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– Al contrario. Lo que me irrita es que tú pienses eso.

– Bueno, en ese caso te pido disculpas. ¿Me perdonas?

– Por esta vez.

– Lo siento, de verdad. Siempre pienso que… bueno, que sé lo que te conviene.

– Porque yo te lo permito, Robert -dijo ella. La habitación quedó en silencio unos segundos-. ¿Qué quieres desayunar? -preguntó Daisy para romper la tensión.

Robert permaneció callado unos segundos y después se volvió para abrir la nevera.

– No tienes beicon.

– No.

– ¿Y qué piensas ofrecerme?

– Huevos revueltos, por ejemplo -dijo ella, tomando unos huevos de la nevera.

– Daisy…

– Saca unos platos del armario, por favor.

– Daisy, ¿puedo preguntarte una cosa? -dijo Robert, mientras sacaba los platos.

– ¿Quieres poner pan en el tostador? -lo interrumpió ella. Sabía que Robert iba a hacerle preguntas que no quería contestar. No estaba preparada para hablar sobre sí misma-. Está en la panera.

– Ya -murmuró Robert.

Robert se había ofrecido a lavar los platos mientras Daisy se duchaba. Después de hacerse una trenza a toda prisa, se puso unos vaqueros y un jersey ancho y guardó en una bolsa unas botas para pasear por el campo después del ensayo en la iglesia.

– ¿Preparado?

Robert estaba leyendo el periódico.

– Llevo preparado media hora -contestó él, levantándose.

– Y siguen siendo solo las ocho y media -sonrió Daisy-. Será mejor que te busques otra novia o los domingos van a ser días muy largos.

– No sé si sabrás que tengo otros intereses -replicó él, aparentemente molesto. Pero la sonrisa de Daisy le decía que a ella no podía engañarla-. Es verdad. Me gusta pescar, por ejemplo.

– ¿Y cuándo fue la última vez que fuiste a pescar?

– No lo sé -contestó él, mientras bajaban las escaleras-. ¿Hace un mes? Tú estabas conmigo.

– Fue antes de Navidad. Pero conociste a Janine y se acabó la pesca.

– Ah.

– ¿Quieres que te hable de las damas de honor?

– ¿Qué? -preguntó él, confuso.

– Las primas de Ginny -le recordó ella, mientras se sentaba en el lujoso asiento de cuero del Aston Martin-. Están locas por tus huesos.

– ¿De verdad? -sonrió él.

Pero Daisy no se dejaba engañar por su aparente tono de inocencia.

– Sí. Pero, al final, han decidido que no merece la pena romper su amistad por ti.

– Oh.

– Habían pensado echarte a suertes, pero se han dado cuenta de que ninguna jugaría limpio.

– Te lo estás inventando -dijo él.

– Creo que Diana hubiera sido la más… imaginativa -siguió Daisy.

– Te lo estás pasando bien a mi costa…

– Y Maud…

– ¿Maud? Qué nombre tan romántico -sonrió él.

– Un nombre romántico para una chica romántica. La clase de chica que sueña con el matrimonio -dijo ella-. Creo que ya te ha preparado una emboscada en el claustro gótico de la iglesia.

– Me encantan los claustros góticos -siguió él la broma-. Y el sitio es muy, muy apropiado para una chica que se llama Maud. ¿Y la dama de honor número tres?

– Si consigues evitar a la número uno y la número dos, creo poder asegurar que Fiona te hará pasar un buen rato.

– Gracias por el consejo. Te invitaré a comer el domingo después de la boda para contarte qué tal me ha ido, ¿de acuerdo?

Sin previo aviso, la broma se volvió amarga. Daisy estaba inventándose historias para tomarle el pelo, pero la realidad era muy parecida a lo que él acababa de decir. Podía soportar a las chicas de Robert en teoría, a distancia. Pero no quería oír hablar de ellas.

– Podemos comer juntos, pero puedes guardarte el relato para tus amigotes. Soy demasiado joven para escuchar ese tipo de cosas.

– Probablemente -dijo él-. Aunque Gregson no parecía pensar eso.

– Nick Gregson es un adolescente crecidito. ¿Qué sabe él?

Robert paró frente a la casa de los padres de Daisy, muy cerca de la casa donde vivía su madre desde que se divorció de su padre.

– Gracias por el viaje. Nos veremos en la iglesia -sonrió ella.

Robert arrancó el coche de nuevo y condujo, pensativo.

¿Cuántos años tenía Daisy? La conocía desde que era una niña. Después, había sido una adolescente flaca y larguirucha y, aunque se había quitado el aparato de los dientes, seguía pareciendo una cría.

Pero la noche anterior…

– ¡Robert! -lo saludó su madre frente a la verja. Había estado paseando al viejo Major y el animal se acercaba Robert moviendo la cola de lado a lado, contento de verlo.

– Hola, Major -murmuró Robert acariciando sus orejas.

– No te esperaba tan temprano -dijo Jennifer Furneval, besando a su hijo.

– He traído a Daisy.

– ¿Ah, sí? -sonrió su madre-. Hace mucho que no la veo. ¿Cómo está?

– Un poco irritada con lo de la boda. ¿Sabes que ha tenido que ocupar el sitio de una de las damas de honor en el último momento?

– Su madre me lo dijo. Margaret está encantada, por supuesto.

– Pues Margaret podía pensar un poco más en los sentimientos de Daisy. Ella está que se sube por las paredes.

– ¿Por qué? La mayoría de las chicas daría cualquier cosa por ser dama de honor.

– Vamos, mamá. Tú conoces bien a Daisy. A ella no le gusta arreglarse -dijo Robert. Aunque a veces… como la noche anterior, por ejemplo. Se había arreglado mucho para la fiesta de Monty. O para alguien antes de la fiesta. La idea de que salía con alguien seguía molestándolo.

– ¿Os veis mucho en Londres?

– Comemos juntos a veces -respondió él. Pero; ¿qué hacía ella el resto del tiempo? Daisy nunca hablaba demasiado sobre sí misma-. Y anoche estuvimos juntos en la fiesta de Monty Sheringham.

– ¿Eso quiere decir que Janine es historia?

– Sí. Me ha dejado. Ella quería un marido, una familia, ya sabes…

– En otras palabras, todo lo que tú no puedes ofrecer.

– El hombre que conoce sus limitaciones es feliz.

– Es posible -dijo su madre, dándole un golpecito en el brazo-. Aunque a veces creo que es cierto lo de «ojos que no ven, corazón que no siente». A menudo pienso que hubiera sido mejor no enterarme de las aventuras de tu padre. Probablemente ahora seguiría casada con él.

– ¿Viviendo una mentira?

– Todos vivimos una mentira en mayor o menor medida. Tú dejas que las jovencitas que se enamoran de ti piensen que pueden hacerte cambiar de opinión sobre el matrimonio.

– Yo siempre dejo eso muy claro desde el principio.

– Pero ellas no te creen. Y tú sabes que no te creen -su madre se encogió de hombros-. Simplemente aparentan que no están interesadas en el matrimonio mientras intentan convencerte.

– Ese es un comentario muy cínico.

– Pero cierto. ¿Por qué no haces un poco de café mientras le doy de comer a Major?

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -preguntó Robert. Su madre se paró en la puerta-. Nunca has dejado de querer a mi padre, ¿verdad?

– ¿Lo has visto recientemente?

La cara de su madre se había iluminado. Esa era la respuesta.

– Me llamó y estuvimos cenando juntos hace una semana. Me preguntó por ti. Siempre me pregunta por ti.

– Se está haciendo viejo y ya no hay tantas mujeres detrás de él. ¿Cómo está? -preguntó. Robert se encogió de hombros. Su madre le puso una mano en el hombro-. Tú no eres como él, Robert.

– Al contrario. Cada vez que veo a mi padre es como si me mirase en un espejo.

– El aspecto no significa nada. Lo que importa es el interior. Pero tienes razón. Nunca he dejado de quererlo.

– ¿Y por qué no miraste para otro lado? Después de todo, nada habría cambiado.