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Gottfried agarró a Dietrich por el brazo, y el sacerdote no trató de zafarse del duro contacto.

—¡Eso mismo! Vuestro señor tiene obligaciones con sus vasallos, nosotros no. Lorenz usó su propia vida para salvar a Wittich y Wittich era sólo… uno que trabaja en lo que es necesario, pero sin las habilidades especiales de un artesano.

—Un Gärtner. Pero si Lorenz vio que Wittich sufría dolor, naturalmente trató de ayudarlo.

—Pero entre nosotros no es común ayudar al inferior. Un artesano no ayudaría a un mero Gärtner; no sin… sin vuestra charitas para impulsarlo.

—Siendo justos, Lorenz no sabía que iba a perder la vida.

—Lo sabía —dijo Lorenz, soltándolo—. Lo sabía. Yo le había advertido que no tocara los cables cuando estuvieran animados. Le dije que el fluido podía golpear a un hombre como un rayo. Por eso supo que Wittich estaba en peligro. Sin embargo, no pensó en quedarse allí y verlo morir.

Dietrich estudió al krenk.

—Ni tú —dijo al cabo de un momento.

Gottfried extendió el brazo.

—Yo soy krenk. ¿Podía hacer menos que uno de vosotros?

—Déjame ver de nuevo tus manos.

Dietrich sujetó a Gottfried por las muñecas y le volvió las palmas hacia arriba. Las manos krenken no eran como las de los hombres.

Los seis dedos podían actuar como pulgares y eran largos en relación con la palma, que parecía no mayor que una pieza de oro de un tálero. El paso del fluido ardiente le había dejado una quemadura en cada palma, que el medico krenk había tratado con un ungüento de algún tipo.

Gottfried apartó las manos y chasqueó sus labios laterales.

—¿Dudas de mis palabras?

—No —respondió Dietrich. Las marcas negras le habían parecido estigmas—. ¿Tienes el amor de Dios en tu corazón? —preguntó bruscamente.

Gottfried imitó el gesto humano de asentimiento.

—Si muestro en mis acciones este amor-al-prójímo, entonces lo tengo dentro de mi corazón, ¿no es cierto?

—«Por sus frutos los conoceréis» —citó Dietrich, pensando en Lorenz y en Gottfried—. ¿Rechazas a Satanás y todas sus obras?

—¿Qué es «Satanás»?

—El Gran Tentador. El que siempre nos susurra el amor al yo en vez del amor a los demás, y al hacerlo nos aparta del bien.

Gottfried prestó atención mientras el Heinzelmännchen traducía.

—Si cuando me golpean, hablo dentro de mi cabeza, pienso en golpear a otro —sugirió—. Si cuando toman algo mío, pienso en tomar de otro para sustituirlo. Si cuando busco placer, no pido el consentimiento del otro. ¿A esto te refieres?

—Sí. Esas palabras las dice Satanás. Nosotros siempre buscamos el bien, pero nunca podemos usar medios malignos para conseguirlo. Cuando otros nos hacen mal, no debemos responder con más mal.

—Son palabras difíciles, sobre todo para gente como él.

Todas las voces pronunciadas a través del Heinzelmännchen sonaban iguales, pero Dietrich se dio la vuelta y vio a Hans en la puerta.

—Difíciles, en efecto —le dijo Dietrich al sirviente de la cabeza parlante—. Tan difíciles que ningún hombre puede esperar seguirlas. Nuestro espíritu es débil. Sucumbimos a la tentación de devolver mal por mal, de buscar nuestro propio bien a expensas de otros, a la tentación de utilizar a otros hombres como medio para lograr nuestros fines. Por eso necesitamos la fuerza, la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. La carga de tanto pecado es demasiado grande para que la llevemos solos, y por eso él siempre camina a nuestro lado, como Simón el Cireneo caminó una vez junto a él.

—¿Y Blitzl, Gottfried, seguirá este camino? ¿Un conocido camorrista krenk?

—Lo haré —dijo Gottfried.

—¿Eres entonces débil?

Gottfried mostró el cuello.

—Lo soy.

Los labios callosos de Hans se abrieron y sus labios blandos se abrieron.

—¿dices eso?

Pero Gottfried se levantó y se encaminó a la puerta de la sacristía, pasando junto a Hans para llegar al altar. Dietrich miró a su amigo.

—Necesitará tus oraciones, Hans.

—Necesitará uno de tus milagros.

Dietrich asintió.

—Todos lo necesitamos.

Y siguió a Gottfried al baptisterio.

—El bautismo —le dijo al krenk junto a la pila bautismal de cobre— lava el pecado, igual que el agua ordinaria lava la suciedad. Se sale del agua renacido como un hombre nuevo, y un hombre nuevo necesita un nuevo nombre. Debes elegir un nombre cristiano de alguno de los santos que nos han precedido. Gottfried es un buen nombre…

—Quiero llamarme Lorenz.

Dietrich vaciló ante el súbito dolor de su corazón.

Ja. Doch.

Hans colocó una mano sobre el hombro de Dietrich.

—Y yo quiero llamarme Dietrich.

Gregor Mauer sonrió.

—¿Puedo ser el padrino?

5. AHORA: Sharon

En la Edad Media quemaban a los herejes.

En realidad, nunca fueron tantos ni sucedió tan a menudo como se supone. Había reglas, y la mayoría de los casos se resolvían con absoluciones, peregrinajes u otras imposiciones. Si querías arder, tenías que esforzarte, y puede que nos enseñe algo sobre la naturaleza humana el hecho de que tantos lo hicieran.

Sharon no sabía que era una hereje hasta que olió el humo.

Su jefe de departamento encendió la leña. Le preguntó si era cierto que estaba investigando las teorías de la Velocidad de la Luz Variable y ella, con la inocencia y el entusiasmo de alguien lleno del sagrado espíritu de la inquietud científica, respondió:

—Sí, parece que resuelve bastantes problemas.

Se refería a los problemas cosmológicos: aplanamiento, el horizonte, lambda. A por qué el universo está tan bien sintonizado. Pero el jefe de departamento (se llamaba Jackson Welles) carecía de espíritu y lo justificaba por la ley, y la ley en este caso era que la velocidad de la luz es constante. Einstein lo había dicho, él lo creía y asunto zanjado. Así que entendió que se refería a un conjunto completamente distinto de problemas.

—Como el Diluvio Universal, supongo.

El sarcasmo sorprendió mucho a Sharon. Era como si ella hubiera estado hablando de mecánica de automóviles y él hubiera respondido con un chiste sobre un juego de cartas. Tardó en procesarlo y, como para ella el pensamiento inducía a la reflexión, Welles interpretó que su dardo había hecho mella y se acomodó en la silla con las manos cruzadas sobre el estómago. Era un hombre delgado, endurecido por la rutina y la política académica. Se teñía el pelo con mucho acierto, dejándose suficientes canas para parecer sabio pero no tantas como para parecer viejo.

Estaban sentados en su despacho, y Sharon se sorprendió de lo espartano que era. Era el doble de alto y ancho que el suyo pero contenía la mitad de trastos. Libros de texto en estanterías y con aspecto nuevo, periódicos, fotografías y certificados, todo impresionante en filas ordenadas. En la pizarra no había ecuaciones ni diagramas, sino presupuestos y planes.

No es que Welles no pensara, sino que pensaba en otras cosas aparte de la física. Presupuestos, becas, cátedras, ascensos, la administración del departamento. Alguien tenía que pensar en esas cosas. La ciencia no se da sin más. Es una actividad humana, realizada por seres humanos, y todo circo necesita un jefe de pista. Una vez, hacía mucho tiempo, un joven Welles había escrito tres estudios de excepcional mérito sobre mecánica cuántica derivada a partir de las ecuaciones de Maxwell; así que no piensen que era un Krawattendjango, un «tío de corbata», como dicen nuestros chicos en Alemania. No muchos hombres pueden escribir uno de esos estudios. Quizá su actitud se debía a la añoranza de aquellos días embriagadores y al hecho de saber que no escribiría un cuarto estudio.