Выбрать главу

Pero volvió el mismo día, a la hora insólita de las once de la mañana, fresco y restaurado, y se desnudó frente a ella con una cierta ostentación. Ella se complació en verlo a plena luz tal como lo había imaginado en la oscuridad: un hombre sin edad, de piel oscura, lúcida y tensa como un paraguas abierto, sin más vellos que los muy escasos y lacios de las axilas y el pubis. Estaba con la guardia en alto, y ella se dio cuenta de que no se dejaba ver el arma por casualidad, sino que la exhibía como un trofeo de guerra para darse valor. Ni siquiera le dio tiempo de quitarse la camisa de dormir que se había puesto cuando empezó la brisa del amanecer, y su prisa de principiante le causó a ella un estremecimiento de compasión. Pero no le molestó, porque en casos como aquel no le era fácil distinguir entre la compasión y el amor. Al final, sin embargo, se sintió vacía.

Era la primera vez que hacía el amor en más de veinte años, y lo había hecho embargada por la curiosidad de sentir cómo podía ser a su edad después de un receso tan prolongado. Pero él no le había dado tiempo de saber si también su cuerpo lo quería. Había sido rápido y triste, y ella pensó: “Ahora hemos jodido todo”. Pero se equivocó: a pesar del desencanto de ambos, a pesar del arrepentimiento de él por su torpeza y del remordimiento de ella por la locura del anís, no se separaron un instante en los días siguientes. Apenas si salían del camarote para comer. El capitán Samaritano, que descubría por instinto cualquier misterio que quisiera guardarse en su buque, les mandaba la rosa blanca todas las mañanas, les puso una serenata de valses de su tiempo, les hacía preparar comidas de broma con ingredientes alentadores. No volvieron a intentar el amor hasta mucho después, cuando la inspiración les llegó sin que la buscaran. Les bastaba con la dicha simple de estar juntos.

No hubieran pensado en salir del camarote de no haber sido porque el capitán les anunció en una nota que después del almuerzo llegarían a La Dorada, el puerto final, al cabo de once días de viaje. Fermina Daza y Florentino Ariza vieron desde el camarote el promontorio de casas iluminadas por un sol pálido, y creyeron entender la razón de su nombre, pero les pareció menos evidente cuando sintieron el calor que resollaba como las calderas, y vieron hervir el alquitrán de las calles. Además, el buque no atracó allí sino en la orilla opuesta, donde estaba la estación terminal del ferrocarril de Santa Fe.

Abandonaron el refugio tan pronto como los pasajeros desembarcaron. Fermina Daza respiró el buen aire de la impunidad en el salón vacío, y ambos contemplaron desde la borda la muchedumbre alborotada que identificaba sus equipajes en los vagones de un tren que parecía de juguete. Podía pensarse que venían de Europa, sobre todo las mujeres, cuyos abrigos nórdicos y sombreros del siglo anterior eran un contrasentido en la canícula polvorienta. Algunas llevaban los cabellos adornados con hermosas flores de papa que empezaban a desfallecer con el calor. Acababan de llegar de la planicie andina después de una jornada de tren a través de una sabana de ensueño, y aún no habían tenido tiempo de cambiarse de ropa para el Caribe.

En medio del bullicio de mercado, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable se sacaba pollitos de los bolsillos de su abrigo de pordiosero. Había aparecido de repente, abriéndose paso por entre la muchedumbre con un sobretodo en piltrafas que había sido de alguien mucho más alto y corpulento. Se quitó el sombrero, lo puso bocarriba en el muelle por si quisieran echarle una moneda, y empezó a sacarse de los bolsillos puñados de pollitos tiernos y descoloridos que parecían proliferar entre sus dedos. En un momento el muelle parecía tapizado de pollitos inquietos piando por todas partes, entre los viajeros apresurados que los pisoteaban sin sentirlos. Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo contemplaba, Fermina Daza no se dio cuenta en qué momento empezaron a subir en el buque los pasajeros del viaje de regreso. Se le acabó la fiesta: entre los que llegaban alcanzó a ver muchas caras conocidas, algunas de amigos que hasta hacía poco la habían acompañado en su duelo, y se apresuró a refugiarse otra vez en el camarote. Florentino Ariza la encontró consternada: prefería morir antes que ser descubierta por los suyos en un viaje de placer, transcurrido tan poco tiempo desde la muerte del esposo. A Florentino Ariza lo afectó tanto su abatimiento, que le prometió pensar en algún modo de protegerla, distinto de la cárcel del camarote.

La idea se le ocurrió de pronto cuando cenaban en el comedor privado. El capitán estaba inquieto con un problema que hacía tiempo quería discutir con Florentino Ariza, pero que él esquivaba siempre con su argumento usuaclass="underline" “Esas vainas las arregla Leona Cassiani mejor que yo”. Sin embargo, esta vez lo escuchó. El caso era que los buques llevaban carga de subida, pero bajaban vacíos, mientras que ocurría lo contrario con los pasajeros. “Con la ventaja para la carga, de que paga más y además no come”, dijo. Fermina Daza cenaba de mala gana, aburrida con la enervada discusión de los dos hombres sobre la conveniencia de establecer tarifas diferenciales. Pero Florentino Ariza llegó hasta el final, y sólo entonces soltó una pregunta que al capitán le pareció el anuncio de una idea salvadora.

– Y hablando en hipótesis -dijo-: ¿sería posible hacer un viaje directo sin carga ni pasajeros, sin tocar en ningún puerto, sin nada?

El capitán dijo que sólo era posible en hipótesis. La C.F.C. tenía compromisos laborales que Florentino Ariza conocía mejor que nadie, tenía contratos de carga, de pasajeros, de correo, y muchos más, ineludibles en su mayoría. Lo único que permitía saltar por encima de todo era un caso de peste a bordo. El buque se declaraba en cuarentena, se izaba la bandera amarilla y se navegaba en emergencia. El capitán Samaritano había tenido que hacerlo varias veces por los muchos casos de cólera que se presentaban en el río, aunque luego las autoridades sanitarias obligaban a los médicos a expedir certificados de disentería común. Además, muchas veces en la historia del río se~zaba la bandera amarilla de la peste para burlar impuestos, para no recoger un pasajero indeseable, para impedir requisas inoportunas. Florentino Ariza encontró la mano de Fermina Daza por debajo de la mesa.

– Pues bien -dijo-: hagamos eso.

El capitán se sorprendió, pero en seguida, con su instinto de zorro viejo, lo vio todo claro.

– Yo mando en este buque, pero usted manda en nosotros -dijo-. De modo que si está hablando en serio, deme la orden por escrito, y nos vamos ahora mismo.

Era en serio, por supuesto, y Florentino Ariza firmó la orden. Al fin y al cabo cualquiera sabía que los tiempos del cólera no habían terminado, a pesar de las cuentas alegres de las autoridades sanitarias. En cuanto al buque, no había problema. Se transfirió la poca carga embarcada, a los pasajeros se les dijo que había un percance de máquinas, y los mandaron esa madrugada en un buque de otra empresa. Si estas cosas se hacían por tantas razones inmorales, y hasta indignas, Florentino Ariza no veía por qué no sería lícito hacerlas por amor. Lo único que el capitán suplicaba era una escala en Puerto Nare, para recoger a alguien que lo acompañara en el viaje: también él tenía su corazón escondido.