Si sale por otra parte, Harry lo verá, aunque a mí me llevará unos cuantos segundos llegar hasta la calle.
Avanzo hasta la puerta, me detengo y pego una oreja a la madera. El televisor que suena abajo dificulta la audición.
«¡Fantástico! ¡Excelente!» [3] Aplausos y música ratonera.
Acerco la cabeza un poco más a la puerta y, al hacerlo, mi hombro roza contra ella. Se escucha un clic y la puerta se abre, no una ranura ni un resquicio, sino del todo, lentamente, empujada por la gravedad. De pronto me encuentro plantado en mitad del umbral, silueteado por la luz del pasillo. Ya es demasiado tarde para apartarme. Lo único que puedo hacer es cruzar los dedos y esperar que Crow no esté dentro con una pistola apuntando en mi dirección.
La habitación está sumida en la oscuridad y no se percibe ni un movimiento ni un sonido.
Parece como si Crow hubiera salido a dar un paseo. Probablemente se quedó sin cerveza y no echó el cerrojo al salir.
No puedo ver gran cosa del apartamento. Sólo cuento con la luz que llega del pasillo, y ésta sólo ilumina lo que está directamente frente a la puerta. Entro en la habitación y cierro a mi espalda.
Ahora la única luz es la que se filtra a través de una de las ventanas, la de un farol situado a media travesía de distancia. También se percibe un leve resquicio luminoso procedente de la puerta situada a mi izquierda. Supongo que se trata de la luz de noche del baño, el pequeño resplandor que percibí desde la calle.
No llevo linterna y no me atrevo a encender las luces. Si Crow ha salido y regresa, verá las ventanas iluminadas y desaparecerá.
Me cercioro de que, a mi espalda, la puerta está cerrada. La cerradura es endeble, como las que suele haber en las casas de mala muerte. Tengo que empujar con fuerza el tirador para que el pestillo encaje en su lugar. Tanteando, encima del tirador encuentro un cerrojo por casualidad. Por algún motivo, Crow no lo utilizó. Tengo la sensación de que el tipo no ha ido muy lejos.
Giro ciento ochenta grados y echo a andar alejándome de la puerta, con las manos extendidas, a ciegas. Le doy tiempo a mis ojos a habituarse a la penumbra. Me es posible distinguir parte de la habitación. La mesa plegable bajo la ventana. Golpeo con el pie algo que hay en el suelo y que se desliza sobre la superficie desprovista de alfombra. El pequeño sonido que hace al chocar con una de las patas de la mesa plegable me indica que se trata de un bote vacío de cerveza. Permanezco inmóvil unos momentos, tratando de orientarme.
A mi derecha debe de estar el sofá-cama, abierto y ocupando buena parte de la habitación. Eso no puedo verlo con claridad. Sólo entreveo el borde izquierdo inferior de la cama, lo que entre las sombras parece ser una arrugada manta. Doy un amplio rodeo para evitar tropezar con la cama.
Me dirijo hacia la puerta del baño. Si la abro, la lámpara de noche del interior arrojará luz suficiente para permitirme ver. Avanzo a paso de lobo hacia el resquicio de luz que hay bajo la puerta. Golpeo con un pie el cartón del envoltorio de una hamburguesa. Finalmente llego a la puerta, encuentro el tirador y abro.
En el interior, la luz no es muy intensa, pero me permite ver. Una cortina de ducha está corrida en torno a la bañera. En la parte de los grifos, la cortina sobresale, empujada por algo que hay dentro.
Lo estudio unos segundos, una pequeña forma negra, del tamaño de un gato, una sombra oscura vista a través de la cortina traslúcida.
Avanzo un paso y descorro la cortina.
Jason Crow está en el interior de la bañera. Sus vidriados ojos me miran, pero no se mueven cuando yo lo hago. Los pies siguen calzados con las Reebok y están apoyados en el extremo de la bañera en el que se hallan los grifos. Su cabeza reposa en el otro extremo.
La mano derecha de Crow está tendida hacia la parte superior de su cuerpo, tratando de alcanzar algo. Hay una jeringuilla clavada en su antebrazo izquierdo, con el émbolo totalmente apretado. Hay una pequeña banda elástica caída en el fondo de la bañera, justo debajo de su brazo izquierdo.
Me muevo hacia la parte alta de la bañera, le toco el cuello, localizo el bulto de la carótida debajo de la oreja izquierda. Rozo su barbilla, y los escasos pelos que en ella crecen. No percibo pulso y la piel está fría.
Me enderezo lentamente y miro la forma inerte que yace en la bañera. No cabe duda de que Jason Crow pertenecía a los bajos fondos de este mundo. Por todo lo que he visto y leído, el tipo no hizo sino aproximarse a este fin durante gran parte de su vida adulta. En su lamentable existencia, no existió ni rumbo ni guía. Sin embargo, no logro evitar el pasmo que me produce pensar que, hace sólo unas horas, él se levantó de la cama, miró por la ventana para ver cómo se presentaba el día, y en ningún momento sospechó que éste fuera a ser el día de su muerte.
Me aparto de la bañera y veo mi rostro en el espejo de encima del lavabo. Es un rostro fatigado, que parece pertenecer a un desconocido. Mis mejillas están cubiertas por una densa sombra de barba. Cabello revuelto, ojos con bolsas bajo ellos, indicios de estrés y de falta de sueño.
Jonah está en el hospital y yo he vuelto a la casilla de salida. Ya no tengo a un testigo que relacione a Jessica con el narcotraficante mexicano Ontaveroz. Mis planteamientos para la defensa se evaporan como un escupitajo sobre una acera caliente.
Siento el fuerte impulso de echarme agua en la cara mientras estoy inclinado sobre el lavabo, pero lo contengo. El lugar es ahora el escenario de un crimen, y mis huellas dactilares ya están bastante repartidas por todas partes.
Mi primera idea: llamar a Floyd Avery. Quizá él pueda conseguir que el Departamento de Policía de la ciudad actúe conmigo con cierta lasitud. De lo contrario me pasaré toda la noche contestando preguntas, y tengo que estar en el juzgado a las nueve de la mañana.
Aparto la mirada del espejo, y me vuelvo para salir del baño. Es entonces cuando lo veo, iluminado por la débil luz de la lamparita de noche del baño. Está caído sobre la cama plegable, con la mirada de los ciegos ojos clavada en el techo. De su pecho asoma la empuñadura de un cuchillo Bowie del tamaño de la herramienta de un matarife. El muerto es Joaquín Murphy.
En una pelea, Crow jamás habría podido con Murphy, de eso estoy convencido, pero no les digo nada de ello a los policías. Estoy sentado en un pequeño banco de madera del porche delantero.
Unos agentes están tendiendo la cinta amarilla del precinto policial en torno al césped -casi todo matojos- que rodea la casa.
Una unidad móvil del Canal 2 acaba de detenerse junto al bordillo y está desplegando su parabólica.
Avery y Harry se hallan cerca, junto a un detective del Departamento de Homicidios de la ciudad. Forman grupo bajo una de las bombillas que cuelgan del techo del porche. Están lo bastante cerca para conversar conmigo, aunque guardando la distancia.
– ¿Ese tal Murphy era amigo suyo? -pregunta el detective.
– Era un detective que contratamos hace un par de meses -responde Harry.
– ¿Para qué lo contrataron? ¿Cuál era su trabajo?
– Eso es confidencial -interrumpo yo.
El policía se vuelve hacia mí.
– ¿Y qué los trajo a ustedes hasta aquí? -Tiene abierto el cuaderno de notas y no me quita ojo.
Yo no respondo.
– ¿Eso también es confidencial?
Avery le susurra al oído y el tipo se vuelve de nuevo hacia mí.