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Daisy tomó un sorbo de vino en un silencioso brindis por la ex novia; pocas de las conquistas de Robert eran tan inteligentes.

– O podrías llevar peluca -sugirió él. Daisy le dijo, con términos que no admitían discusión, dónde podía meterse la peluca y Robert soltó una carcajada-. No te desplumes, patito -bromeó él-… Estás sacando las cosas de quicio. ¿Quién se va a dar cuenta? Todo el mundo estará mirando a la novia.

Para ser un hombre conocido por volver locas a las mujeres con su galantería, aquel comentario era bastante grosero, pensaba ella. Pero Robert siempre la había tratado como si fuera su hermana pequeña y ningún hombre está dispuesto a ser galante con su hermana. Su propio hermano nunca lo había sido, ¿por qué iba a ser diferente su mejor amigo? Especialmente, porque ella siempre había querido que sus relaciones con Robert tuvieran ese carácter. Nada de coqueteos. Ni vestidos bonitos ni tacones cuando quedaban a comer.

Podía amarlo hasta lo más profundo de su ser, pero ese era un secreto que solo compartía con su diario. Robert Furneval no era el tipo de hombre que podía mantener una relación duradera con una mujer y cuando se ama a alguien, eso es lo único que se desea.

Daisy dejó la copa de vino sobre la mesa y se levantó. Separarse de Robert siempre le resultaba difícil, pero tenía que hacer un esfuerzo.

– La próxima vez que necesites un hombro sobre el que llorar, Robert Furneval, busca en las Páginas Amarillas. Ya que te gusta tanto ese color…

– Venga, Daisy. Tú eres la única mujer en la que puedo confiar -protestó él, mirando su bolso-. Excepto por esa tendencia tuya a usar la ropa de tu abuela -añadió. Daisy ni siquiera se molestó en contradecirlo. Su hermana le había regalado aquel precioso bolsito de mano cubierto de perlas, probablemente siguiendo los consejos de su madre para modernizar su imagen-. No te pongas tan tonta solo por un traje. Ni siquiera tendrás que enseñar las piernas.

– ¿Qué sabes tú de mis piernas? -replicó ella.

– Nada. Aunque acabo de recordar que tienes las rodillas huesudas. Supongo que es por eso por lo que nunca las enseñas. Pantalones, faldas largas… -sonrió el hombre con aquella sonrisa de niño malo. Aquella sonrisa que siempre la ablandaba y la reducía a gelatina, destrozando su decisión de dejar de ver a Robert Furneval para siempre-. ¿No querrás que mienta, diciendo que estarás maravillosa de amarillo? -preguntó. Pues no estaría tan mal que la mintiera de vez en cuando, pensaba Daisy. Aunque fuera una sola vez. Pero ellos nunca se habían mentido-. Somos amigos. Y los amigos no tienen que mentirse.

Sí, eran amigos. Daisy lo sabía.

Robert no le regalaba rosas, pero tampoco la dejaba después de un par de meses. Eran amigos de verdad. Y ella sabía que, si quería seguir formando parte de su vida, tendría que seguir siendo así.

Daisy sabía cosas sobre Robert que ni siquiera sabía su hermano. Ella siempre lo escuchaba y estaba a su lado cada vez que rompía con alguna de sus interminables novias… para comer, o como pareja en las fiestas. Mientras no se engañara a sí misma esperando que él la acompañara a casa después…

Aunque Robert nunca la dejaba abandonada. Siempre encontraba algún acompañante para ella y después la tomaba el pelo sobre sus «novios».

– ¿Verdad?

– ¿Qué? -preguntó ella, confusa-. Ah, ya. No, los amigos no se mienten. Y no quiero que tú me mientas nunca -dijo, mirando su reloj-. Bueno, ahora tengo que someterme a la indignidad de probarme el traje de pato. Tienen que arreglar… bueno, ya sabes -explicó, haciendo un gesto sobre su pecho-. Es de estilo imperio, y las demás chicas tienen escote suficiente, pero yo no.

– Ponte uno de esos sujetadores que levantan… bueno, ya sabes, hacia arriba.

– Pues como no sea una grúa.

Robert no se lo discutió. El muy grosero.

– No te preocupes, Daisy. Lo pasaremos muy bien.

Ella le regaló una sonrisa irónica.

– Seguro que tú sí. Con tanta dama de honor…

– Ya no me interesan las mujeres.

– Robert, no te aguanto.

– Bueno, ve a probarte el vestido y el sábado me cuentas qué tal.

– ¿El sábado?

– Hay una fiesta en casa de Monty. Iré a buscarte a las nueve.

A Robert nunca parecía ocurrírsele que ella pudiera tener otros planes y, por un segundo, Daisy se sintió tentada de decirle que había quedado. Pero había un problema. En toda su vida, nunca había estado ocupada para él.

– Mejor a las nueve y media -dijo, solo para hacerse la dura.

– ¿A las nueve y media? -repitió él, sorprendido.

– No, mejor a las diez.

– Ah, muy bien -murmuró Robert. El tono de sorpresa era suficiente como para alegrar su corazón-. ¿No me digas que tienes novio? Tú eres mi chica.

– De eso nada. Soy tu amiga. Pero pensaba ir a la fiesta de Monty de todas maneras y me viene bien que vayas a buscarme -sonrió ella. Después de causar una pequeña conmoción en el bien ordenado mundo de Robert, Daisy puso la mejilla para que él la besara, castigándose a sí misma con el roce de los labios masculinos, que la hacían sentir cosas que no podrían publicarse. Sería fácil prolongar el abrazo, tan fácil como haber prolongado el almuerzo con café y postre. Pero el papel de hermana pequeña tenía sus limitaciones; demasiado contacto con Robert y estaría subiéndose por las paredes durante toda la tarde. Además, mantenerlo a distancia era posiblemente la razón por la que Robert no se aburría de ella-. Gracias por la comida. Nos vemos el sábado -añadió rápidamente, dirigiéndose hacia la puerta del restaurante.

Aquel día, Robert parecía más vulnerable de lo que nunca lo había visto y quizá era por eso por lo que ella había insistido tanto en hablar del vestido. No para divertirlo a él, sino para distraerse a sí misma del hombre que tenía al lado.

Habría sido demasiado fácil olvidarse del vestido y sugerir que dieran un paseo por el parque, invitarlo a subir a su apartamento para mostrarle su nuevo ordenador, mientras tomaban una copa de coñac…

El problema era que conocía a Robert demasiado bien. Conocía todas sus debilidades. Aquel día, abandonado por Janine, con la autoestima por los suelos, podría haberse sentido tentado de ver lo que había debajo de la ropa ancha y nada favorecedora que llevaba Daisy Galbraith.

El problema era que, a la semana siguiente, una mujer más guapa, más sexy y más sofisticada llamaría su atención. Y después de eso, no habría nada. No más comidas, no más domingos por la mañana pescando, no más paseos con el perro, nada más que un sentimiento de incomodidad cuando se encontrasen.

Y ella tendría que aparentar que no la importaba porque su hermano nunca le perdonaría a su mejor amigo haberle roto el corazón a su hermana pequeña.

Aunque una traidora parte de sí misma sugería a veces que una aventura con Robert quizá curaría la atracción fatal que sentía por él, Daisy no tenía dificultad en ignorarla. No era idiota. Se había enamorado de él antes de aprender a andar, cuando su hermano había llevado a aquel guapísimo niño de siete años a jugar a casa.

Y lo último que deseaba era curarse.

– ¿Más café, señor?

Robert negó con la cabeza, mientras recuperaba su tarjeta de crédito y salía tras Daisy con la esperanza de alcanzarla. Era tan agradable estar con ella, pensaba. Siempre lo había sido, incluso cuando era una niña y corría detrás de él y su hermano Michael.

Desde la acera del restaurante podía ver su mata de rizos rubios a lo lejos y se dio cuenta de que era demasiado tarde. En fin, la vería el sábado. Mientras esperaba un taxi, Robert frunció el ceño. ¿A las diez? ¿Qué demonios tendría que hacer hasta las diez?