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Así que el Nueva Fidelidad zarpó al amanecer del día siguiente, sin carga ni pasajeros, y con la bandera amarilla del cólera flotando de júbilo en el asta mayor. Al atardecer recogieron en Puerto Nare una mujer más alta y robusta que el capitán, de una belleza descomunal, a la cual sólo le faltaba la barba para ser contratada en un circo. Se llamaba Zenaida Neves, pero el capitán la llamaba Mi Energúmena: una antigua amiga suya, a la que solía recoger en un puerto para dejarla en otro, y que subió a bordo perseguida por el ventarrón de la dicha. En aquel moridero triste, donde Florentino Ariza revivió las nostalgias de Rosalba cuando vio el tren de Envigado subiendo a duras penas por la antigua cornisa de mulas, se desplomó un aguacero amazónico que había de seguir con muy pocas pausas por el resto del viaje. Pero a nadie le importó: la fiesta navegante tenía su techo propio. Aquella noche, como una contribución personal a la parranda, Fermina Daza bajó a las cocinas, entre las ovaciones de la tripulación, y preparó para todos un plato inventado que Florentino Ariza bautizó para éclass="underline" berenjenas al amor.

Durante el día jugaban a las cartas, comían a reventar, hacían unas siestas de granito que los dejaban exhaustos, y apenas bajaba el sol soltaban la orquesta, y bebían anisado con salmón hasta más allá de la saciedad. Fue un viaje rápido, con el buque liviano y buenas aguas, mejoradas por las crecientes que se precipitaban desde las cabeceras, donde llovió tanto aquella semana como en todo el trayecto. Desde algunos pueblos les tiraban cañonazos de caridad para espantar el cólera, y ellos se lo agradecían con un bramido triste. Los buques de cualquier compañía que cruzaban en el camino les mandaban señales de condolencia. En la población de Magangué, donde nació Mercedes, cargaron leña para el resto del viaje.

Fermina Daza se asustó cuando empezó a sentir la sirena del buque dentro del oído sano, pero al segundo día de anís oía mejor con ambos. Descubrió que las rosas olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes, y que Dios había hecho un manatí y lo había puesto en el playón de Tamalameque sólo para que la despertara. El capitán lo oyó, hizo derivar el buque, y vieron por fin a la matrona enorme amamantando a su criatura en los brazos. Ni Florentino ni Fermina se dieron cuenta de cómo se compenetraron tanto: ella lo ayudaba a ponerse las lavativas, se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que él dejaba en el vaso mientras dormía, y resolvió el problema de los lentes perdidos, pues los de él le servían para leer y zurcir. Una mañana, al despertar, lo vio en la penumbra pegando un botón de la camisa, y se apresuró a hacerlo ella, antes de que él repitiera la frase ritual de que necesitaba dos esposas. En cambio, lo único que ella necesitó de él fue que le pusiera una ventosa para un dolor en la espalda.

Florentino Ariza, por su parte, se puso a rebullir nostalgias con el violín de la orquesta, y en medio día fue capaz de ejecutar para ella el valse de La Diosa Coronada, y lo tocó durante horas hasta que lo hicieron parar a la fuerza. Una noche, por primera vez en su vida, Fermina Daza despertó de pronto ahogada por un llanto que no era de rabia sino de pena, por el recuerdo de los ancianos del bote muertos a garrotazos por el remero. En cambio, la lluvia incesante no la conmovió, y pensó demasiado tarde que tal vez París no había sido tan lúgubre como ella lo sentía, ni Santa Fe hubiera tenido tantos entierros por la calle. El sueño de otros viajes futuros con Florentino Ariza se alzó en el horizonte: viajes locos, sin tantos baúles, sin compromisos sociales: viajes de amor.

La víspera de la llegada hicieron una fiesta grande, con guirnaldas de papel y focos de colores. Escampó al atardecer. El capitán y Zenaida bailaron muy juntos los primeros boleros que por esos años empezaban a astillar corazones. Florentino Ariza se atrevió a sugerirle a Fermina Daza que bailaran su valse confidencial, pero ella se negó. Sin embargo, toda la noche llevó el compás con la cabeza y los tacones, y hasta hubo un momento en que bailó sentada sin darse cuenta, mientras el capitán se confundía con su tierna energúmena en la penumbra del bolero. Tomó tanto anisado que tuvieron que ayudarla a subir las escaleras, y sufrió un ataque de risa con lágrimas que llegó a alarmarlos a todos. Sin embargo, cuando logró dominarlo en el remanso perfumado del camarote, hicieron un amor tranquilo y sano, de abuelos percudidos, que iba a fijarse en su memoria como el mejor recuerdo de aquel viaje lunático. No se sentían ya como novios recientes, al contrario de lo que el capitán y Zenaida suponían, y menos como amantes tardíos. Era como si se hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte.

Despertaron a las seis. Ella con el dolor de cabeza perfumado de anís, y con el corazón aturdido por la impresión de que el doctor juvenal Urbino había vuelto, más gordo y más joven que cuando resbaló del árbol, y estaba sentado en el mecedor, esperándola en la puerta de la casa. Sin embargo, estaba bastante lúcida para darse cuenta de que no era efecto del anís, sino de la inminencia del regreso.

– Va a ser como morirse -dijo.

Florentino Ariza se sorprendió porque era la adivinación de un pensamiento que no lo dejaba vivir desde el inicio del regreso. Ni él ni ella podían concebirse en otra casa distinta del camarote, comiendo de otro modo que en el buque, incorporados a una vida que iba a serles ajena para siempre. Era, en efecto, como morirse. No pudo dormir más. Permaneció boca arriba en la cama, con las dos manos entrelazadas en la nuca. A un cierto momento, la punzada de América Vicuña lo hizo retorcerse de dolor, y no pudo aplazar más la verdad: se encerró en el baño y lloró a su gusto, sin prisa, hasta la última lágrima. Sólo entonces tuvo el valor de confesarse cuánto la había querido.

Cuando se levantaron ya vestidos para desembarcar, habían dejado atrás los caños y las ciénagas del antiguo paso español, y navegaban por entre los escombros de barcos y los estanques de aceites muertos de la bahía. Se alzaba un jueves radiante sobre las cúpulas doradas de la ciudad de los virreyes, pero Fermina Daza no pudo soportar desde la baranda la pestilencia de sus glorias, la arrogancia de sus baluartes profanados por las iguanas: el horror de la vida real. Ni él ni ella, sin decírselo, se sintieron capaces de rendirse de una manera tan fácil.

Encontraron al capitán en el comedor, en un estado de desorden que no estaba de acuerdo con la pulcritud de sus hábitos: sin afeitarse, los ojos inyectados por el insomnio, la ropa sudada de la noche anterior, el habla trastornada por los eructos de anís. Zenaida dormía. Empezaban a desayunar en silencio, cuando un bote de gasolina de la Sanidad del Puerto ordenó detener el barco.

El capitán, desde el puesto de mando, contestó a gritos a las preguntas de la patrulla armada. Querían saber qué clase de peste traían a bordo, cuántos pasajeros venían, cuántos estaban enfermos, qué posibilidades había de nuevos contagios. El capitán contestó que sólo traían tres pasajeros, y todos tenían el cólera, pero se mantenían en reclusión estricta. Ni los que debían subir en La Dorada, ni los veintisiete hombres de la tripulación, habían tenido ningún contacto con ellos. Pero el comandante de la patrulla no quedó satisfecho, y ordenó que salieran de la bahía y esperaran en la ciénaga de Las Mercedes hasta las dos de la tarde, mientras se preparaban los trámites para que el buque quedara en cuarentena. El capitán soltó un petardo de carretero, y con una señal de la mano le ordenó al práctico dar la vuelta en redondo y volver a las ciénagas.