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Conoció el pánico.

Luchó contra él y aguardó a que sus nervios se calmaran, aguardó el regreso de una estólida placidez. El recuerdo de su primera prueba llegó hasta él; entonces había creído que el vehículo era como una tumba angosta, y ahora volvió a pensarlo de nuevo. Tendido en la litera de mallas por primera vez —y aguardando a que sucediera algo espectacular—, había sentido un dolor en las piernas y las había estirado para aliviarlo. Sus pies habían golpeado la barra, enviándolo de vuelta a su punto de origen antes de que los ingenieros estuvieran preparados; se habían irritado con él. Y una hora más tarde, en la sala de conferencias, todo el mundo oyó y vio los resultados de su acción: el sonido del vehículo volviendo hacia atrás bajo la acción de sus pies golpeó sus tímpanos, y las luces vacilaron. Los sorprendidos ingenieros abandonaron la habitación a la carrera, y Gilbert Seabrooke propuso un nuevo programa de estudios para ser sometido a la Indic. El VDT absorbía la energía de su presente, no de su pasado.

Chaney alzó las manos para comprobar que la escotilla estaba bien cerrada. Lo estaba. La luz que hubiera debido ser verde y parpadeante permaneció oscura. Chaney apoyó las pesadas botas contra la barra y apretó con todas sus fuerzas. La luz roja permaneció oscura. Apretó de nuevo, luego pateó la barra. Tras un instante se retorció sobre sí mismo para mirar a la habitación a través de la burbuja de plástico. Sólo se veía la débil luz de la linterna depositada aún en el suelo.

Gritó:

—¡Maldita sea, ponte en marcha!

Y pateó de nuevo.

La habitación siguió iluminada débilmente por la luz de la linterna.

Caminó despacio por el corredor a la débil luz de la linterna, con un andar rígido, mezcla de impresión y de miedo. La negativa del vehículo a moverse bajo su acción lo había desmoralizado. Buscó desesperadamente a Katrina; hubiera deseado que estuviera allí, brindándole una palabra o un gesto que le permitieran soportar aquello, pero no era visible en el corredor. Se había marchado mientras él estaba forcejeando con el vehículo, quizá para regresar a la sala de conferencias, quizá para salir fuera, quizá para retirarse al ignorado tipo de refugio que compartía con su hijo y con su hija. Estaba solo, luchando contra el pánico. La puerta del laboratorio de ingeniería estaba abierta de par en par, como lo estaba la puerta del almacén, pero ella no estaba esperándolo en ninguno de los dos sitios. Chaney escuchó por si la oía pero no oyó nada, y siguió andando tras una corta pausa. El polvoriento corredor acabó, y un tramo de escalera lo condujo hacia arriba hasta la salida de operaciones.

Pensó que el aviso en la puerta era una amarga burla, una de las muchas con que se había enfrentado desde que embarcó para Israel hacía uno o dos siglos. Lamentó el día en que leyó y tradujo aquellos papiros, pero al mismo tiempo deseó desesperadamente poder conocer la identidad de aquel escriba que se había divertido y había divertido a sus contemporáneos creando el documento Eschatos. Con un nombre bastaba: un Amos, o un Malaquías, o un Íbico.

Tomaría un vaso de agua de la cisterna nabatea y saludaría al genio desconocido por su ingenio y su sabiduría, por su espíritu burlón. Le gritaría al cielo recientemente barrido: «¡A tu salud, malditos sean tus ojos, Íbico! A tu salud, por los dragones muertos hace tanto tiempo y la verja rota y el hielo en los arroyos. A tu salud, por mi cabeza de oro, mi pecho de plata, mis piernas de hierro y mis pies de arcilla. ¡Mis pies de arcilla, íbico!». Y lanzaría el vaso con todas sus fuerzas al muerto VDT.

Chaney giró las llaves en las cerraduras y salió al frío aire de la noche. La oscuridad le sorprendió; no se había dado cuenta de haber pasado tantas horas agridulces dentro con Katrina. El aparcamiento estaba vacío excepto la carreta y su abandonado rifle. Los hijos de Katrina no lo habían aguardado, y sintió un pequeño dolor en el corazón.

Se apartó del edificio y luego se volvió para contemplarlo: un enorme templo de cemento blanco a la luz de la luna. Las legiones bárbaras no habían conseguido derribarlo, pese a los daños causados en todo el resto de la estación.

El cielo fue la segunda sorpresa: lo había visto de día y se había maravillado, pero de noche era impresionantemente hermoso. Las estrellas eran brillantes y límpidas como gemas cuidadosamente pulidas, y había un centenar o un millar más de las que nunca había visto antes; jamás había conocido un cielo como aquél en toda su vida. Toda la parte oriental del cielo estaba iluminada por una luna ascendente de sorprendente brillo.

Chaney se detuvo en el centro del aparcamiento, buscando el rostro de la luna, buscando el Mar de los Vapores y la depresión conocida como el Cráter de Bode. El pulsante láser que había allí captó su atención, y se quedó mirándolo fijamente. Aquello no había cambiado, aquel monumento no había sido destruido. La brillante mota llameaba aún en el borde del Cráter de Bode, señalando el lugar donde dos astronautas habían caído en los años setenta, marcando su tumba y sirviendo de recuerdo. Uno de ellos era negro. Brian Chaney se sintió de pronto afortunado: él tenía un aire que respirar, aquellos hombres no lo habían tenido. Dijo en voz alta:

—¡No fuiste tan terriblemente inteligente como todo eso, Íbico! Olvidaste eso… Tus profetas no te mostraron el nuevo signo en el cielo.

Chaney se sentó en la inclinada carreta y estiró las piernas para mantener el equilibrio. El rifle era un incómodo bulto bajo su espina dorsal, y lo tiró a un lado para librarse de él. Al cabo de un momento se echó atrás para descansar sobre el fondo de la carreta. Toda la parte sudorienta! del cielo estaba ante él. Chaney pensó que debería ir en busca de Katrina, de Arthur y de Kathryn, y de un lugar donde dormir. Quizá lo hiciera dentro de un rato, pero no ahora, no ahora.

Le llegó el extraviado pensamiento de que los ingenieros habían estado en lo cierto en una cosa: el tanque de poliagua no había tenido ninguna fuga. La Estación Elwood estaba en paz.

Wilson Tucker

El año del sol tranquilo

Ediciones Martínez Roca, S. A.

Título originaclass="underline" The Year of the Quiet Sun, publicado por Ace Books, Nueva York

Traducción de Domingo Santos

© 1970 by Wilson Tucker

© 1983, Ediciones Martínez Roca, S. A.

Gran Via, 774,7.°, Barcelona-13

ISBN 84-270-0838-4

Depósito legal B. 36.525 - 1983

Impreso por Romanyá/Valls, Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)

Impreso en España Printed in Spain