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Se preguntó qué estaba haciendo allí: qué estaba haciendo con la abortada investigación, y qué estaba haciendo con el tranquilo y casi abandonado mundo del 2000 y algo. No podía hacer ya otra cosa más que ir a decírselo a Katrina, a Seabrooke, y quizá escuchar mientras ellos transmitan la noticia a Washington. El siguiente movimiento correspondía a los políticos y a los burócratas; era mejor dejar que ellos cambiaran el futuro si podían, si tenían el poder.

Su papel había terminado. Podía grabar un informe y ponerle una etiqueta: Eschatos.

El montón de arcilla amarillenta llamó su atención, y siguió el desagüe por entre las hierbas hasta la cisterna, deseando fotografiarla. Aún se maravillaba ante el descubrimiento de un artefacto nabateo proyectado para el ligio XXI, y sospechaba que el responsable era Arthur Saltus: lo había copiado del libro que él le había dejado, de las páginas de Pax Abrahamitica. Con suerte, podría recoger y albergar agua durante otro siglo o más, y si pudiera medir su capacidad estaba seguro de que descubriría que su volumen debía de ser aproximadamente de diez cor. Saltus había hecho un buen trabajo para un aficionado.

Chaney se volvió hacia la tumba.

No la fotografiaría, porque la foto suscitaría preguntas que no se atrevería a responder. Seabrooke desearía saber si había alguna inscripción en los brazos, y por qué no había fotografiado esa inscripción. Y Katrina permanecería sentada, con su lápiz preparado para tomar nota de su informe verbal.

A ditat Deus K

¿Quién estaba allí, Arthur o Katrina?

¿Cómo podía decirle a Katrina que había encontrado su tumba? ¿O la tumba de su esposo? Aunque… ¿por qué no podía ser ése el lugar final de reposo del mayor Moresby?

Un pájaro llamó de nuevo desde algún lejano lugar, haciéndole alzar la vista hacia los distantes árboles y el cielo más allá.

Los árboles tenían hojas nuevas, anunciando el verano; la hierba era tierna e intensamente verde, no reseca aún por las sequías del pleno verano: un mundo de frescor. Diáfanas nubes se arracimaban en torno al sol en su ocaso, creando un espejismo de resplandor doradorrojizo como una aureola. Hacia el este, el cielo era maravillosamente azul y límpido, un cielo recién barrido, desinfectado y esterilizado. Por la noche las estrellas debían de parecer enormes diamantes tallados.

¿Arthur o Katrina?

Brian Chaney se arrodilló para tocar la corta hierba de encima de la tumba, y mentalmente se preparó para regresar a casa. Su depresión era profunda.

Una voz dijo:

—Por favor…, ¿el señor Chaney?

La impresión lo inmovilizó. Tuvo miedo de que, si se volvía demasiado rápido o se ponía en pie, un dedo nervioso apretara un gatillo y lo enviara a unirse con Moresby bajo el suelo de la estación. Se mantuvo rígidamente inmóvil, consciente de pronto de que su propio rifle estaba en la carreta. Descuido; negligencia; estupidez. Una mano permaneció apoyada sobre la tumba; su mirada siguió fija en la cruz.

—¿Señor Chaney?

Tras un tiempo infinito —una angustiosa eternidad—, giró únicamente la cabeza para mirar hacia el sendero tras él.

Dos extraños: dos casi extraños, dos personas que reflejaban su propia inseguridad y aprensión.

El más cercano de los dos llevaba un grueso abrigo y un par de botas tomadas del almacén; iba con la cabeza y las manos descubiertas, y la única arma que esgrimía era un par de prismáticos también tomados del almacén. Era alto, delgado, larguirucho, sólo unos pocos centímetros más bajo que Chaney, pero no tenía el pelo color arena ni el cuerpo musculoso de su padre; le faltaban la piel bronceada y el empaste de plata en su diente, carecía del modo de mirar que sugería el de un marino mirando directamente al sol. Le faltaba la arrogante juventud. Si el hombre hubiera poseído esas características en vez de carecer de ellas, Chaney habría dicho que estaba mirando a Arthur Saltus.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Usted es el único al que aún esperábamos, señor.

—¿Y tenía usted mi descripción?

Suavemente:

—Sí, señor.

Chaney giró sobre sus rodillas para hacer frente a los extraños. Se dio cuenta de que tenían tanto miedo de él como él lo tenía de ellos. ¿Cuándo habían visto por última vez a un hombre allí?

—¿Su nombre es Saltus?

Un signo de afirmación.

—Arthur Saltus.

Chaney desvió la mirada hacia la mujer que permanecía un poco detrás de su compañero. Lo estaba mirando con una curiosa mezcla de fascinación y temor, como preparada para emprender una instantánea huida. ¿Cuándo había visto por última vez a un hombre allí?

Chaney preguntó:

—¿Kathryn?

Ella no respondió, pero el hombre dijo:

—Mi hermana.

La hija era igual que la madre en casi todo, faltándole únicamente el bronceado veraniego y los pantalones cortos en delta. Iba envuelta en un gran abrigo que la protegía del frío, y llevaba unas botas que eran demasiado grandes para sus pies. Un par de prismáticos colgaban en torno a su cuello; él se había sentido observado de cerca. Llevaba la cabeza descubierta, revelando la misma gran avalancha de fino pelo marrón de Katrina; sus ojos tenían la misma expresión suave y cálida, aunque ahora estaban asustados. Era una mujer menuda, no más de cuarenta y cinco kilos una vez liberada de las enormes botas y del abrigo, y tenía toda la apariencia de ser despierta e inteligente. También parecía mayor que Katrina.

Chaney miró del uno a la otra: los dos, hermano y hermana, estaban a años de distancia de la gente a la que había abandonado en el pasado, a años de distancia de sus padres.

Dijo finalmente:

—¿Saben en qué fecha estamos?

—No, señor.

Una vacilación; luego:

—Creo que me estaban esperando.

Arthur Saltus asintió, y hubo un gesto que podía ser el esbozo de una confirmación por parte de la mujer.

—Mi padre dijo que vendría usted… algún día. Estaba seguro de que vendría; usted era el último de los tres.

Sorpresa:

—¿No hubo nadie más, después de nosotros?

—No.

Chaney tocó la tumba una última vez, y sus ojos siguieron el movimiento de su mano. Había otra pregunta que hacer antes de arriesgarse a ponerse en pie.

—¿Quién está enterrado aquí?

Arthur Saltus dijo:

—Mi padre.

Chaney deseó gritar: ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué?, pero algo retuvo su lengua, embarazo, dolor y abatimiento; lamentó amargamente el día en que había aceptado la oferta de Katrina y había dado el primer paso que lo había conducido hasta aquella infeliz posición. Se puso en pie, evitando los movimientos bruscos que pudieran ser mal interpretados, y agradeció el no haber tomado una foto de la tumba…, agradeció el no tener que decirle a Katrina, o a Saltus, o a Seabrooke, lo que había encontrado allí. No mencionaría la tumba en absoluto.