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Cogió una mano de Úrsula y la hizo adelantarse.

—Esa dama es Mrs. Ralph Patón. Se casó con el capitán el pasado marzo.

Mrs. Ackroyd lanzó un leve grito.

— ¡Ralph! ¡Casado! ¡En marzo! ¡Es absurdo! ¿Cómo es posible?

Se quedó mirando a Úrsula como si no la hubiese visto nunca hasta entonces.

— ¡Ralph casado con la Bourne! —repitió—. No puedo creerlo, Mr. Poirot.

Úrsula se ruborizó y abrió la boca para hablar, pero Flora se adelantó. Acercándose a la otra chica, la cogió del brazo.

—Usted debe perdonar nuestra sorpresa. No teníamos la menor idea de eso. Han sabido guardar muy bien el secreto. Me alegro mucho.

—Es usted muy buena, miss Ackroyd —dijo Úrsula en voz baja—. Sin embargo, tiene derecho a estar muy enfadada. Ralph se ha portado muy mal, sobre todo con usted.

—No se preocupe por ello —replicó Flora, con un golpecito amistoso en el brazo de su compañera—. Ralph estaba en un lío y buscó la única salida posible. En su lugar yo habría hecho lo mismo, pero creo que hubiera debido confiarme su secreto. No le hubiera traicionado.

Poirot dio unas cuantas palmadas en la mesa y se aclaró la voz.

—Se abre la sesión —dijo Flora—. Monsieur Poirot nos da a comprender que no debemos hablar. Pero dígame tan sólo una cosa: ¿dónde está Ralph? Si alguien lo sabe es usted.

—Lo ignoro —exclamó Úrsula con voz desgarradora—. Le juro que lo ignoro.

— ¿No le han detenido en Liverpool? —preguntó Raymond—. Lo he leído en el periódico.

—No, no está en Liverpool —contestó Poirot.

—En efecto —añadí—, se desconoce su paradero.

— ¿Exceptuando a Mr. Poirot, no? —señaló Raymond.

Poirot replicó muy serio a la pequeña burla.

—Poirot lo sabe todo. No lo olviden.

Raymond puso unos ojos como platos.

— ¿Todo? —Lanzó un silbido—. Es mucho decir, ¿no?

— ¿Pretende insinuar, amigo mío —le dije incrédulo a Poirot—, que sabe dónde se esconde Ralph?

—Usted, doctor, lo llama «insinuar», yo lo llamo «saber».

—En Cranchester —me atreví a decir.

—No, no está en Cranchester.

No volvió a decir nada más al respecto y, a una señal suya, todos nos sentamos.

En aquel instante, la puerta volvió a abrirse y entraron dos personas, que se sentaron cerca de la puerta. Eran Parker y el ama de llaves.

—Ya estamos todos —dijo Poirot.

Su voz sonaba satisfecha y vi la inquietud reflejada en los rostros agrupados al otro extremo de la estancia. Había algo en aquella escena que sugería la idea de una trampa que se había cerrado.

Poirot sacó un papel del bolsillo y pasó lista con cierto énfasis.

—Mrs. Ackroyd, miss Flora Ackroyd, el comandante Blunt, Mr. Geoffrey Raymond, Mrs. Ralph Patón, John Parker y Elizabeth Russell.

Dejó el papel en la mesa.

— ¿Qué significa todo esto? —empezó Raymond.

—La relación que acabo de leer —dijo Poirot— incluye a todas las personas sospechosas. Cada uno de los que están presentes tuvo la oportunidad de matar a Mr. Ackroyd.

Dando un grito, Mrs. Ackroyd se levantó, temblorosa.

—Esto no me gusta —gimió—. No me gusta. Me vuelvo a casa.

—No puede usted irse, madame, hasta haber oído lo que tengo que decir.

Hizo una pausa y se aclaró la garganta.

—Empezaré por el principio. Cuando miss Ackroyd me pidió que investigara el caso, fui a Fernly Park con el doctor Sheppard. Recorrí con él la terraza, donde se me enseñaron las huellas de la ventana. Desde allí, el inspector Raglán me llevó al sendero que se junta con el camino. Mis ojos se fijaron en un pequeño cobertizo que examiné con gran atención. Encontré dos cosas: un pedazo de batista almidonado y una pluma de oca. El pedazo de batista me sugirió inmediatamente la idea de un delantal de camarera. Cuando Raglán me enseñó la lista de las personas que se encontraban en la casa, observé que una de las doncellas, Úrsula Bourne, no tenía una verdadera coartada. Según su declaración, se encontraba en su cuarto entre las nueve y media y las diez. Pero, ¿y suponiendo que en vez de eso estuviera en el cobertizo? En tal caso, debió de haber ido a reunirse con alguien. Por el doctor Sheppard sabemos también que un forastero llegó a la casa aquella noche, el forastero que encontró frente a la verja.

»A primera vista parece que nuestro problema está esclarecido y que el forastero fue al cobertizo para ver a Úrsula Bourne. Tenía la certidumbre de que había ido al cobertizo a causa de la pluma de oca. Ésta me sugirió instantáneamente la idea de un adicto a las drogas que había adquirido la costumbre al otro lado del Atlántico, donde el aspirar «nieve» es un sistema más usual que en este país. El hombre a quien el doctor Sheppard vio tenía acento norteamericano, lo que se ajustaba a esta suposición.

»Pero una cosa me detenía. Las horas no concordaban. No era posible que Úrsula Bourne hubiera ido al cobertizo antes de las nueve y media, mientras que el hombre debió de estar allí pocos minutos después de las nueve. Podía suponer que esperó media hora. Otra alternativa era que hubieran tenido lugar dos entrevistas en aquel pequeño cobertizo aquella misma noche. Eh bien! Tan pronto como estudié esta alternativa descubrí varios hechos interesantes. Supe que el ama de llaves había visitado al doctor Sheppard por la mañana, mostrando mucho interés por la cura de los adictos a los estupefacientes. Tras añadir este hecho al descubrimiento de la pluma de oca, presumí que el hombre en cuestión vino a Fernly Park para encontrarse con el ama de llaves y no con Úrsula Bourne. ¿A quién, pues, fue a ver Úrsula en el cobertizo? No dudé mucho tiempo. Antes encontré una sortija, una alianza, con la inscripción «Recuerdo de R» y una fecha. Supe luego que se había visto con Ralph Patón en el sendero que lleva al pequeño cobertizo a las nueve y veinticinco, y me enteré también de una conversación sostenida en el bosque con Ralph Patón y una muchacha. Tenía, pues, mis hechos presentados claramente y en orden: un matrimonio en secreto, un noviazgo anunciado el día de la tragedia, la entrevista borrascosa en el bosque y la cita en el cobertizo aquella noche.

«Incidentalmente, eso me probó algo y es que tanto Ralph Patón como Úrsula Bourne —o Mrs. Úrsula Patón— tenían serios motivos para desear la muerte de Mr. Ackroyd. Además, ponía en claro que no pudo ser Ralph quien estaba con Mr. Ackroyd en el despacho a las nueve y media.

»Llegamos ahora a otro aspecto todavía más interesante del crimen. ¿Quién estaba en el despacho con Mr. Ackroyd a las nueve y media? No era Ralph, que se encontraba en el cobertizo con su mujer. No era Kent, que se había ido ya. ¿Quién, entonces? Me hice mi pregunta, mi más sutil y audaz pregunta: ¿Acaso había alguien con él?

Poirot se inclinó hacia adelante y pronunció estas palabras en tono triunfal, irguiéndose a continuación con la actitud de quien ha asestado un golpe decisivo.

Sin embargo, Raymond no pareció impresionado y manifestó una débil protesta.

—No sé si usted trata de demostrar que soy un embustero, Mr. Poirot, pero no soy el único en haber declarado eso. Recuerde que el comandante Blunt oyó también a Mr. Ackroyd hablar con alguien. Estaba en la terraza y no pudo distinguir las palabras, pero oyó las voces.

Poirot asintió.

—No lo he olvidado —dijo tranquilamente—, pero el comandante tenía la impresión de que era con usted con quien hablaba Mr. Ackroyd.

Durante un momento, Raymond pareció desconcertado.

—Blunt sabe ahora que se equivocaba —protestó.

—Es cierto —aprobó el comandante.

—Sin embargo, debió de tener un motivo para pensarlo —insistió Poirot—. ¿Qué oyó decir?: «Las demandas de dinero han sido tan frecuentes últimamente, que temo que me será imposible acceder a su petición». ¿Nada de particular le llama la atención en esto?