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Con esta noticia, Anna Kohlmann se arrojó llorando al suelo y fue imposible consolarla.

—¡Bertram! —gimió—. ¡Ach, Bertram!

Manfred, que había enviado al muchacho a Berna, mantuvo el gesto adusto.

En medio de esta conmoción, avanzó desde el fondo de la nave Ilse Krenkerin. Como Kratzer, estaba muy debilitada por su negativa a beber el elixir y se movía usando muletas de extraña forma; pero las dejó y se acercó a Anna apoyándose en las manos y las rodillas, y procedió a dar golpecitos a la muchacha. Alguien gritó por el ataque. Pero Joachim contuvo a la multitud y se plantó ante las dos muchachas, gritando que se trataba tan sólo de una caricia krenken.

—Conozco las frases dentro de tu cabeza —le dijo Ilse a Anna, y el Heinzelmännchen repartió las palabras a una docena de arneses de cabeza, y los susurros las extendieron más allá—. Yo morí cuando cayó Gerd. Pero cayó cumpliendo su deber por el bien común y lo veré cuando mi energía entre en las tierras del señor-del-cielo.

Joachim repitió estas sencillas palabras de fe a la congregación reunida. Esto provocó murmullos de acuerdo y muchos asentimientos de cabeza, pero fue de poco consuelo para Anna Kohlmann.

Después de la ceremonia, Dietrich y el padre Rudolf se cambiaron de ropa en la sacristía.

—El obispo tan sólo ha escrito que podría venir aquí —dijo el capellán—. Sólo que podría. No que lo vaya a hacer. —Parecía encontrar mucho consuelo en la gramática—. Y Estrasburgo está lejos. Alsacia es frontera del Reich francés. No tan lejos como Aviñón o París, pero…

Dietrich dijo que ese tipo de informes a menudo eran exagerados.

Durante varios días la gente permaneció encerrada en casa o comentaba que la peste no llegaría tan arriba, a las montañas. «El mal aire es pesado —anunció Gregor con confianza— y siempre busca un nivel inferior.» Pero Theresia decía que Dios había creado su instrumento y sólo el arrepentimiento podía detener su mano. Manfred se mostraba más pensativo.

—Esas campanas que oímos el día de las rogativas —le dijo a Dietrich—. Eran de Basilea, creo, y nos las trajo un soplo de viento. Dios nos estaba advirtiendo.

Hans sugirió marcar los tiempos y localizaciones de los brotes en una carta-de-tierra, con lo que Dietrich supuso que se refería a una carta portulana. Pero como no había ninguna en la aldea y la mayoría de esas cartas eran simbólicas, la sugerencia quedó en nada. Los krenken desconocían la geografía para elaborar lo que Hans llamaba «una verdadera carta». De cualquier forma, todos los hombres sabían que viajar de Berna a Basilea y Estrasburgo era pasar por Friburgo y luego seguir los caminos hacia el Alto Bosque. Un giro al este y… Se habían salvado, no obstante, por muy poco.

Ilse Krenkerin murió unos días después de la misa de la peste y Dietrich ofreció por ella un oficio de difuntos en Santa Catalina. Hans, Gottfried y los otros krenken bautizados llevaron el catafalco a la iglesia y lo depositaron delante del altar. Shepherd asistió en silencio, pues Ilse había formado parte de su grupo de peregrinos. No se mostró irrespetuosa en modo alguno durante la ceremonia, aunque Dietrich no podía decir si por reverencia o por mera curiosidad. Sólo unos cuantos aldeanos acudieron, ya que en su mayoría estaban recluidos en sus casas. Norbert Kohlmann asistió, y Konrad Unterbaum y su familia. También lo hicieron, sorprendentemente, Klaus y Hilde. Hilde lloró al ver el cadáver de Ilse y su marido no fue capaz de consolarla.

Después, los krenken se llevaron a su compañera para guardarla en las cajas-frías hasta que fuera necesaria su carne.

—Vendé sus heridas —dijo Hilde mientras los habitantes de Hochwald contemplaban a los krenken avanzar por el valle del Oso hacia su nave. Dietrich la miró—. Se hirió en el naufragio, y yo vende sus heridas —repitió ella.

Klaus le rodeó el hombro con un brazo.

—Mi esposa es compasiva —dijo; pero la mujer se libró del brazo.

—¡Compasiva! ¡Fue un penitencia terrible la que se me impuso! Ilse apestaba y un chasquido de sus mandíbulas podía arrancarme la muñeca. ¿Por qué debería llorar por ella? Es una carga menos para mi penitencia.

Se secó la cara con un pañuelo, se dio la vuelta y casi chocó con Shepherd cuando huía.

—Explica, Dietrich —dijo Shepherd—. ¡Todas esas oraciones sobre el cadáver! ¡Toda el agua vertida, todo el humo agitado y revuelto! ¿Qué consigues? ¿Qué bien le hace a Ilse? ¿Qué bien? ¿Que bien? ¿Qué les digo a sus dadores-de-nacimiento?

Echó atrás la cabeza y chasqueó sus labios laterales tan rápido que causaron un zumbido que se convirtió en una nota musical, y una parte remota de la mente de Dietrich se complació al aprender que un tono era una frecuencia aguda de chasquidos. Shepherd dio un salto, no hacia la bonita cabaña de Klaus y Hilde, donde se alojaba, sino hacia los campos en barbecho del Bosque Grande.

—Nunca los había considerado como nosotros hasta hoy —dijo Konrad Unterbaum—. Pero conozco su corazón: eso lo conozco.

Joachim estaba sentado en un taburete pequeño junto al jergón de Kratzer y le daba de comer unas gachas a la criatura con una cuchara. Fuera, las veletas giraban y nubes oscuras se atropellaban unas a otras mientras corrían por el cielo. Destelló una nube lejana sobre las tierras llanas. Dietrich, que estaba de pie junto a la ventana abierta, olió la lluvia en el aire.

—Vuestro clima agrada —dijo una voz en el arnés de cabeza, tan fuerte que Dietrich tardó un momento en identificarla como perteneciente a Kratzer. Debería haber jadeado y parecido débil, como correspondía a su estado, pero el arte del Heinzelmännchen no llegaba a tanto—. El cambio en el aire acaricia mi piel. Vosotros no tenéis este sentido. No, no sentís la presión del aire. ¡Pero, ach! ¡Esa lengua vuestra! ¡Qué soberbio órgano! Nosotros no saboreamos nada tan intensamente como vosotros. ¡Qué afortunado es eso! ¡Qué afortunado! Con una escuela de filósofos regresaré a este lugar para estudiar. Desde la gente-pájaro del Mundo Hogar-Acantilado no he conocido a nadie tan fascinante como vosotros.

Kratzer divagaba cuando hablaba de regresar, pues cada vez resultaba más claro que no se marcharía…, excepto de la forma en que todos los hombres abandonan este mundo. Dietrich sintió un gran arrebato de piedad y se acercó al jergón para acariciar a la extraña criatura de su propia extraña manera.

Cada día, Dietrich y Joachim preparaban una comida para el debilitado Kratzer, probando diversos ingredientes con la esperanza de que uno contuviera la sustancia que su cuerpo necesitaba. Hicieron guisos con frutas improbables y tés de hierbas dudosas. Nada podía hacer más daño que no hacer nada. El filósofo había rechazado el frasquito que contenía el vil caldo del alquimista y cada día su piel callosa se volvía más moteada.

—Sangra por dentro —explicó la médico krenk, cuando Dietrich tuvo que recurrir a sus habilidades—. Si no quiere beber el caldo, no hay nada que yo pueda hacer. Y aunque lo beba —añadió—, sólo prolongará la agonía. Toda nuestra esperanza está en Hans, y Hans se ha vuelto loco.

—Rezaré por su alma —dijo Dietrich, y la médico extendió el brazo despreciando las almas, la vida, la muerte, la esperanza.

—Tú puedes creer que la energía puede vivir sin el cuerpo para mantenerla —replicó la krenken—, pero no me pidas a mí esas tonterías.