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Varias horas duró la espera. En la proximidad del alba, el viento comenzó a ceder. La continuidad de su impulso se transformó en una sucesión de latigazos bruscos, escandidos por breves instantes de flaqueza. Sosteniendo a los niños, Salomé y el abuelo estaban hundidos en el lodo tibio hasta el vientre. Sobre ellos no habían cesado de caer hojas, ramas rotas y semillas de palmiche. Empapados, tiritantes, los hombres parecían listos a colaborar con la incipiente podredumbre de los escombros vegetales. Menegildo estaba cubierto de golpes y arañazos. Una mano de Usebio sangraba.

Hacía tiempo ya que una imagen se había apoderado de su cerebro con febril insistencia: la casa, tan blanca y nueva, de la colonia, debía haber resistido a la tormenta, gracias a sus fuertes muros de mampostería. Estaba a menos de media legua. Ahí estaba el refugio contra el agua, los palos y las bofetadas de aliento atroz. ¡Pero eran nueve! ¿Cómo emprender esa expedición en la noche terrible, sin estar seguros de hallar el techo deseado? El viento pareció debilitarse una vez más. Usebio tomó una repentina determinación. Saltó fuera de la fosa y echó a correr, doblado sobre sí mismo, en dirección de la colonia.

– ¡Usebio! -gritó Salomé-. ¡Usebio…!

Una ráfaga, seca como un trallazo, la obligó a agachar la cabeza.

11 Temporal (d)

Usebio corría a campo traviesa, sostenido por la sola voluntad de llegar. Saltaba sobre los restos de cercas derribadas. Sus tobillos estaban cubiertos de heridas, causadas por los alambres de púas. Los troncos tumbados se le atravesaban en el camino. Caía en fangales y rodaba a veces a lo largo de las cuestas. Avanzaba en zig-zag, con la cabeza baja, embistiendo el aire. Sus mangas rotas, los jirones de su camisa tremolaban a sus espaldas como cintas batidas por los monzones marítimos… Al fin. cubierto de tierra, jadeante, con los dientes apretados y la boca seca, creyó divisar las paredes blancas de la casa vivienda. Aligeró el paso, haciendo un postrer esfuerzo.

De la casa sólo quedaban tres murallas hundidas, un cementerio de camas y armarios cubierto por un millar de tejas quebradas. Al caer, un bloque de piedra había aplastado a un ternero, cuyas patas se agitaban todavía, convulsivamente, en un inmundo hervor de intestinos morados… ¡Nadie! Los habitantes habían huido, sin duda, ante el temor de perecer bajo los escombros de la casa, que aún tenía la audacia de erguirse hacia el cielo implacable.

Usebio andaba extraviado. Su voluntad de antes había cedido lugar a un desaliento doloroso. Una bandada de auras imposibles ponía sombras de cruces en el fondo de sus retinas. Dos velas, un sombrero sobre su ataúd. Lo bailarían y se acabó. Lo bailarían, sí; lo bailarían, no. Lo bailarían, sí; lo bailarían, no.

Lo bailarían, Lo bailarían, Que sí, Que no. Lo bailarían, Y se acabó. Se a- ca- bó…

La fiebre había anclado un ritmo absurdo en su cerebro y sus oídos. Un coro de rumberos fantasmales, de los que zarandeaban ataúdes en funerales ñáñigos, se alzaba ahora desde el macizo central de su ser. Lo bailarían. Lo bailarían. ¡Lo bailarían y se acabó…! Sin convicción, intentó volver hacia el bohío, brincando, corriendo, gateando. Tenía la sensación de no llegar jamás. Los guías -árboles, cercas, veredas- que hubieran podido conducirlo, estaban tan arruinados que sus ojos no lograban reconocerlos en la penumbra. Un alba de ejecución capital se hizo sentir a través del velo vertiginoso de la tormenta. Usebio cayó de bruces, vencido. ¡Se acabó! ¡Se a-ca-bó…! Estaba muy lejos del batey, y lo sabía. ¿Tití? ¿Barbarita? ¿Menegildo? ¿Ambarina? ¿Rupelto? ¿Andresito? ¿Salomé? ¿El viejo…? La evocación de la fosa encharcada lo hizo levantarse una vez más. Ahora le obsesionaba, menos el recuerdo de los suyos que el deseo desesperado de no saberse tan solo, tan miserable, sobre esta tierra agotada, arada por el trueno, surcada de estrías sanguinolentas como el cerebro de un buey degollado… Entonces el prodigio vino a su encuentro. Alzando los ojos, se vio de pronto ante una construcción de piedra, larga como hangar, con ventanas claveteadas, que el ciclón parecía haber respetado. Era un barracón del ingenio antiguo, cuyos restos, veteranos de tormentas, se alzaban un poco más lejos. Estaba habitado por algunos haitianos que se habían quedado en la colonia después de la última zafra… Usebio anduvo a lo largo del edificio. En el costado contrario al viento había una puerta cerrada. Asiendo una estaca, golpeó furiosamente las tablas de madera dura. Golpeó sin tregua hasta oír un ruido que provenía del interior. La puerta se movió apenas y una cara oscura se mostró en el intersticio. Intentaron cerrar. Pero Usebio se precipitó con todo su peso contra la hoja, cayendo cara al suelo, en el interior del barracón, entre unos negros que blandían mochas. Uno de ellos, singularmente ataviado, llevaba una larga levita azul sobre un vestido blanco de mujer. Su cara estaba desfigurada por anchos espejuelos ahumados. Un gorro tubular, de terciopelo verde, le ceñía la frente.

Usebio se incorporó. Lo bailarían, sí; lo bailarían, no… En el fondo del barracón había una suerte de altar, alumbrado con velas, que sostenía un cráneo en cuya boca relucían tres dientes de oro. Varias cornamentas de buey y espuelas de aves estaban dispuestas alrededor de la calavera. Collares de llaves oxidadas, un fémur y algunos huesos pequeños. Un rosario de muelas. Dos brazos y dos manos de madera negra. En el centro, una estatuilla con cabellera de clavos, que sostenía una larga vara de metal. Tambores y botellas… Y un grupo de haitianos que lo miraban con malos ojos. En un rincón, Usebio reconoció a Paula Macho, luciendo una corona de flores de papel. Su semblante, sin expresión, estaba como paralizado.

– ¡Lo’ muelto! ¡Lo’ muelto! ¡Han sacao a lo’ muelto! -aulló Usebio.

Barrido por una resaca de terror, por un pánico descendido de los orígenes del mundo, el padre huyó del barracón sin pensar ya en la tormenta. ¡Lo’ muelto! ¡Lo’ muelto del sementerio! ¡Y Paula Macho, la bruja, la dañosa, oficiando con los haitianos de la colonia Adela…!

Usebio corría aún, cuando una luz glauca, luz de acuario, invadió los campos arruinados… Salomé, los niños y el viejo estaban todavía acurrucados en el fondo de la fosa. Lloraban, con los nervios rotos, sin que se supiera de quién eran realmente las lágrimas que rodaban por sus mejillas. El viento había cesado… Del bohío sólo quedaban tres horcones de jagüey, un taburete patas arriba y el colador del café.

Cerca de allí, milagrosamente perdonado, un rosal se mantenía enhiesto. En la gota de agua que brillaba sobre su única flor, apenas deshojada, había nacido un diminuto arco iris.

II ADOLESCENCIA

12 Espíritu Santo

A los diecisiete años Menegildo era un mozo rollizo y bien tallado. Sus músculos respondían a la labor impuesta como piezas de una excelente calidad humana. Su ascendencia carabalí lo había dotado de una pelambrera apretada e impeinable, cuyas pequeñas volutas se enlazaban hasta un vértice situado en el centro de la frente. Sus narices eran chatas como las de Piedra Fina, y, asomando entre dos gruesos labios violáceos, unos dientes sin tara eran la síntesis de su vida interior. Sus ojos, más córnea que iris, sólo sabían expresar alegría, sorpresa, indiferencia, dolor o expectación. A causa de sus largas cejas, los chicos del caserío lo habían apodado Cejas de Burro, burlándose de su previsto enojo, ya que Menegildo era susceptible en extremo y nada sensible al humorismo. Habitualmente cubrían sus anchos pectorales con una camiseta de listas purpurinas. Sus pantalones -blancos cuando salían de la batea hogareña- no tardaban en ser una mera embajada de todos los senderos de tierra colorada. Su sombrero estaba trenzado con el mismo material que la techumbre del bohío familiar. Se levantaba de madrugada, con Usebio y Tití, para enyugar los bueyes… Al caer la noche, cuando despertaban las lechuzas, era de los primeros en tumbarse en su mal oliente bastidor de sacos.

Salomé no había descuidado su vida espiritual. Unos meses antes, sentándolo ante el altar de la casa, lo había iniciado en los misterios de las “cosas grandes”, cuyos oscuros designios sobrepasan la comprensión del hombre… Menegildo escuchó en silencio y jamás volvió a hablar de ello. Sabía que era malo entablar conversaciones sobre semejantes temas. Sin embargo, pensaba muchas veces en la mitología que le había sido revelada, y se sorprendía, entonces, de su pequeñez y debilidad ante la vasta armonía de las fuerzas ocultas… En este mundo lo visible era bien poca cosa. Las criaturas vivian engañadas por un cúmulo de apariencias groseras, bajo la mirada compasiva de entidades superiores. ¡Oh, Yemayá, Shangó y Obatalá, espíritus de infinita perfección…! Pero entre los hombres existían vínculos secretos, potencias movilizables por el conocimiento de sus resortes arcanos. La pobre ciencia de Salomé desaparecía ante el saber profundísimo del viejo Beruá… Para este último, lo que contaba realmente era el vacío aparente. El espacio comprendido entre dos casas, entre dos sexos, entre una cabra y una niña, se mostraba lleno de fuerzas latentes, invisibles, fecundísimas, que era preciso poner en acción para obtener un fin cualquiera. El gallo negro que picotea una mazorca de maíz ignora que su cabeza, cortada por noche de luna y colocada sobre determinado número de granos sacados de su buche, puede reorganizar las realidades del universo. Un muñeco de madera, bautizado con el nombre de Menegildo, se vuelve el amo de su doble viviente. Si hay enemigos que hundan una puntilla enmohecida en el costado de la figura, el hombre recibirá la herida en su propia carne. Cuatro cabellos de mujer, debidamente trabajados a varias leguas de su bohío -mientras no medie el mar, la distancia no importa-, pueden amarrarla a un hecho de manera indefectible. La hembra celosa logra asegurarse la felicidad del amante empleando acertadamente el agua de sus íntimas abluciones… Así como los blancos han poblado la atmósfera de mensajes cifrados, tiempos de sinfonía y cursos de inglés, los hombres de color capaces de hacer perdurar la gran tradición de una ciencia legada durante siglos, de padres a hijos, de reyes a príncipes, de iniciadores a iniciados, saben que el aire es un tejido de hebras inconsútiles que transmite las fuerzas invocadas en ceremonias cuyo papel se reduce, en el fondo, al de condensar un misterio superior para dirigirlo contra algo o a favor de algo… Si se acepta como verdad indiscutible que un objeto pueda estar dotado de vida, ese objeto vivirá. La cadena de oro que se contrae, anunciará el peligro. La posesión de una plegaria impresa, preservará de mordeduras emponzoñadas… La pata de ave hallada en la mitad del camino se liga precisamente al que se detiene ante ella, ya que, entre cien, uno solo ha sido sensible a su aviso. El dibujo trazado por el soplo en un plato de harina responde a las preguntas que hacemos por virtudes de un determinismo oscuro. ¡Ley de cara o cruz, de estrella o escudo, sin apelación posible! Cuando el santo se digna regresar del más allá, para hablar por boca de un sujeto en estado dé éxtasis, aligera las palabras de todo lastre vulgar, de toda noción consciente, de toda ética falaz, opuestos a la expresión de su sentido integral. Es posible que, en realidad, el santo no hable nunca; pero la honda exaltación producida por una fe absoluta en su presencia, viene a dotar el verbo de su mágico poder creador, perdido desde las eras primitivas. La palabra, ritual en sí misma, receja entonces un próximo futuro que los sentidos han percibido ya, pero que la razón acapara todavía para su mejor control. Sin sospecharlo, Beruá conocía prácticas que excitaban los reflejos más profundos y primordiales del ser humano. Especulaba con el poder realizador de una convicción; la facultad de contagio de una idea fija; el prestigio fecundante de lo tabú; la acción de un ritmo asimétrico sobre los centros nerviosos… Bajo su influjo los tambores hablaban, los santos acudían, las profecías eran moneda cabal. Conocía el lenguaje de los árboles y el alma farmacéutica de las yerbas… Y, al amarrar a una mujer en beneficio de un cliente enamorado, sabía que el embó no dejaría de surtir el efecto deseado. La víctima, discretamente avisada por alguna combinación de objetos depositados al pie de su puerta, aceptaba la imposibilidad de oponerse a lo más fuerte que ella… Basta tener una concepción del mundo distinta a la generalmente inculcada para que los prodigios dejen de serlo y se sitúen dentro del orden de acontecimientos normalmente verificables.