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VI

Pasaron inviernos enrejados de lluvias que envolvían la carretera de Elbasan en auténticos lodazales, y veranos en que las paredes de la villa se ahuecaban de frescor mientras afuera fermentaba el sol. El doctor Gjorg había dejado de visitar la mansión de los Rad.¡k hacía tanto tiempo que Ismaíl casi no alcanzaba a recordar cuándo ni por qué había desaparecido de sus vidas. Lo echó de menos al principio, pero luego empezó a combatir la nostalgia con un vago resentimiento. Nunca entendió que no hubiese vuelto a aparecer por la villa después de la muerte de Ella, para reconfortarlos y sosegarlos en tales momentos. Desapareció sin dejar rastro, esfumado, borrado de la faz de la tierra, otra ausencia dentro de la ausencia.

Su padre, cada vez más inmiscuido en los asuntos del partido, parecía haberse desentendido del hijo pequeño, al que en realidad nunca le había prestado demasiada atención. Cuando no estaba revisando interminables legajos de informes confidenciales, se ponía a caminar obsesivamente de un lado a otro de la galería, con las manos a la espalda, abismado en los avatares de una política en constante mutación, paroxística, devoradora de sí misma, en la que los encumbrados de ayer pronto podían pasar a ser escoria y enemigos condenados a presidio o a muerte. Temía perder su posición dentro del aparato y veía enemigos por todas partes. Desde el fallecimiento de su esposa, la tristeza y el miedo gobernaban su vida. Sus pisadas retumbaban sobre los listones viejos de madera, constantes, un poco desacompasadas por la leve cojera que arrastraba, doce pasos de ¡da y doce pasos de vuelta. El viejo Zanum recorría de una pared a otra la galería de su estudio, iluminado con un quinqué que colgaba de la viga central y que permanecía encendido en las mañanas mortecinas. Sólo la llegada de Viktor, los fines de semana, lograba sacarlo de su mutismo, se afeitaba con esmero y vestido de negro bajaba al jardín a recibirlo. También Ismaíl revivía con la llegada de su hermano.

Pero Viktor crecía demasiado aprisa. Su mentón había perdido redondez para esculpirse en aristas que reflejaban una energía acrecentada por la disciplina, y su semblante empezaba a transformarse con una expresión nueva, casi imperceptible aún, pero en la que se adivinaba ya un sorprendente parecido con el padre, la imitación del porte de la cabeza, el modo de fijar los ojos. Al verlo adentrarse en el pasillo hacia el cuarto de baño y levantar un balde de agua para vaciarlo en la bañera, Ismaíl lo miraba con una mezcla de fascinación y tristeza, el torso de Viktor reflejaba una soberbia reciedumbre bajo los hombros como efecto de la educación espartana. Pero en la espalda musculada y en el bozo que su hermano empezaba a rasurarse todas las mañanas ante el espejo con una navaja barbera, Ismaíl sólo podía ver los síntomas que lo separaban del compañero de juegos de la infancia, aunque esto no lo percibía de un modo reflexivo, sino como una suerte de distancia que lo sumía en una profundísima zona de sombra. No decía nada, pero sentía que a su alrededor iban desapareciendo, uno detrás de otro, todos los límites seguros. Los domingos, cuando Viktor partía de nuevo hacia el internado, ya no lo abrazaba igual que antes al despedirse, había una tiesura nueva, un estricto envaramiento entre los cuerpos.

Para defenderse de la soledad, Ismaíl se refugió en los árboles y en la lectura. Había cumplido doce años y a esa edad empezó a construir su mundo imaginario. Cuando no se encontraba en la biblioteca leyendo las aventuras de Marco Polo o la saga de Scanderberg, desaparecía en el jardín. Su escondite preferido se hallaba en el interior de un castaño muy frondoso, rematado por una copa de brazos apretados. Trepaba ya con una agilidad felina adquirida en las lejanas excursiones al monte Dajú.

La horquilla cimera era amplia y estaba revestida por una capa mullida de musgo. Allí fue donde estableció su trono. Sentado a horcajadas sobre las ramas aprendió a divisar el mundo con una perspectiva nueva, diferente de la que se puede tener a ras del suelo. Imaginaba a lo lejos el cabo de los Perfumes, la ciudad celestial del viajero veneciano con sus doce mil puentes. Desde lo alto escuchaba el rumor del viento, lánguido a veces, y otras, creciente o arremolinado, que ascendía por un claro entre el follaje. Le gustaba especialmente asistir al nacimiento de una rama o al brote de una hoja tierna, cuya suavidad le recordaba tanto a la piel humana que no se atrevía ni a tocarla, tan necesitado estaba de acariciar y ser acariciado.

Descubrió el mundo de los líquenes jaspeados de azafrán, de la savia que rezumaba por el interior de la madera, de los erizos que cuajaban la copa, revestidos de un caparazón verde de agujas, hinchados con el fruto hasta que éste caía por su peso sobre la hierba con la corteza reventada. Allí pasaba horas y horas, mientras se le ensanchaban los pulmones con el olor a humus infundiéndole una sensación nueva de apetencia física todavía muy vaga que tenía que ver con las estaciones que se le declaraban en la sangre y que provocaban en él fuertes estados de exaltación y otros de repentino ensimismamiento, preludiando los cambios físicos que todos los muchachos experimentan a una edad. La sola visión de una enagua colgada en un tendedero le aceleraba el pulso y convocaba en su imaginario escenas de una crudeza voluptuosa sólo intuidas a través de las páginas de alguna novela que devoraba a escondidas. Cómo le hubiera gustado entonces que Viktor le hubiese hecho alguna confidencia de hermano mayor y sin duda ya experimentado. En alguna ocasión lo había visto demorarse en un portal de la calle Fier, junto a la estación de autobuses, con una joven de melena rizada y leonina, a la que tenía ceñida por el talle mientras cuchicheaba en su oído palabras quizá tiernas, porfiantes o turbias, que él no alcanzaba a oír. Ismaíl sentía que ante sí se abría un mundo misterioso y denso, pero tan inaccesible como el abismo que marca la distancia entre las posibilidades del deseo y su consumación. No se encontraba a gusto dentro de su cuerpo todavía infantil, las rodillas huesudas, los hombros frágiles que apenas podían sostener el ímpetu de la energía nueva. Sólo se hallaba a salvo en su trono de las alturas. Cuando el rápido ensombrecimiento de la luz lo obligaba a bajar del árbol y regresar a la casa, se sentía extraño y ajeno a todo. Desarrolló el instinto al máximo y la imaginación, como cualquier ser humano que se ve obligado a una soledad prematura.

Aunque la verdadera soledad no estaba hecha exactamente de ausencia ni de abandono, sino de hundimiento. Como si nada se acumulara, ni hubiera peso ni fondo, todo sin cómputo. Así al menos lo creía Ismaíl, y de este modo lo expresaría muchos años después en sus poemas:

«Si fueras para más que temerte hondura de tiniebla o soledad, si fueras muerte…»

Cientos de ojos miraban esa tiniebla desde los postigos entornados en el interior de las casas. Aun algunos años después de la ejecución del almirante Teme Sejko, un gran miedo desazonaba las calles. De Gjirokastra había llegado un nuevo comisario con poderes ¡limitados para desarticular una supuesta trama de la URSS contra Albania.

En aquellos años Kennedy y Jruschov estaban inaugurando la doctrina de la coexistencia pacífica. Sin embargo las relaciones de Moscú con China atravesaban por su peor momento. Entre las dos grandes potencias comunistas empezaba a abrirse un abismo fraguado soterradamente. La gente no podía explicarse lo que estaba ocurriendo en realidad. Todos los contratos comerciales entre los dos países quedaron anulados. Pero el territorio en el que de verdad iba a derímirse esa fractura era Albania. Había en el aire de las calles una quietud extraña, como la calma que precede a la turbonada de un ciclón. Las medidas dictadas por Jruschov contra el régimen albanés provocaron que los delegados chinos se retiraran abruptamente del Congreso del Partido Comunista de la URSS. La ruptura quedaba así sellada.