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Él dijo asombrado:

—Israel, Egipto, Australia, Gran Bretaña, Rusia, China…, todos ellos: el mundo.

—Todos ellos —repitió la mujer con un embotado cansancio—. Y nuestras tropas fueron malgastadas en casi cada uno de esos países, desperdiciadas por un hombre con un ego monumental. Ni un puñado de esas tropas llegó a regresar nunca. Estábamos perdidos.

Chaney dijo:

—Supongo que el comandante salió al final de todo eso, diecisiete meses más tarde.

—Arthur salió del VDT en la fecha prevista, inmediatamente después del final de todo, en el inicio del segundo invierno después de la rebelión. Creemos que la rebelión había terminado, agotada por su propia furia. Creemos que los hombres que lo asaltaron en la garita de la verja de entrada eran combatientes rezagados, supervivientes que habían conseguido pasar el primer invierno. Él dijo que aquellos hombres parecían tan sorprendidos por su aparición como él por la de ellos. —Katrina entrelazó sus dedos sobre la mesa en su gesto tan familiar y lo miró—. Vimos algunas bandas armadas rondando la región aquel segundo invierno. Reparamos la verja, montamos guardias, pero no fuimos molestados de nuevo. Arthur colgó advertencias como las que había visto en el libro que usted le dio. A la primavera siguiente las bandas de hombres se habían reducido a unos pocos merodeadores en busca de caza, y luego ya no vimos a nadie. Hasta su llegada, no hemos vuelto a tener ningún tropiezo.

Él dijo:

—Y así terminan los sangrientos asuntos del día.

18

Katrina lo miró fijamente desde el otro lado de la mesa y se esforzó en romper el penoso silencio que se había establecido entre ellos.

—¿Una familia, ha dicho? ¿Padre, madre e hijo? ¿Un niño sano? ¿Cuántos años tenía?

—No sé; tres, quizá cuatro. El chico se lo estaba pasando bien…, jugando, gritando, recogiendo cosas…, hasta que yo asusté a sus padres. —Chaney seguía sintiéndose amargado con respecto a aquel encuentro—. Todos parecían sanos. Corrían como si estuvieran sanos.

Katrina asintió, satisfecha.

—Eso nos da una esperanza de futuro, ¿no?

—Supongo que sí.

Ella lo reconvino:

—Sabe que sí. Si esa gente era sana, eso quiere decir que tienen comida y viven con un cierto grado de seguridad. Si el hombre no llevaba ningún arma, eso quiere decir que pensaba que no la necesitaba. Si tenían un hijo y estaban juntos, eso quiere decir que la vida familiar ha sido restablecida. Y si ese niño sobrevivió a su nacimiento y se había desarrollado, eso sugiere que una tranquila normalidad ha vuelto al mundo, un cierto grado de cordura. Todo eso me da esperanzas de un futuro.

—Una tranquila normalidad —repitió él—. El sol en ese cielo era tranquilo. Hacía frío ahí fuera.

Los oscuros ojos lo escrutaron.

—¿Ha admitido usted alguna vez que podía estar equivocado, Brian? ¿Ha pensado en sus traducciones hoy? Es usted un hombre obstinado; está muy cerca del burlón mayor Moresby.

Chaney no halló nada que responder: no era fácil reconsiderar el papiro Eschatos en un solo día. Una parte de su mente insistía en que aquella antigua ficción hebrea era tan sólo ficción.

Permanecieron sentados en el denso silencio de la sala de conferencias, mirándose mutuamente a la luz de la linterna y sabiendo que aquello estaba llegando a su final. Chaney se sentía inquieto. Había habido un centenar —un millar— de preguntas que había deseado hacer cuando entró por primera vez en la habitación, cuando la descubrió a ella por primera vez, pero ahora no podía pensar en qué decir. Allí estaba Katrina, la en otro tiempo joven y radiante Katrina de la piscina…, y afuera estaba la familia de Katrina, aguardando a que él se fuera.

Deseó desesperadamente hacer otra pregunta, pero al mismo tiempo temía hacerla: ¿qué le había ocurrido a él tras su regreso, tras haber completado su sondeo? Deseaba saber adonde se había ido, qué había hecho, cómo había sobrevivido a los años peligrosos… Deseaba saber si había sobrevivido a esos años. Chaney estaba profundamente convencido de que no estaba en la estación en 1980, no en el momento de las primeras pruebas sobre el terreno, pero ¿dónde estaba entonces? Ella tenía que saber algo sobre él después que hubo terminado su misión y se fue; debían de haberse mantenido en contacto. Tenía miedo de preguntar. La advertencia de Píndaro inmovilizaba su lengua.

Se alzó bruscamente de su silla.

—Katrina, ¿bajará conmigo ahora?

Ella le lanzó una extraña mirada, una mirada casi estremecedora, pero dijo:

—Sí, señor.

Katrina abandonó su asiento y rodeó la mesa hacia él. La edad había frenado su gracioso modo de andar, y él se sintió agudamente apenado viéndola moverse con dificultad. Chaney tomó la linterna y le ofreció su brazo libre. Sintió un fluir de excitación cuando ella se le acercó y lo tocó.

Descendieron la escalera sin hablar. Chaney retuvo su paso para acomodarlo al de ella y bajaron lentamente, con precaución, un peldaño tras otro. Kathryn van Hise se sujetaba a la barandilla y avanzaba con el paso vacilante de la vejez.

Se detuvieron frente a la puerta abierta de la sala de operaciones. Chaney alzó la linterna para inspeccionar el vehículo: la escotilla estaba abierta, y el casco del aparato cubierto de polvo; el soporte de cemento parecía sucio y viejo.

Preguntó bruscamente:

—¿Qué es lo que informé, Katrina? ¿Hablé de usted? ¿De su familia? ¿Hablé de esa otra familia en la vía férrea? ¿Qué es lo que dije?

—Nada.

Ella no alzó la vista.

—¿Qué?

No informó usted nada.

Él creyó notar que su voz era tensa.

—Pero tuve que decir algo. Gilbert Seabrooke me exigiría algo.

—Brian… —Se detuvo, tragó saliva, luego empezó de nuevo—. No informó usted nada, señor Chaney. No regresó de su expedición. Supimos que lo habíamos perdido cuando el vehículo no regresó a los sesenta y un segundos; supimos que lo habíamos perdido para siempre.

Brian Chaney depositó con mucho cuidado la linterna en el suelo, y luego alzó el rostro de Katrina, obligándola a mirarlo fijamente. Deseaba verle la cara, deseaba ver por qué ella estaba mintiendo. Sus ojos estaban húmedos con lágrimas contenidas, pero no había mentira allí.

Rígidamente:

—¿Por qué no, Katrina?

—Aquí no tenemos energía, señor Chaney. El vehículo es impotente, está inmovilizado.

Chaney giró la cabeza para mirar al VDT, y luego la giró de nuevo rápidamente hacia la mujer. No se daba cuenta de que la estaba sujetando con una fuerza dolorosa.

—Los ingenieros pueden hacerme volver.

—No. No pueden hacer nada por usted: lo perdieron cuando el aparato dejó de señalar su localización, cuando la computadora quedó en silencio, cuando la energía falló aquí y usted rebasó la fecha del fallo. Lo perdieron; perdieron el vehículo. —Se soltó de su dolorosa presa, y su incierta mirada bajó—. No volvió usted al laboratorio, señor Chaney. Nadie volvió a verlo nunca tras el lanzamiento; nadie volvió a verlo de nuevo hasta que apareció usted aquí hoy.

Casi gritando:

—¡Deje de llamarme «señor Chaney»!

—Lo siento…, lo siento terriblemente. Estaba usted tan perdido para nosotros como el mayor Moresby. Pensamos…

Él se volvió de espaldas a la mujer y penetró decididamente en la sala de operaciones. Brian Chaney trepó al tanque de poliagua y pasó una pierna por la abertura del VDT. No se preocupó de desnudarse ni de quitarse las pesadas botas. Se metió trabajosamente por la abertura, cerró de golpe la escotilla sobre su cabeza y buscó la parpadeante luz verde. No hubo ninguna. Chaney se estiró cuan largo era en la litera de mallas y apoyó los pies contra la barra del fondo. Hizo presión. Ninguna luz roja le respondió.