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Adel acaba adivinando. Se indigna.

– ¿Qué pretendes decirme? -pregunta sofocado-. No, no puede ser… ¿Pero esto qué es?… ¿Estás insinuando que?… ¡No puede ser! ¿Cómo te atreves?

– No tuvo empacho en ocultarme lo que estaba maquinando.

– No es lo mismo.

– Es lo mismo. Cuando se miente, se engaña.

– Ella no te mintió. Te prohíbo…

– ¿Tú te atreves a prohibirme?…

– Sí, te lo prohíbo -grita saltando como un resorte-. No te permitiré que mancilles su memoria. Sihem era una mujer piadosa. Y no se puede engañar al marido sin ofender al Señor. No tiene sentido. Cuando se ha elegido entregar la vida a Dios es porque se ha renunciado a los asuntos terrenales, a todos sin excepción. Sihem era una santa. Un ángel. Me habría condenado con sólo mirarla más de la cuenta.

¡Y lo creo, Dios mío, vaya si lo creo! Sus palabras me libran de mis dudas, de mis sufrimientos, de mí mismo; me las bebo a manos llenas, me impregno de ellas. En mi cielo, los negros nubarrones desaparecen a velocidad de vértigo y dejan el espacio limpio. Una ráfaga de aire se precipita hacia mí y expulsa el hedor interno que me tenía apestado, devuelve a mi sangre un color menos repugnante, más luminoso. ¡Dios mío, estoy salvado! Ahora que la redención de la humanidad vuelve a ponerse a la altura de mi infinitesimal persona, ahora que mi honor está a salvo, mi pena y mi ira se aplacan y casi tengo la tentación de perdonarlo todo. Los ojos se me inundan de lágrimas, pero no permito que echen a perder esa hipotética reconciliación conmigo mismo, ese íntimo reencuentro que estoy festejando a solas en algún rincón de mi cuerpo y de mi alma. Todo esto es demasiado para un hombre herido, me flaquean las piernas y me derrumbo sobre el jergón con la cabeza entre las manos.

No estoy en condiciones de salir al patio. Es demasiado pronto. Prefiero seguir un rato en la celda, hasta que me recobre, hasta que me ubique dentro de este bombardeo sin fin de revelaciones. Adel se sienta a mi lado. Su brazo vacila un buen rato antes de rodearme el cuello, un gesto que me repugna y me revuelve todo entero, pero que no rechazo. ¿Será remordimiento o compasión? En ambos casos, no es lo que estoy esperando de él. ¿Puedo realmente esperar algo de un hombre como Adel? Me extrañaría. Tenemos una visión radicalmente distinta de lo que debemos esperar unos de otros. Para él, el paraíso está al final de la vida de un hombre; para mí, al alcance de la mano. Para él, Sihem era un ángel. Para mí, era mi mujer. Para él, los ángeles son eternos; para mí, mueren por culpa de nuestras heridas… No, apenas tenemos nada que decirnos. Ya es una suerte que perciba mi dolor. Sus sollozos me conmueven en lo más profundo de mi ser. Sin darme cuenta, y sin poder justificarlo, mi mano se me escapa y va a consolar la suya… Luego hablamos y hablamos como si quisiésemos conjurar cada fibra de nuestro cuerpo. Adel no venía a Tel Aviv por negocios, sino para alimentar financieramente la célula local de la Intifada. Aprovechaba mi notoriedad y mi hospitalidad para no levantar sospechas. Sihem descubrió por casualidad, oculta bajo una cama, una cartera que contenía documentos y una pistola. A su regreso, Adel se dio inmediatamente cuenta de que su escondite había sitio profanado. Pensó dar aviso y desaparecer. Pensó incluso en matar para no dejar pistas. Estaba precisamente dándole vueltas a un plan para provocar la «muerte accidental» de Sihem cuando entró en su habitación con un fajo de shekels en la mano. «Es para la Causa», le dijo. Adel tardó meses en otorgarle su confianza. Sihem quería ingresar en la resistencia clandestina. La célula la puso a prueba y ella se mostró muy convincente.

– ¿Por qué no me dijo nada?

– ¿Decirte qué? No podía decirte nada, no tenía derecho. Tampoco quería que alguien se interpusiera en su camino. Además, son compromisos que uno se calla. No se va pregonando por ahí juramentos secretos. Mi padre y mi madre creen que ando metido en negocios. Ambos esperan que me vuelva rico para desagraviarles de su miseria. Ignoran por completo mis actividades militantes. Y eso que también ellos son militantes. No vacilarían en dar su vida por Palestina… pero no su hijo, porque eso no es normal. Los hijos son la supervivencia de sus padres, su pedazo de eternidad… Quedarán desconsolados cuando se enteren de mi muerte. Soy plenamente consciente del enorme dolor que les voy a infligir, pero no será sino un dolor más en su historial. Con el tiempo, acabarán resignándose y perdonándome. El sacrificio no incumbe sólo a los demás. Si admitimos que los hijos de los demás mueran por los nuestros, debemos admitir que nuestros hijos mueran por los de los demás. Si no, no sería justo. Y ahí es donde no consigues seguirme, ammu. Sihem era mujer antes de ser tu mujer. Ha muerto por los demás…

– ¿Por qué ella?…

– ¿Por qué no ella? ¿Por qué quieres que Sihem quede al margen de la historia de su pueblo? ¿Acaso era mejor o peor que las mujeres que se habían sacrificado antes que ella? Este es el precio de la libertad…

– Lo era. Ella era libre. Lo tenía todo. Yo le daba todo lo que quería.

– La libertad no es un pasaporte que se te entrega oficialmente, ammu. Viajar por donde se quiere no es la libertad. Comer adecuadamente no significa triunfar. La libertad es una convicción profunda. Es la madre de todas las certidumbres. Y resulta que Sihem no estaba tan segura de merecerse la suerte que tenía. Vivíais bajo el mismo techo, gozabais de los mismos privilegios, pero no mirabais en la misma dirección. Sihem se sentía más cercana a su pueblo que a la idea que te hacías de ella. Quizá fuera feliz, pero no lo suficiente para parecerse a ti. No te reprochaba que te tomaras en serio los premios que te concedían, pero no era el tipo de felicidad que deseaba para ti, porque veía en ella algo de indecencia y de incongruencia. Es como encender una barbacoa en un terreno incendiado. Tú sólo veías la barbacoa y ella veía lo demás, la desolación circundante que tanto te fastidiaba. No era culpa tuya, aunque se negó a asumir por más tiempo tu daltonismo…

– No tenía la menor sospecha, Adel. Parecía tan feliz…

– Estabas tan empeñado en hacerla feliz que te negabas a ver lo que podía ensombrecer su felicidad. Sihem no quería ese tipo de felicidad. Le provocaba remordimientos de conciencia. Su única manera de exculparse era alistarse para la Causa. Es una opción lógica cuando perteneces a un pueblo que sufre. No existe la felicidad sin dignidad y no hay sueño posible sin libertad… El hecho de ser mujer no descalifica a la militante ni la exime. El hombre inventó la guerra. La mujer inventó la resistencia. Sihem era hija de un pueblo que resiste. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo… Quería merecer vivir, ammu, merecerse su reflejo en el espejo, merecerse reír a carcajadas, no sólo disfrutar de sus oportunidades. Yo también puedo meterme en negocios y enriquecerme más rápido que Onassis. ¿Pero cómo aceptar la ceguera a cambio de la felicidad, cómo darte la espalda a ti mismo sin enfrentarte a tu propia negación? No se puede regar con una mano la flor que se coge con la otra, ni se hace un favor a la rosa colocándola en un florero. Uno cree embellecer su salón y en realidad está desfigurando su jardín…

Tropiezo con la claridad de su lógica como una mosca con la transparencia de una ventana. Comprendo perfectamente su mensaje pero me resulta imposible acceder a él. Intento comprender el gesto de Sihem y no le encuentro sentido ni justificación. Cuanto más lo pienso, menos lo admito, ¿Cómo pudo llegar tan lejos? «Le puede ocurrir a cualquiera -reconocía Naveed-. O te cae sobre la cabeza como un ladrillo o se agarra a tus tripas como una solitaria. Y a partir de ese momento tu forma de ver el inundo cambia.» Sihem debía de arrastrar su odio desde siempre, desde mucho antes de conocerme. Creció junto a los oprimidos, huérfana y árabe en un mundo que no perdona lo uno ni lo otro. Ha debido doblegarse mucho, sin duda, como yo, salvo que ella jamás se recuperó. La carga de algunas concesiones pesa más que los años. Si llegó al extremo de ceñirse todo ese explosivo y de ir a la muerte con esa determinación, es porque su herida era tan lacerante y atroz que le avergonzaba enseñármela. La única manera de quitársela de encima era destruirse con ella, como un poseso que se lanza desde un acantilado para vencer su fragilidad y sus demonios. Sin duda, ocultaba admirablemente sus cicatrices. Quizá intentó maquillarlas, sin éxito. Bastó un mínimo resorte para despertar a la bestia que dormía agazapada en su interior. ¿Cuándo ocurrió? Adel no se lo preguntó. Quizá lo ignorara ella misma. Un atropello visto por la tele, un abuso en la calle, algún insulto. Cuando el odio se lleva dentro, con nada se desencadena lo irreparable… Adel habla, habla y fuma sin parar. Me doy cuenta de que ya no lo escucho. Ya no quiero oír más. El mundo del que me habla me disgusta. En él, la muerte es un fin en sí misma. Eso es demasiado para un médico. He sacado a tantos pacientes del más allá que he acabado creyéndome un dios. Y cuando un enfermo se me va de las manos en la mesa de operaciones, vuelvo a ser el mortal vulnerable y triste del que siempre he renegado. No me reconozco en lo que mata; mi vocación me sitúa en el lado de lo que salva. Soy cirujano. Y Adel me pide que acepte que la muerte se convierta en una ambición, en el mayor deseo, en una legitimidad. Me pide que asuma el gesto de mi esposa, o sea, exactamente lo que mi vocación de médico me prohíbe hasta en los casos más desesperados, hasta en la eutanasia. Esto no es lo que yo ando buscando. No quiero sentirme orgulloso de ser viudo, no quiero renunciar al feliz destino que me convirtió en marido y amante, en amo y esclavo, no quiero enterrar el sueño que me ha permitido vivir como jamás volveré a hacerlo.