal (b)

…(La fricción de vientos contrarios se produjo sobre un gran viñedo de sargazos, donde pececillos de cristal, tirados por un elástico, saltaban de ola en ola. Punto. Anillo. Lente. Disco. Circo. Cráter. Órbita. Espiral de aire en rotación infinita. Del zafiro al gris, del gris al plomo, del plomo a la sombra opaca. Los peces se desbandaron hacia las frondas submarinas, en cuyas ramas se mecen cadáveres de bergantines. Los hipocampos galoparon verticalmente, levantando nubes de burbujas con sus casquillos de escamas. El serrucho y la espada forzaron la barrera de las bajas presiones. Vientres blancos de tintoreras y cazones, revueltos en las oquedades de las rocas. Una estela de esperma señaló la ruta del éxodo. Cilindros palpitantes, discos de luz, elipses con cola, emigraban en la noche de la tormenta, mientras los barcos se desplazaban hacia la izquierda de los mapas. Fuga de áncoras y aletas, de hélices y fosforescencias, ante la repentina demencia de la Rosa de los Vientos. Un vasto terror antiguo descendía sobre el océano con un bramido inmenso. Terror de Ulises, del holandés errante, de la carraca y del astrolabio, del corsario y de la bestia presa en el entrepuente. Danza del agua y del aire en la obscuridad incendiada por los relámpagos. Lejana solidaridad del sirocco, del tebbad y del tifón ante el pánico de los barómetros. Colear de la gran serpiente de plumas arrastrando trombas de algas y ámbares. Las olas se rompieron contra el cielo y la noche se llenó de sal. Viraje constante que prepara el próximo latigazo. Círculo en progresión vertiginosa. Ronda asoladora, ronda de arietes, ronda de bólidos transparentes bajo el llanto de las estrellas enlutadas. Zumbido de élitros imposibles. Ronda. Ronda que ulula, derriba e inunda. A terremoto del mar, temblor de firmamento. Santa Bárbara y sus diez mil caballos con cascos de bronce galopan sobre un rosario de islas desamparadas.

¡Temporal, temporal, Qué tremendo temporal! ¡Cuando veo a mi casita, Me dan ganas de lloral!

cantarán después los negros de Puerto Rico… Ya los ríos acarrean reses muertas. El mar avanza por las calles de las ciudades. Las viviendas se rajan como troncos al fuego. Los árboles extranjeros caen, uno tras otro, mientras las ceibas y los júcaros resisten a pie firme. Las vigas de un futuro rascacielos se torcieron como alambre de florista. CIGARROS, se lee todavía en un anuncio lumínico, huérfano de fluido, cuyas letras echarán a volar dentro de un instante, transformando el cielo en alfabeto. COLON, responde otro rótulo en el lado opuesto de la plaza martirizada. El ataúd de un niño navega por la calle de las Animas. Encajándose en el tronco de una palma, un trozo de riel ha dibujado una cruz. La prostituta polaca, olvidada en un barco-prisión, empieza a reír. CI. A. ROS. Las letras que caen cortan el asfalto como hachazos. Rotas sus amarras, los buques comienzan a reñir en el puerto a golpes de espolón y de quilla. Las goletas de pesca viajan por racimos, llevando marineros ahogados en sus cordajes entremezclados. Las olas hacen bailar cadáveres encogidos como fetos gigantescos. Hay ojos vidriosos que emergen por un segundo; bocas que quisieran gritar, presintiendo ya las horrendas tenazas del cangrejal. Cada mástil vencido pone un estampido en la sinfonía del meteoro. Cada virgen del gran campanario se desploma con fragor de explosión subterránea. Su cabeza coronada rueda, Reina abajo, como un lingote de plomo. CI… C. LON, dicen todavía los rótulos. CI… C. LO, dirán ahora. Mil toneles huyen a lo largo de un muelle, bajo los empellones del alud que gira. La torre de un ingenio se quiebra como porcelana, despidiendo astillas de cemento. Las ranas de una charca ascienden por la columna de agua que aspira una boca monstruosa. [Caerán, tres días más tarde, en el corazón del Gulf Stream] Cielo en ruinas. Está constelado de estacas, timones, plumas, banderas y tanques de hierro rojo. Un carro de pompas fúnebres vaga sin rumbo, guiado por tres ángeles heridos… En la plaza sólo ha quedado el ojo vacío de una O, porque dejó pasar el viento por el hueco de su órbita.

Temporal, temporal, ¡Qué tremendo temporal!

…El ciclón ha pasado, ensangrentando aves y dejando un balandro anclado en el techo de una catedral.)

10 Temporal (c)

Cuando ya parecía haber resistido a lo más recio del huracán, la casa se desarmó como un rompecabezas chino, en gran desorden de pencas y de yaguas.

– ¡Ay, Dio mío! ¡Ay, Dio mío! -aulló Salomé en el fragor de la tempestad.

El viento corría con furia, sin intermitencias de presión, como una masa compacta que pesara sobre el flanco oeste de todo lo existente. Los árboles, las hierbas, los horcones, todo estaba inclinado en una misma dirección. Los pararrayos caían hacia el Oeste; las tejas volaban hacia el Oeste; las bestias agonizantes rodaban hacia el Oeste. Al Oeste, las planchas de palastro arrancadas a la techumbre del San Lucio; al Oeste, las latas cilíndricas de la lechería; al Oeste, los postes del telégrafo; al Oeste, en un foso de la vía, un vagón frigorífico derribado con su carga de jamones yanquis… Las tinieblas estaban amasadas con agua del mar. Olas del Atlántico, que llegaban en lluvia a las Once Mil Vírgenes, después de pulverizarse sobre el inmenso desamparo de las tierras. De las plantas acosadas, del arroyo hecho torrente, de las hendeduras y de los filos, de las grietas y de los alambres doblados, se alzaba un coro de quejas -quejas de la materia torturada- que esfumaba en su vastedad el bramido del azote.

– ¡Ay, Dio mío! ¡Ay, Dio mío!

Usebio gateó entre los restos del bohío. Empuñó a Menegildo y Andresito por las piernas y se lanzó corriendo hacia la fosa abierta al pie de la ceiba. Cuatro veces más y, al fin, se dejó rodar en la cavidad que el agua salada había transformado en lodazal. Salomé llegó después, apretando a Ruperto contra su cuello. Las manos del rorro se agarraban desesperadamente a sus orejas. Barbarita apareció con Ambarina entre los brazos. Luí venía detrás de ella, con Tití, arrastrando el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, que el aire le arrancaba a cada paso. Agazapados, revueltos, boca en tierra como los camellos ante la tempestad de arena, grandes y chicos se preparaban a resistir hasta el agotamiento. Vacíos de toda idea, sólo dominaba en ellos un desesperado instinto de defensa. El ancho tronco del árbol los protegía un poco. Sus raíces centenarias mantenían la tierra reblandecida del hueco. Las tinieblas fragorosas amordazaban las bocas, haciendo más trágica la sensación de absoluto abandono. Los niños gemían. Palomo se había escurrido también en la trinchera, ocultando la cabeza bajo las piernas huesudas del abuelo. El temblor del perro se había contagiado a los hombres.