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— Tienes razón en eso. Una vez le pedí que me llevara a ver dónde estaba enterrada y demás, y fue como hablarle a un muro. Sabes cómo puede llegar a ser.

— Sí, muy como un muro; particularmente cuando se trata de una persona. — Un destello de maquinación le iluminó la mirada —. Tal vez sea un sentimiento de culpa. Tal vez tu madre fue una de esas mujeres que muere en el parto… Murió en la época en que tú naciste, ¿no?

— Me dijo que fue un accidente de aviación.

— Ah.

— Pero, en otra ocasión dijo que se había ahogado.

— ¿Eh? — El destello se convirtió en una intensa llama —. Si el vehículo se hubiera caído en un río o algo parecido, ambas cosas podrían ser ciertas. O si él lo hundió…

Elena se estremeció. Miles se dio cuenta y se censuró a sí mismo en su interior por ser necio e insensible.

— Lo lamento, no quise decir eso… estoy de un humoer terrible hoy, me temo — se disculpó —. Es este maldito luto. — Aleteó con los codos imitando un ave de carroña.

Se quedó un momento callado, ensimismado, meditando sobre las ceremonias fúnebres. Elena le acompañó en silencio, mirando melancólicamente el gentío sombríamente reluciente de la clase alta de Barrayar, entrando y saliendo de la mansión, cuatro pisos debajo de su ventana.

— ¡Podríamos resolverlo! — dijo Miles de repente, sacándola de su ensoñación.

— ¿Qué?

— Averiguar el lugar donde está enterrada tu madre. Y ni siquiera tendríamos que preguntárselo a nadie.

— ¿Cómo?

Miles sonrió, incorporándose de golpe.

— No voy a decírtelo. Estarías temblando como aquella vez que fuimos a explorar cavernas allá en Vorkosigan Surleau y descubrimos aquel viejo arsenal guerrillero. No volverás a tener la oportunidad de manejar uno de esos tanques nuevamente.

Elena se mostró desconfiada. Aparentemente, su recuerdo del incidente era vívido y tremendo, aun cuando había evitado quedar atrapada en el derrumbre. Pero le siguió.

Entraron cautelosamente en la oscura biblioteca. Miles se detuvo y tomó del brazo al guardia de servicio, alejándole un poco. Con una afectada sonrisa, bajó confidencialmente la voz para decirle:

— Supongo que podría golpear la puerta si viene alguien, ¿no cabo? No quisiéramos ninguna… interrupción por sorpresa.

El guardia de servicio devolvió una sonrisa de entendimiento.

— Por supuesto, lord, mi… lord Vorkosigan. — Miró a Elena con fría especulación, enarcando una ceja.

— ¡Miles! — susurró furiosa Elena cuando la puerta se cerró, sofocando el continuo murmullo de voces, el tintineo de vasos y cubiertos, las suaves pisadas que llegaban de los cuartos vecinos por el velatorio de Piotr Vorkosigan —, ¿te das cuenta realmente de lo que va a pensar?

— El mal a quien piensa mal — contestó alegremente Miles —. Con tal que no piense en esto… — Palmeó la cubierta del ordenador de comunicaciones, con sus enlaces de doble cable a la Residencia Imperial y a los cuarteles generales de los distintos ejércitos, que estaba incongruentemente delante de la chimenea de mármol labrado. Elena abrió la boca asombrada al ver descorrerse la cubierta. Unas cuantas pasadas de manos de Miles dieron vida a la pantalla holográfica.

— ¡Creí que era máxima seguridad! — dijo Elena.

— Lo es. Pero el capitán Koudelka estuvo dándome un poco de instrucción al respecto, antes, cuando yo estaba… — una sonrisa amarga, el puño crispado — estudiando. Solía intervenir los ordenadores de guerra, los reales, en el cuartel general, y me ejercitaba con programas de simulación. Tal vez no se acordó de desprogramarme… — Estaba semiabsorto, introduciendo un desfile de complejas órdenes.

— ¿Qué estás haciendo? — preguntó nerviosamente Elena.

— Introduzco el código de acceso del capitán Koudelka, para obtener informes militares.

— ¡Por Dios, Miles!

— No te preocupes. Estamos aquí besuqueándonos, ¿recuerdas? Probablemente no venga nadie aquí esta noche, salvo el capitán Koudelka, y eso a él no le importará. No podemos fallar. Creo que empezaré por el registro del Servicio de tu padre. Ah, ahí… — La pantalla holográfica formó una proyección plana y comenzó a exhibir resgistros escritos —. Seguro que habrá algo sobre tu madre, que podremos usar para desvelar — hizo una pausa y se reclinó hacia atrás enigmático — el misterio… — Hizo desfilar varias pantallas.

— ¿Qué? — preguntó inquieta Elena.

— Creo que voy a espiar por la época en que naciste; me parece que tu padre abandonó el Servicio justo antes, ¿no?

— Es verdad.

— ¿Alguna vez te dijo que le dieron la baja médica contra su voluntad?

— No… — dijo ella, mirando por encima del hombro de Miles —. Es extraño, no dice por qué.

— Te diré qué es más extraño. Casi todo su registro del año anterior está sellado. Tu época. Y el código es muy reciente. No puedo descifrarlo sin realizar una doble verificación, lo que terminaría… Sí, es la marca personal del capitán Illyan. Decididamente, no quiero hablar con él. — Se estremeció ante la idea de llamar accidentalmente la atención del Jefe de Seguridad Imperial de Barrayar.

— Decididamente — repitió Elena, mirándole fascinada.

— Bien, pues, viajaremos un poco por el tiempo — dijo Miles —. Atrás, atrás… Tu padre no parece haberse llevado muy bien con este comodoro Vorrutyer.

Elena preguntó con interés:

— ¿Es el mismo almirante Vorrutyer al que mataron en Escobar?

— Hmm… Sí, Ges Vorrutyer, hmm…

Bothari había estado al servicio del comodoro durante varios años, al parecer. Miles estaba soprendido. Había tenido la vaga impresión de que Bothari había servido a su padre como combatiente de infantería desde el comienzo de los tiempos. El servicio de Bothari con Vorrutyer terminaba en una constelación de reprimendas, malas calificaciones, llamadas disciplinarias e informes médicos sellados. Miles, consciente de que Elena espiaba por encime de su hombro, pasó rápidamente esto último. Extrañamente incoherente. Algunas faltas, llamativamente menores, estaban marcadas con castigos feroces. Otras, asombrosamente serias — ¿realmente Bothari había mantenido dieciséis horas en un lavabo a un ingeniero técnico y, por Dios, por qué? — se perdían entre informes médicos y no resultaban en sanción alguna.

Yendo más atrás en el pasado, el registro se afianzaba. Un montón de combates en su juventud. Recomendaciones, menciones por heridas honrosas, más recomendaciones. Notas excelentes en el entrenamiebto básico. Informes del reclutamiento.

— El reclutamiento era mucho más sencillo en esos días — dijo Miles con envidia.

— Oh, ¿están ahí mis abuelos? — preguntó ansiosa Elena —. Tampoco me habla nunca de ellos. Deduzco que su madre murió cuando él era niño, jamás me dijo siquiera su nombre.

— Marusia — respondió Miles mirando la pantalla. Una borrosa fotocopia.

— Es bonito — opinó Elena complacida —. ¿Y el de su padre?

Diablos, pensó Miles. La fotocopia no estaba tan borrosa como para no ver el grosero «desconocido», escrito en cursiva por la mano de algún olvidado oficinista. Miles se dio cuenta al fin de por qué un determinado insulto parecía metérsele a Bothari debajo de la piel, mientra dejaba resbalar cualquier otro, pacientemente desdeñoso.

— Quizás yo pueda distinguirlo — dijo Elena, malinterpretando la demora.

La pantalla se blanqueó de inmediato, a una maniobra de Miles.

— Konstantine — declaró sin vacilar —, igual que él. Pero sus padres estaban muertos para cuando entró en el Servicio.