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El Alma De Un Violín

Helena Petrovna Blavatsky

I

U n anciano alemán, profesor de música, llegó a París cierto día del año 1828, estableciéndose muy modestamente en uno de los barrios más tranquilos de la gran urbe, con uno de sus discípulos. El nombre del anciano era el de Samuel Klaus y el del joven respondía al mucho más poético de Franz Stenio.

Era este último un novel violinista dotado, según la fama, de un talento musical extraordinario; casi milagroso, mas, como era pobre y sin una reputación europea, todavía permaneció varios años desconocido e inapreciado en el seno de la capital de Francia, metrópoli de la siempre caprichosa moda occidental.

Franz Stenio había nacido en Steyer, y no contaba aún treinta años en los días a que nos vamos a referir. Naturalmente soñador y filósofo, con todas esas rarezas místicas del verdadero hombre de genio, no parecía sino uno de esos héroes inquietantes de los Cuentos fantásticos de Hoffmann. Sus primeras, edades estaban llenas de cosas extraordinarias, excéntricas, increíbles, hasta el punto de que nos vemos precisados hoy a referir su historia brevemente para la mejor inteligencia de este puntual relato.

Nació Stenio en el seno de una familia de piadosos labriegos, moradores de una tan apartada como apacible aldeíta en el corazón de los Alpes de Steyer, y fue criado, según se dice, por los propios gnomos y demás genios del país que velaron solícitos en torno de su cuna. Creció así el niño en ese ambiente mágico de fantasmas, de hadas y de vampiros que tan esencial papel desempeñan en todos los dulces hogares de Steyer, de Esclavonia y demás del Austria meridional.

Educado más tarde como estudiante a la sombra de los antiguos castillos rhenanos, se diría que el joven Franz había vivido toda su vida hasta entonces en ese emocionante plano llamado “de lo sobrenatural”. Además, durante algunos años estudió algo de ciencias ocultas con un gran discípulo de Kunrath y de Paracelso, por lo cual era tan diestro en hechicerías de todo género, incluso en “ceremonias mágicas” y secretos teóricos de la Alquimia, como el más ladino de los gitanos húngaros.

No obstante todo esto, el joven Franz amaba con delirio la música y, sobre todo y ante todo, a su violín. Así que, a los veintidós años de edad, arrinconó por completo sus estudios ocultos, y se consagró desde entonces por entero a su arte, aunque permaneciendo fiel adorador de los dioses griegos, en especial de las Musas de Euterpe, en cuyo altar y en el de Pan y de Orfeo rendía el más noble culto de admiración con su instrumento, que hubiera ansiado parangonar la flauta y la lira de estos últimos dioses. Las notas de su stradivarius le alejaban sublimes de todo cuanto en este bajo mundo no fuesen sus ensueños musicales con ninfas, sirenas y demás paganas diosas de la melodía y de la poesía. Como nube de perfumado incienso, los acentos celestiales de su violín querido, subían a la altura, mientras que el joven virtuoso soñaba siempre despierto, viviendo la vida real como a través de un ambiente encantado. Así, aun en su misma aldea, donde sólo se respiraba magia y brujería, pasó siempre como un niño singularísimo, y llegó a ser todo un hombre, sin casi haber tenido juventud.

Nunca cautivó al artista una linda cara de muchacha que fuese capaz de arrancarle de sus solitarios estudios. Su violín eran todos sus amores; en su compañía única había vivido siempre, sin contar con otro auditorio para sus conciertos musicales que los dioses y diosas de la Grecia clásica de aquellas sierras. ¡Un ininterrumpido ensueño de armonía y de luz1

¡Cuán vívidos, cuán gloriosos, pero cuán inútiles eran estos ensueños perdurables del maravilloso Franz! ¡Él era un héroe de la música como el dios egipcio con su lira, o el dios griego con su caramillo, y hasta las diosas del amor y de la belleza dejaban sus excelsas moradas sugestionadas por el arte supremo de las escalas de su violín!…

– ¡Oh! -se decía más de una vez el joven en sus nostalgias de un arte nunca oído -¿Podría yo atraer y encerrar una ninfa del Parnaso en el alma de mi querido violín? ¿Alcanzaría yo a robar algún día ese misterio que se cuenta de los dos grandes dioses de la música domesticando con mi canto a las fieras y embelesando a los hombres hasta obligarles también a rendirme culto?

Tales venían siendo los ensueños de Franz, ansioso siempre de esas glorias, tan efímeras, de la fama entre los hombres. Por desgracia para él, su madre, al enviudar, le llamó a su lado a la aldea, arrancándole de la Universidad alemana en la que llevaba ya dos años. Esta llamada echó por tierra todos los proyectos del joven, a lo menos en lo relativo a su inmediato porvenir, pues, que fuera de su aldea y al calar de su casa, no contaba con los medios necesarios para satisfacer sus necesidades, por limitadas que ellas fuesen.

Para colmo, su madre, que constituía su único amor en la tierra, falleció a poco de haber estrechado entre sus brazos a su amado benjamín, y aun se dió el caso, no sé por qué, de que las comadre s de la aldehuela desataron cruelmente sus lenguas respecto de las verdaderas causas determinantes de la muerte de la aldeana, relacionándolas acaso con la estancia de su hijo.

La señora viuda de Stenio, en efecto, antes de regresar su Franz, era una mujer alegre, fuerte y joven todavía; un alma piadosa y temerosa, además, de Dios; que jamás faltó a misa ni dejó nunca de orar a diario. Sin embargo de ello, el primer domingo que siguió a la llegada del joven estudiante, cuando la pobre aldeana, limpiaba del polvo de varios años el librito de oraciones que Franz había usado en su infancia cuando se sentaba a su lado en la iglesia, y en el momento, en fin, en que el alegre repique de las campanas resonaba llamando a todos para la santa misa, la amante madre escuchó, con escalofrío mortal, cómo las sonoras campanadas aquellas eran ahogadas por las notas macabras del violín, respondiendo sarcástico a la llamada con las salvajes melodías de “La danza de las Brujas”. Le faltó muy poco para desmayarse a la aldeana cuando su hijo querido se negó después rotundamente a ir a misa, añadiendo, impío, que todo el tiempo pasado en la iglesia era tiempo perdido, y que además los ruidosos sones del vetusto órgano le crispaban sus nervios de artista. Para completar aquel cúmulo de enormidades blasfemas y mejor acallar las desesperadas súplicas maternales, la invitó el gran perverso a que escuchase el bellísimo “Himno al Sol”, que acababa de componer.

La buena señora de Stenio perdió desde aquel triste domingo la ordinaria placidez de su espíritu y fue a desahogar sus angustias y remordimientos a los pies del confesor. La respuesta del sacerdote a sus dudas llevó su alma sencilla y lógica al borde de la desesperación, pues de la severidad de aquél no recibió respecto de su hijo sino los más funestos augurios. Un continuo sobresalto, un terror sin límites avasalló desde entonces a la anciana, que no dejaba de rezar noche y día por la casi imposible salvación de su hijo, y, no contenta con hacer en vano los votos más temerarios para lograr ésta, viendo que ni aun los salmos de latín ni las humildes súplicas en alemán que dirigía a la Corte celestial entera, daban resultado alguno para con aquel réprobo, hizo varias peregrinaciones a santuarios distantes, en una de las cuales por los nevados campos del Tirol la atacó un fuerte enfriamiento que la llevó rápidamente a la tumba. Se veía, pues, que, en cierto modo, el voto de la señora Stenio se había cumplido, dado que la buena señora podía ya, en su nuevo estado de después de esta vida, realizar personalmente su visita a los santos y abogar cerca de ellos por aquel perverso que renegaba de la Iglesia, nuestra santa Madre; que tenía invencible horror al órgano y que se burlaba de los sacerdotes y de sus confesonarios.

Bien ajeno estaba Franz a la idea de haber sido el causante verdadero, aunque inconsciente, de la muerte de su madre; lamentó de todo corazón, y de allí a pocas semanas vendió todos los trebejos de su casa y las modestas fincas de su hacienda, y, ligero así de bolsa como de preocupaciones, resolvió recorrer el mundo como un buen bohemio sin establecerse ni trabajar en nada.