Выбрать главу

– Daisy.

– Sí, maldita sea, Daisy. Michael me ha tendido una trampa, ahora me doy cuenta -murmuró Robert, pasándose la mano por el pelo-. Pero le ha salido bien. Llevo días sin poder pensar en otra cosa.

– ¿Aunque ella haya vuelto a ponerse los vaqueros y el jersey de angora?

– Por favor, mamá, deja de hablar de ese jersey.

– ¿Qué les pasa a los hombres con la angora? No, no me contestes -rió su madre, tomando la bandeja del té. Robert se la quitó de las manos y la acompañó a la cocina-. Siempre había creído que, cuando fuerais mayores, la naturaleza seguiría su curso. Pero Daisy nunca aceptaría ser una de tus aventuras…

– ¡Por favor, mamá!

– Lo que has tenido hasta ahora solo han sido aventuras, Robert -afirmó su madre-. Y Daisy no es ese tipo de chica. Ella quiere una relación de verdad, un compromiso auténtico. Si la quieres, vas a tener que convencerla de que estás dispuesto a eso.

– Como Elinor James.

– ¿Qué?

– Nada. Una cosa que me dijo Michael -murmuró él. Elinor James le gustaba en el colegio, pero Robert nunca le había pedido que saliera con él y sus amigos hacían apuestas para ver cuánto tiempo aguantaba. ¿Estarían sus amigos haciendo apuestas en aquel momento? ¿Estarían esperando para ver cuánto tardaba en darse cuenta de que Daisy y él…?

Robert se pasó la mano por el pelo y vio que su madre estaba mirándolo, esperando… Su madre lo sabía. Michael y Monty lo sabían. Incluso Sarah lo sabía. De repente, todo estaba tan claro que Robert se preguntó si él era la única persona en el mundo que no había sido capaz de verlo.

O quizá había deseado no verlo. Quizá había enterrado a propósito el recuerdo de una cría que le había robado el corazón desde el primer momento.

– Tienes razón sobre Daisy. Pero te equivocas en una cosa. Yo sabía que era demasiado joven. Llevo años distrayéndome, esperando que ella creciera. Y cuando lo ha hecho, yo…

– ¿Estabas demasiado distraído? -bromeó su madre.

– ¿Cómo voy a convencerla de que confíe en mí? ¿Cómo voy a hacer que me tome en serio?

Jennifer le dio un golpecito en el brazo.

– Quizá un paseo te aclare las ideas. Llévate a Daisy a la orilla del río y quizá puedas volver a encontrar la magia de aquel beso de Navidad.

– ¡Has traído el vestido! -exclamó Margaret Galbraith-. Daisy, es precioso. Pruébatelo.

– No me quedará bien con estos zapatos, mamá.

– No importa… oh, qué bonito -murmuró su madre, sacando de la caja un sujetador de encaje con aros.

– Es que necesitaba un poco de ayuda en esa zona -explicó Daisy.

– Baja con el vestido puesto para que te vea papá -dijo su madre, saliendo de la habitación. Mientras se ponía el vestido, Daisy se sentía como si fuera una niña de seis años, probándose un traje nuevo para enseñárselo a su papá. Cuanto más cambiaban las cosas, más seguían siendo lo mismo, pensaba-. ¿Daisy?

– Ya voy. ¿Has encerrado a Flossie en la cocina? -preguntó ella desde arriba. Su madre le aseguró que sí y, suspirando, Daisy empezó a bajar la escalera. Cuando llegó al salón, sus padres se quedaron en silencio-. ¿Y bien?

– Estás preciosa, Daisy. ¿Verdad, Margaret? -sonrió su padre.

– Pues… yo creí que el amarillo no te quedaría bien, pero… el corpiño de terciopelo te marca una cintura muy bonita y la falda blanca de seda es preciosa. A ver… date la vuelta.

Daisy obedeció y se encontró de frente con Robert.

Él no sonreía, no decía nada, solo la miraba como ella siempre había deseado que la mirase. Intensa, profundamente, como si estuviera mirando dentro de su alma.

– Patito, ya casi eres un cisne -murmuró. Entonces se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba mirando-. La puerta trasera estaba abierta y he dejado a Major en el jardín -explicó. Después, se llevó la mano a la frente-. ¿No me digas que trae mala suerte que el padrino vea a la dama de honor antes de la boda?

Su padre soltó una carcajada, pero a Margaret Galbraith no parecía hacerle ninguna gracia.

– Será mejor que suba a cambiarme -dijo Daisy.

– ¿Ves como el amarillo no te sienta mal? Le va muy bien a tu pelo -sonrió Robert, acariciando uno de sus rizos. En sus ojos había un brillo lleno de secretos y el corazón de Daisy latía desbocado.

– Un cisne, qué gracioso -murmuró su madre, tomándola del brazo para acompañarla a la habitación, como si tuviera miedo de que Robert Furneval se ofreciera a desabrocharle el vestido a su hija-. ¿No estará intentando tontear contigo?

– ¡Mamá! -exclamó Daisy, poniéndose, colorada.

– No dejes que te convenza -insistió su madre, ayudándola a quitarse el vestido-. Es igual que su padre.

– No sabía que conocieras al padre de Robert.

– Y no lo conozco, pero he visto fotografías suyas -dijo su madre, colgando el vestido de una percha-. Divorciados hace más de veinte años y la pobre Jennifer sigue teniendo una fotografía suya al lado de la cama. Nunca la he visto con otro hombre. Por supuesto, la combinación de atractivo físico, dinero y encanto es letal. Debería haber una ley que lo prohibiera -añadió, guardando el vestido en el armario-. Robert es igual que su padre. De tal palo, tal astilla.

– Mamá… -empezó a protestar Daisy. Iba a decirle que no había pasado nada en Warbury, pero lo pensó mejor-. Tengo veinticuatro años y conozco a Robert desde siempre. Confío en él. Nunca me haría daño.

Su madre pareció sorprendida.

– Lo sé. Perdona, hija, te estoy dando una charla como si tuvieras quince años -suspiró Margaret Galbraith-. Pero es que para mí, siempre serás una niña. Igual que Michael y Sarah -añadió, pensativa-. Pero una vez que se vacía el nido, ¿qué se puede hacer?

– Vivir tu vida, mamá. Disfrutar -sonrió Daisy, abrazando a su madre-. La semana que viene, después de la boda, podríais iros a París. ¿Por qué no compras los billetes y le das una sorpresa a papá? No hace falta estar recién casado para tener una luna de miel.

Flossie ladraba en la cocina, pidiendo que lo sacaran de su encierro y cuando Daisy abrió la puerta, salió como una exhalación para buscar a su amigo Major.

Robert silbaba mientras se dirigían hacia el río. Parecía perdido en sus pensamientos y caminaron en silencio durante largo rato.

– ¡Flossie! -gritó Daisy, cuando vio a su perro correr hacia el río.

– No te preocupes, no se va a tirar al agua -dijo Robert, tocando la rama de un viejo árbol bajo el que solían sentarse de pequeños.

– Aún no ha florecido -murmuró ella-. Y lo van a talar. Está demasiado viejo.

– No estoy buscando flores. Estoy buscando muérdago.

– ¿En abril?

– Hay muérdago todo el año. Lo que pasa es que solo lo buscamos en Navidad -dijo él. Daisy no podía ver sus ojos, pero podía leer sus pensamientos tan claramente como si fueran los suyos.

– Creo que es mejor que volvamos a casa -dijo, volviéndose. Pero Robert la tomó del brazo y la obligó a mirarlo-. ¿Recuerdas una Navidad, cuando tenías dieciséis años, Daisy? ¿Cuando te besé bajo la rama de muérdago?

Daisy tragó saliva.

– Sí -contestó. Claro que la recordaba. Su primer beso. ¿Cómo iba a olvidarlo?

– La corté de este árbol -dijo él, mirando la rama-. ¿Recuerdas lo que te dije? -preguntó. Daisy se sentía indignada. ¿Cómo podía pensar que lo había olvidado?-. ¿Lo recuerdas?

– Lo he olvidado -contestó ella por fin. Robert acariciaba su hombro con delicadeza, como si quisiera consolarla por algo que había ocurrido mucho tiempo atrás.

– Dije… «te esperaré».

Daisy sentía el aliento del hombre cerca de su boca.

– Y yo te dije que no quería esperar -murmuró.

– Sí -asintió Robert. Estaban bajo la sombra del árbol y los últimos rayos del sol se filtraban entre las ramas-. Yo tampoco quería esperar, pero tú eras demasiado joven… Daisy, aquella noche ocurrió algo precioso. Yo no sabía lo que era entonces, pero sé que fue algo mágico.