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De pie, Chaney observó atentamente los alrededores, mirando por encima de las otras dos cabezas hacia el jardín invadido por la maleza, el aparcamiento, la calle que pasaba por el otro lado, y toda la estación visible a sus ojos. No vio a nadie más.

Una pregunta difíciclass="underline"

—¿Están los dos solos aquí?

La mujer se sobresaltó ante su tono y pareció a punto de echar a correr, pero su hermano se mantuvo en su sitio.

—No, señor.

Una pausa; luego:

—¿Dónde está Katrina?

—Lo está esperando en su puesto, señor Chaney.

—¿Sabe ella que estoy aquí?

—Sí, señor.

—¿Sabía que iba a preguntar por ella?

—Sí, señor. Pensó que lo haría.

—Voy a romper una regla —dijo Chaney.

—Ella pensó también que lo haría.

—¿Y no ha puesto ninguna objeción?

—Nos dio instrucciones, señor. Si usted preguntaba, debíamos decirle que ella le había dicho ya el lugar donde lo esperaba.

Chaney asintió, admirado.

—Sí…, lo hizo. Lo hizo dos veces. —Caminó por el sendero que conducía a la cisterna, y ambos se apartaron prudentemente, como si aún no confiaran en él—. ¿Ustedes hicieron esto?

—Mi padre y yo lo hicimos, señor Chaney. Teníamos su libro. Las descripciones eran muy claras.

—Se lo diré a Haakon, si me atrevo.

Arthur Saltus se apartó a un lado cuando alcanzaron el aparcamiento y permitió que Chaney fuera por delante de él. La mujer se había situado a un lado y mantenía ahora una prudente distancia. Seguía mirándolo, una mirada que podría haber sido inconveniente en otras circunstancias; Chaney estaba Seguro de que no había visto a otro hombre durante demasiados años. Estaba igualmente seguro de que nunca había visto a un hombre como él dentro de la verja protectora: ésa era su aprensión.

Ignoró el rifle que había en la carreta.

Brian Chaney metió las dos llaves en las cerraduras gemelas y abrió la pesada puerta. Sus dos linternas permanecían en el escalón superior, y como tintes un soplo de mohoso aire surgió a la evanescente luz del atardecer. Chaney hizo una incómoda pausa en el umbral, preguntándose qué decir, cómo decirles adiós a aquellas dos personas. Sólo un maldito estúpido diría algo intrascendente o vacuo o anodino; sólo un maldito estúpido pronunciaría uno de los clichés sin significado de su generación; pero sólo un maldito estúpido podría simplemente seguir su camino sin decirles nada.

Miró de nuevo al cielo y al halo dorado que rodeaba al sol poniente, y a la nueva hierba y a las nuevas hojas y luego al viejo montón de arcilla amarillenta. Finalmente, su mirada se posó en el hombre y en la mujer que aguardaban a su lado.

—Gracias por confiar en mí —dijo.

Saltus asintió.

—Dijeron que se podía confiar en usted.

Chaney estudió a Arthur Saltus y casi creyó volver a ver el alborotado pelo color arena y el peculiar gesto de sus ojos, los ojos de un hombre acostumbrado a mirar directamente al sol brillante del mar. Miró un largo rato a Kathryn Saltus, pero no pudo ver la blusa transparente ni los pantalones en delta: en ella esas ropas serían obscenas. Esas ropas pertenecían a un mundo desaparecido hacía mucho. Escrutó su rostro por un momento demasiado largo, y estaba a punto de perder el sentido de la realidad cuando la realidad se impuso bruscamente.

Una dura realidad: ella vivía allí, pero él pertenecía a allá atrás. Era una locura mantener sueños acerca de una mujer que vivía un centenar de amos más allá de él. Una dolorosa realidad.

Su conciencia lo atenazó cuando cerró la puerta, porque ya no tenía nada más que decirles. Chaney se volvió y bajó los escalones, dejando tras él el sol tranquilo, el frío mundo del 2000+, los desconocidos supervivientes más allá de la verja que habían huido aterrorizados al verlo y oírlo, y a los semifamiliares sobrevivientes dentro de la verja que eran agudos recuerdos de su propia pérdida. Su conciencia le dolió, pero no volvió atrás.

Era el anochecer de un día desconocido.

Era el día más largo de su vida.

17

La sala de conferencias era sutilmente distinta de aquella en la que había entrado por primera vez, hacía semanas o años o siglos.

Recordó al policía militar que lo había escoltado desde la verja de entrada y luego había abierto la puerta por él; recordó su primera mirada dentro de: la habitación, la recepción poco calurosa, su tardía llegada. Había descubierto a Kathryn van Hise observándolo críticamente, evaluándolo, preguntándose si daría la talla en la tarea que le esperaba; había descubierto al mayor Moresby y a Arthur Saltus jugando a las cartas, aburridos, aguardando impacientemente su llegada; había descubierto la larga mesa de acero situada bajo las luces en medio de la habitación…, todo ello esperándolo.

Había dado su nombre e iniciado una disculpa por su tardanza cuando:» el primer doloroso sonido lo había interrumpido, cortándole la palabra en mitad de una frase y martilleando sus oídos. Los había visto volverse: al unísono para observar el reloj: sesenta y un segundos. Todo aquello tan sólo una o dos semanas —tan sólo uno o dos siglos— antes de que los abultadlos sobres fueran abiertos y un centenar de vuelos de fantasía fueran liberados. El largo viaje desde la playa de Florida lo había conducido dos veces a esa habitación, pero esta vez la linterna iluminaba pobremente el lugar.

Katrina estaba allí.

La anciana mujer estaba sentada en su habitual silla a un lado de: la enorme mesa de acero, sentada apaciblemente en la oscuridad bajo lias apagadas luces del techo. Como siempre, sus entrelazadas manos permanecían descansando sobre la mesa. Chaney depositó la linterna en la mesa entre ellos, y la débil luz incidió en el rostro de la mujer.

Katrina.

Sus ojos eran brillantes y vivos, tan agudos y alertas como los recordaba, pero el tiempo no había sido benévolo con ella. Leyó arrugas de dolor, de desconocidos problemas y pesares; las arrugas de una mujer tenaz que había soportado mucho, había sufrido mucho, pero nunca había permitido que se derrumbara su coraje. La piel estaba tensa sobre sus pómulos, en torno a su boca y en su mentón, y parecía cetrina a la luz de la linterna. Su lustroso pelo era enteramente gris. Habían sido unos años duros, infelices, difíciles.

Pese a todo reconoció aquel destello familiar que provocaba en éclass="underline" era una belleza tanto en su vejez como en su juventud. Se alegró de descubrir que su encanto soportaba el paso del tiempo.

Chaney apartó su propia silla de la mesa y se sentó, sin separar los ojos de ella. La vieja mujer permanecía sentada sin moverse, sin hablar, observándolo atentamente y esperando sus primeras palabras.

Pensó: ella debía de haber permanecido sentada allí durante siglos, mientras el polvo y la oscuridad se acumulaban a su alrededor, aguardando pacientemente a que él llegara, aguardando a que él explorara la estación, cumpliera con su última misión, terminara el sondeo, y luego empezara a abrir puertas para buscar las respuestas a las preguntas que se le habían planteado sobre el terreno. Chaney no se habría sorprendido demasiado si la hubiera descubierto aguardándolo en la antigua Jericó, de haber ido diez mil años hacia el pasado. Habría estado allí, aguardándolo plácidamente en algún templo o choza, aguardándolo en algún lugar donde él la habría encontrado cuando empezara a abrir puertas.

La polvorienta sala de conferencias estaba tan fría como lo había estado el subterráneo, tan fría como el aire de fuera, y ella iba arropada con las ropas de abrigo tomadas del almacén. Sus manos estaban enfundadas en unos guantes pensados para un hombre, y si hubiera podido mirar, habría comprobado que sus botas eran también demasiado grandes. Parecía acurrucada, como empequeñecida, en su asiento, y terriblemente cansada.