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– Sí, es verdad. Y las avispas te picaron a ti -sonrió ella, tomando su mano-. Se te hincharon los dedos -añadió, mirando sus nudillos-. Y esta cicatriz te la hizo el perro de Billy Pemberton cuando intentaba morderme y tú te pusiste en medio. Yo era un incordio, ¿verdad?

– Un espanto. Solo te aguantábamos porque siempre llevabas una cesta con comida.

– Sabía que no me enviaríais a casa si llevaba bocadillos.

– Quizá deberíamos venir a pescar el próximo fin de semana. Si tú traes la comida, yo traeré los gusanos -dijo Robert-. Eso si no tienes que trabajar el sábado por la tarde otra vez.

– No sé si podré. Voy a estar dos días fuera de Londres.

– ¿Dónde vas? -preguntó él, alarmado.

– A una subasta en Warbury. Por cierto, tu madre quiere que puje por ella. Hay un bol Imari que le gustaría mucho comprar.

– ¿Ah, sí? -preguntó él, distraído.

– La verdad es que estoy un poco nerviosa. Es la primera vez que voy sola a una subasta.

Robert la miró. En realidad, él nunca se había preocupado mucho por su trabajo en la galería. Hasta aquel momento había creído que solo se dedicaba a contestar el teléfono y a quitarle el polvo a los objetos. Aparentemente, no era solo su madre quien la subestimaba

– Empieza a hacer frío -dijo, ofreciendo su brazo.

Daisy dudó un segundo. ¿Desde cuándo dudaba?, se preguntaba Robert. ¿Desde que tenía aquel amante secreto? La idea de Daisy en los brazos de un desconocido lo hacía sentir extrañamente incómodo.

– Creo que es hora de volver -murmuró ella-. ¡Te echo una carrera! ¡El último tendrá que limpiar las patas de Flossie! -rió. Por detrás, seguía pareciendo una adolescente, pero su madre tenía razón. Una vez que se ha visto la realidad, no hay forma de engañarse. Daisy Galbrait ya no era la hermana pequeña de Michael.

Eran casi las ocho cuando llegaron al apartamento de Daisy.

– Gracias por traerme, Robert -dijo ella, saliendo del coche a toda prisa, como si quisiera librarse de él.

Durante el viaje, cada vez que había intentado llevar la conversación hacia su vida personal, con quién salía, qué hacía los días de la semana, ella cambiaba de conversación. Había pasado la mitad del viaje hablando de su nuevo ordenador.

– ¿Suficientemente agradecida como para enseñarme tu nuevo ordenador?

Daisy lo miró como si estuviera loco.

– ¿Es que no ves suficientes ordenadores en el banco?

– No es lo mismo. Mi madre está pensando comprar uno para buscar objetos orientales en Internet y ya que tú estás tan entusiasmada con el tuyo, quizá podría comprar el mismo modelo. ¿Es fácil de usar?

– Facilísimo.

– Enséñamelo -dijo él, saliendo del coche-. Por supuesto, no diría que no a una taza de café. De hecho, tampoco diría que no a un trozo de pastel. Real, no virtual.

– No tengo pasteles.

– Pues galletas.

– Muy bien -se rindió ella-. Media hora. Ni un minuto más. Tengo que dormir para estar presentable mañana por la mañana.

– Lo que tú digas -asintió él. Robert siempre decía eso y después hacía lo que le daba la gana, pensaba Daisy.

– Qué obediente -bromeó ella, mientras subían al apartamento. Se sentía más cómoda cuando se trataban de ese modo que cuando él hacía comentarios sobre su pelo. No estaba acostumbrada a sus cumplidos.

– Nunca discuto con una mujer -dijo Robert; pero lo que estaba pensando era que no necesitaba dormir para estar guapa. Su cuerpo nunca sería voluptuoso, pero tenía una piel y un pelo preciosos.

Su hermana Sarah tenía unas facciones bien proporcionadas, pero la cara de Daisy era mucho más interesante. Y, respecto a su figura, como siempre llevaba ropa ancha, en realidad no tenía ni idea.

Una vez dentro del apartamento, ella encendió el ordenador y fue a la cocina para preparar café.

– ¿Cuál es la contraseña? -preguntó él,desde el salón.

– ¿Qué?

– La contraseña. Si no me la dices, no puedo entrar.

Daisy apareció en la puerta, ligeramente colorada.

– Yo lo haré. Date la vuelta. Se supone que es secreta.

– No pienso volver en medio de la noche para robar tus secretos -protestó Robert.

– No importa. Date la vuelta.

– Yo te digo la mía si tú me dices la tuya -ofreció él. Daisy esperó que se diera la vuelta. Por supuesto, la contraseña sería el nombre de su amante. Por eso no quería que lo viera. Robert escuchó. Seis golpes en el teclado. Seis letras. ¿Sería un nombre o un apellido?

– Ya puedes darte la vuelta. Mira, es muy fácil. Pulsas aquí para conectarte a Internet…

– ¿Tiene tratamiento de textos?

– Pues claro. Tiene de todo. Incluso una agenda electrónica -indicó ella, pulsando el ratón-. ¿Ves? Es muy fácil.

– Daisy, ¿te has dejado la leche al fuego?

Ella lo miró un momento, sin comprender. Entonces recordó y salió corriendo hacia la cocina. Para cuando volvió con el café y un montón de galletas, Robert había sacado un disquete de una caja, había copiado la agenda electrónica y estaba, aparentemente, concentrado en navegar por Internet.

– He llegado justo a tiempo -dijo ella, dejando la bandeja sobre la mesa.

– ¿Qué?

– La leche -sonrió ella.

– Es un buen ordenador -dijo él, levantando la cabeza. Cuando vio las galletas que Daisy había untado con mantequilla, la miró con una sonrisa en los labios-. Eres una santa -murmuró. Daisy levantó una ceja, irónica-. Voy a lavarme las manos.

En el cuarto de baño había velas blancas por todas partes y un exótico aroma a bergamota llenaba el pequeño espacio. Por un momento, Robert se imaginó a Daisy en la bañera, iluminada por la luz de las velas, su piel brillante y sus rizos húmedos… Era una imagen turbadoramente sensual y absolutamente sorprendente. Tanto que Robert tuvo que dar un paso atrás. Él nunca había pensado en Daisy en aquellos términos. Nunca había pensado en Daisy como mujer.

Pero esa era la razón por la que estaba allí; para buscar evidencias de un hombre. Una rápida investigación le aseguró que no había maquinillas de afeitar ni un segundo cepillo de dientes.

Quizá el amante de Daisy era demasiado discreto como para ir a su apartamento. ¿Qué había dicho Michael? No demasiado. Solo que el matrimonio estaba fuera de toda cuestión.

Un hombre separado, quizá, e incapaz de divorciarse para no causar un escándalo. Fuera lo que fuera, Michael estaba demasiado preocupado con su boda como para preocuparse de nada más, pero él no. Él haría lo que tuviera que hacer para llegar al fondo del asunto.

De repente, Robert se dio cuenta de que estaba espiando a Daisy. ¿Se había vuelto loco?, pensaba. El disquete parecía quemar dentro de su bolsillo.

– Te llamaré esta semana -dijo, cuando terminaron de tomar café-. Podríamos salir a cenar.

– Esta semana voy a estar muy ocupada.

– Es la segunda vez que me dices que no. Estoy empezando a pensar que mi amiga me oculta algo.

– Eres tonto -sonrió ella-. Es que tengo la subasta y los preparativos para la boda…

Y una relación clandestina, pensaba Robert. Eso debía tomarle mucho tiempo. Siempre esperando la llegada de su amante, siempre pendiente del teléfono. Daisy se merecía algo mejor.

– Pero tendrás que comer -insistió él-. Y estaba esperando que me dieras alguna idea para la despedida de soltero de Michael.

– ¿Es que una despedida de soltero requiere ideas? Creí que lo único que hacía falta eran toneladas de alcohol, una bailarina desnuda y la proverbial farola para esposar al novio.

– ¿Es eso lo que recomiendas?

– No seré yo quien desafíe las convenciones -sonrió Daisy-. Ginny celebra su despedida de soltera la semana que viene y seguro que la organiza como Dios manda: tequila, margaritas y creo que incluso una aparición personal del Zorro.

– Me sorprendes, Daisy -dijo él, intentando parecer escandalizado-. Me lo contarás todo, ¿verdad?