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En ropa interior, con su imagen repetida desde una aterradora cantidad de espejos, Daisy casi agradeció el terciopelo amarillo que le pusieron encima.

La modista empezó a sujetar el vestido con un montón de alfileres para ajustar la pieza a las menos que generosas curvas de Daisy y, una vez satisfecha, sacudió la cabeza.

– Ya está. ¿Puede volver el lunes?

– No podría sobornarla para que se le cayese, algo sobre el vestido, ¿verdad? ¿Una taza de café, un tintero?

– ¿Por qué? ¿Es que no le gusta? -preguntó la mujer, sorprendida.

– ¿Con mi complexión? Yo nunca elegiría el color amarillo.

– Bueno, siempre hay una primera vez para todo.

– Sí. Y una última.

– Es diferente, eso es todo. Con un buen maquillaje, será una dama de honor muy guapa.

Que estuviera guapa era la fantasía de su madre, pero Daisy sabía que ni siquiera debía intentarlo. Nunca podría competir con las otras damas de honor.

– ¡Daisy! -exclamó Ginny, entrando por la puerta con su cohorte de damas de honor. Todas morenas y guapísimas. Robert lo iba a pasar en grande-. ¡Has llegado pronto!

– No, querida, tú llegas tarde.

– ¿Sí? Ah, es verdad. Hemos ido a hacernos una limpieza de cutis -rió su futura cuñada-. Deberías haber venido con nosotras.

Aquel comentario podía entenderse de muchas formas, pero Daisy estaba segura de que Ginny no lo había hecho con mala intención.

Aunque su figura dejara algo que desear, sabía que tenía una piel estupenda. Lo único malo era que una limpieza de cutis no podía arreglar una nariz y una boca demasiado grandes.

Daisy llegó a la galería sin aliento y sintiéndose un poco deprimida.

– Ah, ya estás aquí.

Sí, estaba allí. Y probablemente seguiría allí durante toda su vida: la mejor amiga de Robert, la chica que no tenía novio. Daisy intentó controlar su repentina tristeza. Autocompadecerse no iba a servir de nada.

– Lo siento, George, ya te dije que llegaría un poco tarde.

– ¿Ah, sí? -preguntó George Latimer. Era un hombre de setenta años y, aunque nadie podía competir con sus conocimientos sobre el arte y los objetos orientales, su memoria estaba empezando a fallar.

– He tenido que probarme el vestido de dama de honor -le recordó ella.

– Ah, sí. Y has comido con Robert Furneval -añadió el hombre, pensativo. Daisy le había dicho que iba a comer con un amigo, pero no le había dicho que fuera Robert y lo miró, sorprendida-. Tu ropa te delata, querida.

– ¿No me digas?

– Te has puesto el traje que peor te queda. Dime una cosa, ¿tienes miedo de que él te seduzca en medio de un restaurante si te pones algo remotamente femenino? Solo pregunto porque creo que la mayoría de las mujeres disfrutarían de esa experiencia.

Su expresión de aparente sorpresa no engañaba a George en absoluto. Su memoria podía no ser lo que era, pero no le pasaba nada en la vista. Y fijarse en los detalles era su especialidad.

– No sabía que conocías a Robert.

– Conozco a su madre. Una mujer encantadora y experta en arte oriental, como imagino que sabrás. Fue ella quien sugirió tu nombre cuando se enteró de que buscaba una ayudante para la galería.

– ¿Jennifer? No tenía ni idea.

Jennifer Furneval era una mujer muy amable y siempre se había compadecido de la flaca adolescente que hacía lo imposible para que su hijo se fijara en ella. Aunque nunca le había dicho que conocía la razón por la que Daisy mostraba tan ferviente interés por su colección de arte oriental. Al contrario, le había prestado libros que eran una excusa perfecta para ir a su casa y le había aconsejado que estudiase Bellas Artes.

Pero entonces Daisy había dejado de ir a su casa tan a menudo. Dejó de hacerlo el día que pilló a Robert besando a Lorraine Summers.

Daisy tenía dieciséis años y era una adolescente larguirucha con curvas inexistentes y una mata de rizos rubios como una fregona.

Sus amigas empezaban a convertirse en jóvenes cisnes mientras ella se quedaba en la fase de patito feo. Pero a Daisy no le había importado demasiado, porque mientras los jóvenes cisnes solo conseguían de Robert una sonrisa amable, ella se iba de pesca con él.

Los días de pesca y los paseos a la orilla del río estaban entre los mejores recuerdos de su vida. Eso y el beso que Robert le había dado el día de Navidad, bajo la rama de muérdago. La alegría le había durado hasta junio, cuando lo había visto besando a Lorraine Summers y se había dado cuenta de que lo de besar a las chicas era un hábito para Robert Furneval.

Lorraine era definitivamente un cisne. Guapa, elegante, con el pelo liso y la gracia de una chica educada en un internado suizo. Imposible competir. Robert había vuelto de Oxford con un título en el bolsillo y Daisy había corrido a su casa para saludarlo. Pero Lorraine, con sus vaqueros de diseño y sus labios pintados, había llegado primero.

Daisy había decidido entonces no volver a verlo jamás, pero el domingo siguiente él había aparecido en su casa con las cañas de pescar y había sido incapaz de negarse.

– Me parece que su madre está preocupada por él -dijo George Latimer, después de pensar un momento.

Daisy volvió del río de su adolescencia hasta la galería Latimer.

– ¿Por qué iba a preocuparse? Robert es un hombre de éxito.

– Supongo que sí. Económicamente. Pero, como a cualquier madre, le gustaría que se casara y formara una familia.

– Pues va a tener que esperar. Robert tiene un ático en Londres, un Aston Martin en el garaje y cualquier chica a la que guiñe un ojo para calentarle la cama. Y no piensa abandonar todo eso por una alianza de matrimonio -dijo ella.

– ¿Por eso te vistes así cada vez que quedas con él?

Daisy sabía que George Latimer era un hombre muy observador.

– Somos amigos, George. Buenos amigos. Y eso es lo que quiero que sigamos siendo. No quiero que me confunda con las otras chicas.

– Ya veo.

– ¿Quieres un té? -preguntó Daisy para cambiar de tema-. Después podríamos estudiar el catálogo de la subasta de Warbury. Supongo que es para eso para lo que me estabas esperando.

George miró el catálogo como si lo hubiera olvidado.

– Ah, claro. Hay una estupenda colección de cerámica oriental y me gustaría que fueras a echar un vistazo -dijo el hombre-. Ya sabes lo que busco. Pero, como representas a la galería, te agradecería que ese día evitases a Robert Furneval -añadió, mirándola por encima de sus gafas-. Ponte el traje rojo, el de la falda corta. Es el que más me gusta.

– No sabía que estuvieras interesado en mi ropa, George.

– Soy un hombre y me gustan las cosas bonitas. ¿Tienes zapatos de tacón de aguja? -preguntó. Daisy casi tuvo que recuperar su mandíbula de la alfombra persa-. Son muy buenos para distraer a la competencia.

– Ese es el comentario más sexista que he oído en mi vida, George -dijo ella, boquiabierta-. Pero la verdad es que he visto un par de zapatos de Chanel que me encantaría comprar. ¿Puedo cargarlos a la galería?

– Solo si me prometes ponértelos la próxima vez que vayas a comer con Robert Furneval -sonrió el hombre.

– Vaya. Entonces tendré que ir a la subasta en zapatillas de deporte. Qué pena.

Capítulo 2

SÁBADO, 25 de marzo. He comprado los zapatos. Carísimos. Me siento tentada de ponérmelos para la fiesta de Monty esta noche, pero no puedo hacerlo porque viene Robert. Me pregunto si alguien se da cuenta de que me visto de forma diferente cuando estoy con él. Mi hermano, probablemente. Pero estoy segura de que Michael sabe la razón. Probablemente seguiré siendo el paño de lágrimas de Robert entre novia y novia cuando estemos jubilados. Y seguiré volviendo a casa sola.

Daisy estaba frente al armario, decidiendo lo que se pondría para ir a la fiesta.

No podía competir con las sofisticadas chicas de Robert, pero su falta de curvas no parecía desanimar del todo al sexo opuesto. La mayoría de los galanes que Robert solía encontrar para escoltarla a casa habían intentado coquetear con ella. Algunos incluso habían ido más lejos y la habían llamado por teléfono, insistiendo hasta que Daisy había tenido que ponerse firme…