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– Está casado y no puede dejar a su mujer -murmuró Robert. El tipo de hombre que inventaría cualquier mentira para justificar la imposibilidad de una separación. Un hombre vulnerable y, al mismo tiempo, increíblemente noble: una combinación letal, particularmente cuando la chica era joven e ingenua-. Sabía que había alguien…

– ¿Y qué pasa con el australiano? -preguntó Michael, cambiando de conversación-. Daisy me ha contado que lo espantaste.

Robert no podía creer que el hermano de Daisy se tomara aquello a broma y se negaba a hablar del absurdo australiano.

– ¡No puedo creer que te tomes esto tan a la ligera! Es tu hermana, por Dios bendito. Tienes que hacer algo…

– Daisy no necesita niñera, Robert. Ella sabe bien lo que quiere. Siempre lo ha sabido.

– ¿Cómo puedes decir eso? Es una niña…

– Robert, mi hermana tiene veinticuatro años. Es una mujer adulta.

– ¿Veinticuatro? Pero si era una cría…

– Cuando tú tenías siete -lo interrumpió Michael-. El mes que viene tú y yo cumpliremos treinta, por si no te acuerdas.

– ¿Veinticuatro? Siempre pienso en ella como tu hermana pequeña -murmuró. O lo había hecho hasta el sábado por la noche. ¿Veinticuatro años? ¿Cómo había pasado el tiempo tan rápido?-. Pero sigue siendo tu hermana. ¿Has hablado con ella del asunto?

– No. A Daisy no le gusta hablar de eso. Y se sentiría traicionada si supiera que te lo he contado.

– ¿Por qué?

– Confía en mí, Robert. Sé de qué estoy hablando. No le dirás nada, ¿verdad? Es tu obligación como padrino llevarme al altar de una pieza -dijo Michael.

– No diré una palabra. Pero pienso hacer algo.

– Ah. ¿Y en qué estás pensando?

– Voy a enterarme de quién es ese hombre y a decirle que desaparezca de la vida de Daisy. ¿Alguna objeción?

– Ninguna, Sir Galahad. De hecho, estaré muy interesado en conocer tus progresos.

– No tiene gracia, Michael -protestó Robert. Daisy era su amiga, la única persona que siempre estaba cuando la necesitaba, que siempre le decía lo que pensaba, fuera bueno o malo.

Él siempre se sentía feliz en su compañía y no pensaba dejar que un cerdo egoísta le rompiera el corazón.

Capítulo 4

DOMINGO, 26 de marzo. Nunca he visto a Michael tan feliz. Cualquiera diría que es el primer hombre del mundo que se enamora. Si en el ensayo pone esa cara de tonto, no sé qué va a pasar el día de la boda. Ginny tiene mucha suerte.

Robert, por otro lado, actúa de forma extraña. Y no me quita los ojos de encima. Es todo muy raro.

– ¿A qué hora quieres que nos vayamos? -preguntó Daisy.

Michael y Ginny se habían marchado después de comer y Sarah y su familia habían seguido su ejemplo. Pero Robert no parecía tener prisa por volver a Londres.

– No hay ninguna prisa. ¿O sí? -preguntó, estirándose perezosamente.

– No. Solo quería saber si me daba tiempo a dar un paseo con Flossie -dijo Daisy. El cocker de su madre levantó la cabeza al escuchar su nombre.

– Espera. Voy contigo.

– No tienes que… -empezó a decir, disimulando la alegría que le producía. Siempre tenía que disimular, siempre tenía que aparentar indiferencia y se estaba cansando de aquel juego.

– Tengo que pasear para bajar la comida de tu madre -explicó él. Daisy levantó una ceja. Alto y sin una gota de grasa, la idea de que Robert tuviera que pasear para mantener la línea era simplemente ridícula-. No pensarás que me mantengo así comiendo todos los días pastel de manzana, ¿verdad?

– Bueno, si pasear conmigo es una penitencia por tu glotonería, de acuerdo. Puedes pedirle unas botas a mi padre -dijo ella, aparentando desinterés. Pero cada día era más difícil. Quizá era la boda, la felicidad de Michael y Ginny, saber que ella nunca tendría aquello porque casarse con otro que no fuera Robert era impensable.

Magaret Galbraith asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Alguien quiere té…? Ah, ¿os marcháis?

– No, mamá. Vamos a dar un paseo con Flossie. Descansa un poco. Robert y yo haremos el té cuando volvamos.

– No iréis muy lejos, ¿verdad? -preguntó su madre, sentándose cómodamente en el sofá-. Parece que va a llover.

– Yo cuidaré de tu hija, Margaret -dijo Robert, poniéndole una mano sobre el hombro-. Vamos, Flossie -animó al cocker, que no necesitaba que lo animaran porque ya estaba en la puerta. Caminaron por la orilla del río en silencio, con el animal correteando alegremente delante de ellos-. ¿Sigues enfadada conmigo por lo de Gregson?

– No seas bobo.

– ¿Yo soy bobo? Tú me has estado evitando durante todo el día.

– Tenía otras cosas que hacer. Y, por si quieres saberlo, solo tonteaba con Nick para que fuera mi pareja en la boda. Lamentablemente, tiene que volver a Australia dentro de dos días.

– Qué pena -dijo él, parándose en medio del camino. Daisy se volvió, segura de que estaba riéndose, pero la expresión del hombre se había nublado tanto como el cielo-. ¿Yo no te valgo como pareja?

El corazón de Daisy dio un vuelco.

– No, Robert. No me vales. Mi madre nunca te tomaría en serio.

– ¡Tu madre! -sonrió él entonces.

– Mi madre, sí. No podría convencerla de que tú eres un posible marido.

Él no contestó y siguieron caminando durante un rato en silencio.

– Estaba pensando que podríamos quedarnos a dormir y volver por la mañana a Londres -dijo Robert después de unos minutos-. Esta noche podríamos ir al pub.

La oportunidad era muy tentadora, pero Daisy no quería sucumbir a la tentación.

– Lo siento, pero tengo que estar en Londres esta noche.

– Ah. Bueno, solo era una idea. ¿Tienes algún plan?

Daisy lo miró. Normalmente Robert no se interesaba por sus idas y venidas. Pero él estaba mirando hacia adelante y no podía leer sus ojos.

– No, es que mañana tengo que levantarme muy temprano.

– Nunca hubiera dicho que George Latimer era un negrero, pero primero te pide que trabajes el sábado por la noche y ahora quiere que llegues a la galería al amanecer. Quizá deberías hablar con él sobre los derechos de los trabajadores.

– No es George -explicó ella-. Tengo que ir a la peluquería a primera hora. Y después tengo que volver a probarme el vestido.

– Ya veo -sonrió Robert-. ¿Te vas a cortar las plumas?

– No tengo ni idea. El peluquero tendrá que estrujarse los sesos para hacer algo con mi pelo. Pobre hombre, nadie debería pasar por esa tortura un lunes por la mañana.

– Llevabas el pelo muy bonito el sábado. Deberías dejártelo suelto más a menudo.

A Daisy se le paró el corazón durante una décima de segundo y aprovechó que Flossie estaba persiguiendo a un pato para salir corriendo.

Cuando consiguió que el perro dejase en paz al pobre ánade, el pelo se le había salido de la trenza y se había llenado de barro hasta las pestañas. Pero al menos evitó que Robert se diera cuenta de que se había puesto colorada.

Siempre hacía eso, pensaba Robert. Bromear sobre su apariencia para que nadie pudiera hacerlo por ella. Una costumbre que había adquirido sin duda por las incesantes comparaciones que su madre hacía entre Daisy y su hermana. Era normal que se sintiera un poco acomplejada.

– No te importa volver esta tarde, ¿verdad?

– No, claro que no -contestó él. ¿Realmente tendría que levantarse temprano o tendría una cita con su amante secreto?, se preguntaba-. Es que, de repente, echo de menos todo esto. ¿Te acuerdas cuando Michael metió un palo en un nido de avispas y se enredaron en tu pelo?

– Ah, sí, claro, fue muy «divertido». Especialmente cuando me tirasteis al río para que no me picaran.

– Pero yo te saqué.