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– Echa el asiento hacia atrás y duerme un poco -sugirió él-. No querrás quedarte dormida sobre el pastel de cumpleaños de mi madre.

Alegrándose de tener una excusa para no seguir hablando sobre la noche que habían pasado juntos en el hotel, Daisy cerró los ojos. Había intentado no volver a pensar en ello, sin éxito, y tenía la sensación de que todo el mundo lo sabía.

Daisy suspiró, pensando en cómo lo había besado la mañana de la subasta y en las lágrimas que no había entendido en aquel momento. Quizá, en el fondo, ya entonces sabía que las palabras eran más que una sencilla despedida. Lo había dicho en serio. Después de la boda, dejaría la galería Latimer y se marcharía de Londres.

Se alejaría de Robert para siempre.

Era el momento de vivir sus fantasías. Al menos, aquellas que podía hacer realidad: China, Japón…

Robert aparcó el coche frente a la casa de su madre y observó a Daisy, dormida a su lado.

Bajo los suaves párpados maquillados de un color tan tenue que apenas era color, podía ver que sus pupilas se estaban moviendo. Estaba soñando. Robert se preguntaba qué soñaría Daisy Galbraith. ¿Serían sueños felices?

Como respuesta, una lágrima empezó a deslizarse por la mejilla de su mejor amiga y Robert sintió que se le partía el corazón.

– Cariño -murmuró, acariciando su cara suavemente, como para consolarla. Una segunda lágrima siguió a la primera y, Robert, incapaz de soportarlo, murmuró su nombre. Los párpados femeninos se movieron un poco y, unos segundos después, Daisy despertó, confusa.

– Arriba; bella durmiente -sonrió Robert-. Ya estamos en casa.

– ¿Qué?

– Hemos llegado.

– ¿Ah, sí? Me he quedado dormida. He soñado que estaba en Japón -murmuró, incorporándose-. Perdona, no pensaba dormir todo el camino.

– No te preocupes -dijo él, intentando ver en su cara qué había causado las lágrimas. Pero, despierta, Daisy parecía tan invulnerable como siempre-. Si no puedes dormir con un amigo, ¿con quién vas a dormir?

– Muy gracioso. Deberías ser actor -replicó ella, saliendo del coche cuando vio a Jennifer en la puerta de la casa-. ¡Feliz cumpleaños, Jennifer! -sonrió, abrazando a la madre de Robert.

Antes, ella también solía abrazarlo así, pensaba él. Mucho tiempo atrás. Cuando era una niña, solía lanzarse a sus brazos cada vez que se veían después de algún tiempo. ¿Cuándo se habían convertido los abrazos en amables besitos en la mejilla?

– Tengo que irme, le he prometido a mi madre que iría a enseñarla el vestido -sonrió Daisy-. Está deseando verlo.

– ¿Quieres que te ayude a llevar la caja?

– No, gracias. Pero si no he vuelto en media hora, por favor ve a rescatarme. Llévate a Major y sugiere que vayamos a dar un paseo. Flossie hará el resto.

– Es una chica encantadora, Robert -dijo su madre, mientras los dos la observaban alejarse por la ventana-. Y muy inteligente. No es fácil descubrir un auténtico plato Kakiemon de un vistazo.

Robert miró a su madre, pensativo.

– Mamá, háblame de Daisy.

– Pero si tú la conoces mejor que yo.

– Creía conocerla. Pero desde la semana pasada… no sé, es como si fuera una extraña.

– Ya veo -sonrió Jennifer Furneval.

– ¿Qué es lo que ves? -preguntó Robert.

– Daisy no ha cambiado, hijo. Eres tú quien ha cambiado.

– Eso no es verdad. Mira a esa chica -dijo, señalando hacia la ventana-. Siempre lleva vaqueros y jerseys anchos y…

– Estaba muy guapa con el jersey de angora.

– Está preciosa con ese jersey -murmuró él. Preciosa y muy sexy, aunque en lo único que Robert podía pensar era en quitárselo-. Pero deberías verla cuando está trabajando. Se pinta los labios de rojo y lleva faldas cortísimas…

– ¿Ah, sí? -rió su madre-. Bueno, no esperarás que vaya a trabajar a una galería de arte en vaqueros, ¿no?

– Pero es que nunca se pone esa ropa cuando nos vemos, esté trabajando o no -se quejó Robert.

– ¿Y te gustaría que la llevara?

– ¿Eh? No… sí. Bueno, no lo sé.

– Yo creo que sí te gustaría. Pero no quieres admitirlo.

– Daría igual, ¿no crees? Estamos hablando de Daisy. Ella siempre hace lo que quiere.

– Lo sé.

– Y yo solo podría hacerle daño -murmuró Robert, apartando la mirada.

– ¿Por qué? ¿Porque crees que eres incapaz de amar a alguien para siempre, como tu padre? -preguntó. Él se encogió de hombros-. Robert, yo he amado al mismo hombre durante toda mi vida, aunque sé que no se lo merece. Eres hijo suyo, pero también eres mi hijo y te he criado sola desde que tenías siete años.

– ¿Naturaleza frente a educación? Mamá, tengo treinta años y aún no he conocido a una mujer que me interese durante más de un par de meses.

– Excepto Daisy.

– Excepto Daisy -asintió él-. ¿Por qué no me he dado cuenta antes de que fuera demasiado tarde?

– Nunca es demasiado tarde. A veces, sin embargo, es demasiado pronto -dijo su madre-. ¿Recuerdas aquella Navidad, cuando le diste un beso debajo de la rama de muérdago?

– ¿Navidad?

Robert recordó entonces, sintiendo que su corazón se aceleraba. Esa fue la primera vez que vio aquel brillo en sus ojos, el dulce anhelo por algo que no podía poner en palabras, el mismo brillo que le había derretido el corazón cuando la había besado fugazmente en los labios.

– Yo diría que tú estabas en otro mundo… -sonrió Jennifer Furneval-. ¿Estaba equivocada?

– No -contestó él-. No estabas equivocada.

– Entonces era demasiado pronto y temí que hicierais alguna tontería. Así que llamé a tu padre y le pedí que te llevara a esquiar. Y después, como Daisy estaba tan triste, me la llevé a Londres y estuvimos visitando museos -siguió diciendo ella-. ¿Recuerdas que solía entrar en la casa como un vendaval cuando volvías de la universidad? -preguntó. Robert asintió, confuso-. El año que te graduaste, Daisy te estuvo esperando durante días ansiosamente, pero cuando vino a darte un abrazo, Lorraine Summers se le había adelantado.

– ¿Lorraine Summers?

– Había vuelto de París y parecía una princesa.

– No sé qué tiene que ver Lorraine con esto.

– Supongo que Daisy te vio besándola porque dejó de venir a casa desde aquel momento.

– Pero eso es ridículo. Nos seguimos viendo todo el tiempo.

– No, cariño. Os veis de vez en cuando. Tú la llamas para comer o para ir a alguna fiesta. Pero ella no te llama nunca, ¿verdad?

– Pues… no. Pero cuando estamos aquí, nos vemos…

– Aquí no tiene nada que esconder.

– ¿Esconder?

– Aquí es la chica que conoces desde niña. La ves como ella quiere que la veas. ¿Ella esperaba que fueras a Warbury?

– No -contestó él, avergonzado de nuevo por su inútil trabajo de espionaje.

– Me lo imaginaba. Pensé que la avisarías de que ibas a ir. No se me ocurrió que saldrías corriendo detrás de ella -sonrió su madre-. Si lo hubiera sabido, habría arreglado las cosas de otra manera.

Robert la miró, incrédulo.

– No podrías haberlo hecho mejor si lo hubieras estado planeando durante un mes -aseguró él-. Es una pena que yo no haya sabido aprovechar el momento.

– ¿Por qué fuiste a Warbury, Robert?

– Estaba preocupado por ella. Michael me contó que estaba enamorada, pero no quiso decirme de quién y pensé que tenía una aventura con un hombre casado.

– ¿Daisy? -rió su madre-. ¿Quieres decir que fuiste a Warbury para arrancarla de las garras de un canalla? Oh, Robert, qué encanto.

– En realidad, ese ataque de caballerosidad no era más que un ataque de celos. Estaba tan furioso porque otro hombre se hubiera llevado algo que yo… que para mí es como un tesoro… algo que siempre pensé que era mío.