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—Mi querido Poirot —dije con una voz que sonó extraña y forzada en mis propios oídos—. Usted ha reflexionado demasiado sobre este caso. ¿Por qué había de asesinar a Ackroyd?

— ¡Para protegerse! Usted era quien chantajeaba a Mrs. Ferrars. ¿Quién mejor que el doctor que cuidaba a Mr. Ferrars estaba en condiciones de saber cuál era la causa de su muerte? Cuando usted me habló el primer día en el jardín, mencionó un legado en posesión del que había entrado hacía un año. No he podido encontrar rastro de legado alguno. Tuvo usted que inventar algo para justificar las veinte mil libras de Mrs. Ferrars, que no le aprovecharon gran cosa. Perdió la mayor parte en diversas es-peculaciones y acabó presionando demasiado. Mrs. Ferrars encontró una solución con la cual usted no contaba. Si Ackroyd se hubiese enterado de la verdad, no habría tenido compasión de usted. ¡Estaba arruinado para siempre!

— ¿Y la llamada telefónica? —Pregunté, tratando de hacerle frente—. ¿Supongo que usted tiene una explicación plausible también para ella?

—Le confesaré que quedé desconcertado cuando supe que le habían telefoneado en realidad desde la estación de King's Abbot. Al principio creí que había inventado la historia. Eso fue un detalle ingeniosísimo. Usted necesitaba una excusa para llegar a Fernly Park, encontrar el cuerpo y tener ocasión de quitar el dictáfono del que dependía su coartada. Tenía una vaga noción de lo ocurrido cuando fui a ver a su hermana aquel primer día y le pregunté qué pacientes habían ido a su consulta el viernes por la mañana.

»No pensaba en miss Russell entonces. Su visita fue una feliz coincidencia, puesto que alejó su pensamiento del verdadero objeto de mis preguntas. Encontré lo que buscaba. Entre sus pacientes se encontraba aquella ma-ñana el camarero de un trasatlántico norteamericano. ¿Quién mejor que él para ir a Liverpool en el tren de la noche? Después, estaría en alta mar, lejos de todos. Comprobé que el Orion zarpaba el sábado y, tras conseguir el nombre del camarero, le envié un telegrama, haciéndole una pregunta. Su contestación es lo que acabo de recibir.

Me alargó el siguiente mensaje:

«Es cierto. El doctor Sheppard me pidió que dejara una nota en casa de un enfermo. Tenía que llamarle por teléfono desde la estación con la respuesta: Sin contestación».

—Fue una idea ingeniosa —dijo Poirot—. La llamada era genuina. Su hermana le vio recibirla, pero una sola persona sabía lo que le decían en realidad. ¡Usted!

Bostecé.

—Todo esto es muy interesante, pero muy poco práctico.

— ¿Usted cree? Recuerde lo que he dicho. La verdad irá a parar a manos del inspector Raglán por la mañana. Pero, por consideración a su buena hermana, estoy dispuesto a dejarle otra alternativa. Podría tomar, por ejemplo, una dosis exagerada de algún somnífero. ¿Me comprende? Antes de eso, el capitán Patón debe quedar libre de toda sospecha, ca va sans dire. Le sugiero la idea de concluir su interesante manuscrito pero abandonando su antigua reticencia.

—Usted es muy prolífico en sugerencias. ¿Ha terminado ya?

—Ahora que me dice esto, recuerdo otra cosa todavía. Sería una torpeza por su parte tratar de imponerme silencio como hizo con Ackroyd. Esas cosas no tienen éxito con Hercule Poirot.

__Mi querido Poirot —exclamé sonriendo levemente, seré cualquier cosa, pero no soy un loco.

Me levanté.

— ¡Bien, bien! —dije, desperezándome—. Me voy a casa. Gracias por su interesante e instructiva disertación.

Poirot se levantó también, se inclinó con su acostumbrada cortesía y salí del cuarto.

Capítulo XXVII

Apología

Son las cinco de la mañana. Estoy muy cansado, pero he concluido mi tarea. El brazo me duele de tanto escribir.

Mi manuscrito tiene un extraño final. Pensaba publicarlo algún día como la historia de uno de los fracasos de Poirot. Es curioso cómo se desarrollan las cosas.

Desde el principio tuve la impresión de que ocurriría un desastre, desde el momento en que vi a Ralph Patón y a Mrs. Ferrars hablando con las cabezas muy juntas. Creí entonces que ella le hacía confidencias. Me equivoqué, pero la idea persistió aun después de que me encerrara en el despacho con Ackroyd aquella noche hasta que me dijo la verdad.

¡Pobre viejo Ackroyd! Siempre me alegro de haberle dejado una oportunidad de salvarse. Le insté a que leyera aquella carta antes de que fuera demasiado tarde. O, para ser honrado, ¿acaso no comprendí subconscientemente que la testarudez de un hombre como él era una garantía de que no la leería? Su nerviosismo de aquella noche era interesante psicológicamente hablando. Sabía que el peligro le acechaba y, sin embargo, no sospechó nunca de mí.

La daga fue una idea de última hora. Había traído un arma de fácil manejo que tenía en mi casa, pero cuando vi la daga en la vitrina, se me ocurrió en seguida que sería preferible emplear una que no me perteneciera.

Supongo que desde el principio pensé en matarle. En cuanto me enteré de la muerte de Mrs. Ferrars tuve la convicción de que le había contado todo antes de morir. Cuando me reuní con él y le vi tan agitado, pensé que quizá sabía la verdad, pero que le parecía increíble, y estaba dispuesto a darme la oportunidad de explicarme.

Me fui a casa y tomé mis precauciones. Si lo que le preocupaba sólo se relacionaba con Ralph nada ocurriría. Me había dado el dictáfono dos días antes para ajustarlo. Algo se había estropeado en su mecanismo y le convencí para que me lo dejara en vez de devolverlo a la fábrica. Hice lo que me pareció necesario y me lo llevé en mi maletín aquella noche.

Me siento orgulloso de mis dotes de escritor. En efecto, ¿qué puede ser más claro que las frases siguientes?:

Habían entrado el correo a las nueve menos veinte. A las nueve menos diez le dejé con la carta todavía por leer. Vacilé con la mano en el picaporte, mirando atrás y preguntándome si olvidaba algo.

Toda la verdad, lo ven. Pero supongan que pusiera una línea de puntos después de la primera frase. ¿Se habría preguntado alguien qué ocurrió en aquellos diez minutos?

Cuando eché una ojeada desde la puerta, me sentí satisfecho. No había olvidado nada. El dictáfono estaba en la mesa, ante la ventana, preparado para funcionar a las nueve y media. El mecanismo era ingenioso, accionado con la máquina de un reloj despertador. El sillón había sido movido de modo que escondiera el aparato a las miradas de los que entraran.

Debo confesar que me sobresalté al encontrar a Parker al otro lado de la puerta. He apuntado fielmente este detalle.

Más tarde, cuando se descubrió el crimen y envié a Parker a telefonear a la policía, qué frases tan acertadas: «Hice lo poco que era preciso hacer». Poca cosa: meter el dictáfono en mi maletín y alinear el sillón contra la pared.

No imaginé siquiera que Parker se hubiera fijado en el sillón. Lógicamente, la contemplación del cuerpo debía hacerle olvidar lo demás, pero no conté con sus cualidades de criado metódico.

Quisiera haber sabido antes que Flora iba a declarar que había visto a su tío a las diez menos cuarto. Este detalle me desconcertó y preocupó sobremanera. A decir verdad, en este caso hubo cosas que me preocuparon de un modo tremendo. Todos parecían haber metido mano en el asunto.