Выбрать главу

El coche de la policía comenzó a moverse, y al maniobrar, el haz de luz de sus faros barrió el lugar en el que estaba Vlado e iluminó el espacio que se extendía ante él. En aquel breve instante un nombre se destacó en la primera hilera de tumbas: «Di Florio».

30

Vlado volvió a orientar su linterna en esa dirección para asegurarse de que no era cosa de su imaginación; allí estaba. La sangre se le acumuló en las yemas de los dedos mientras caminaba hacia la piedra. «Giuseppe di Florio», comenzaba la inscripción, y más o menos descifró el resto, que quería decir «amado esposo de Lia». Aunque sabía que la tumba que había debajo estaba vacía, Vlado se emocionó al ver el nombre. Se agachó para tocar con los dedos las letras grabadas. Algo de su padre seguía allí, en esa ciudad, en esas colinas, sin importar donde descansara el cuerpo.

– Dime -susurró Vlado, esta vez casi creyendo que recibiría una respuesta-, ¿dónde ha ido tu viejo enemigo?

Pero la única respuesta fue el parloteo de la emisora del segundo coche de la policía italiana. Vlado levantó la vista y vio que dos agentes encendían cigarrillos. Uno estaba escribiendo ya su informe, sentado en el capó del coche. Vlado metió una mano en un bolsillo para buscar sus cigarrillos, notando que sus nervios comenzaban a calmarse. Pero al girar la linterna vio algo más, dos gotitas rojas en la hierba que le llamaron la atención desde unos palmos más allá de la lápida. Se le erizó el vello de los antebrazos y se agachó para tocar. Las gotas estaban tibias. Con la ayuda de la linterna vio que la hierba estaba removida. Había un tenue rastro de pisadas difuminadas en el rocío que llevaban hacia el muro de piedra de poca altura de la fachada de enfrente.

Avanzó en esa dirección y no tardó en encontrar otra dispersión de gotitas rojas, y después otra, hasta que las pisadas difuminadas llegaron a una pequeña abertura en el muro, desde donde un estrecho sendero subía abruptamente por la colina entre los árboles.

Sólo cinco minutos a pie, recordó que había dicho Lia, y cuando comenzó a ascender, un mosaico de imágenes y observaciones empezó a tomar forma con súbita coherencia: la vieja fotografía de Lia y su padre, en la que se veía una escalera de mano apoyada en un árbol cerca de un pequeño círculo de piedras; el inquietante silencio de Matek en la cappella; el vacío de la segunda caja. Y por último estaba Lia di Florio y su primera reacción ante la fotografía, y después su firme insistencia en que no se dijese nada de la cappella a Torello. Pero ven a verme después, había dicho, y te contaré algo más. A cada paso que daba, el significado le parecía más claro, y avivó el ritmo de su zancada al oír la voz de Pine detrás de él, mucho más abajo, llamando lastimeramente, «Vlado, Vlado», como un padre que ha perdido el rastro de un hijo díscolo. El sonido se apagó enseguida, y unos minutos después sólo quedaba el zumbido nocturno de unos pocos insectos, el ruido de las ramitas al quebrarse bajo sus pies, un rumor de ramas sobre su cabeza mientras se abría paso cuesta arriba. Y por encima del dosel del bosque, sólo las estrellas. Las nubes habían desaparecido.

El sendero llegaba a la carretera, y al otro lado estaba la casa de Lia, recortada sobre el fondo de la colina. Las luces estaban apagadas. Vlado se dirigió hacia la izquierda, donde antes había visto el huerto de cítricos. Vio otra gotita de sangre de Matek. Harkness había insistido en que no le había causado mucho daño, pero Vlado se preguntó si sería cierto.

Avanzó despacio ahora, buscando con cuidado lugares donde el rocío y la hierba estuvieran rozados o pisoteados. Pasó enfrente de la casa a la izquierda de la chimenea, después se metió otra vez entre los árboles, tomando otro sendero, éste menos marcado, pero manchado aquí y allá por las gotitas delatoras. Un minuto después Vlado se encontró en un huerto de limoneros y volvió a pensar en la fotografía cuando el sendero salía a un pequeño claro. Con la vista que ahora tenía ante sí, todo encajaba, incluso el tenue resplandor de las estrellas. Había el mismo desnivel que en la fotografía, el mismo círculo de piedras blancas. Había dado por sentado que las piedras eran de una fogata, pero entonces vio que formaban el borde de un antiguo pozo. Sobresaliendo apenas por encima distinguió los últimos peldaños de una larga escalera de madera, del mismo estilo que la de la fotografía. Vlado se detuvo, escuchó con atención y oyó un tenue sonido de raspado, como si un ratón estuviera royendo un rodapié. Salía del pozo, que sin duda estaba seco, como lo estaba desde hacía por lo menos cincuenta años.

Vlado caminó con cuidado hasta el borde y se asomó. Unos siete metros más abajo, iluminada por una linterna, estaba la cabeza gris de Pero Matek. Estaba encorvado como un viejo gnomo, agachado sobre sus codiciadas posesiones.

– ¿Estás buscando el último huevo del nidal? -gritó Vlado.

Matek se tambaleó, sorprendido, cogió la linterna y alumbró hacia arriba, cegando momentáneamente a Vlado, que entrecerró los ojos pero se mantuvo firme. Por un momento el anciano no dijo nada, pero después comenzó a reírse, con una risa cansada y jadeante.

– Tenía razón -dijo Matek-. Igual que tu condenado padre. Nunca sabes cuándo dejarlo.

– ¿Es su parte lo que hay ahí abajo? ¿O eras tú el único que conocía este lugar?

– ¿Su parte? -Volvió a oírse la risa jadeante-. Su parte era mi acuerdo de no entregarlo, además de algún obsequio de vez en cuando. Me daba miedo tener que dejarlo todo en la cappella. Tener que ir allí cada vez que necesitaba hacer una retirada. Aquellas viejas con sus flores eran muy chismosas. De modo que poco a poco trasladé la mitad hasta aquí. Y ahora hay bastante para los dos. Mira, te lo enseñaré.

Matek se agachó, pero al enderezarse lo que había en su mano era una pistola, no oro. Vlado echó hacia atrás la cabeza en el mismo instante en que el disparo resonó en el pozo de piedra como una explosión de artillería. ¿Pero de dónde la había sacado? De uno de los coches de la policía, probablemente. Robada en medio de la confusión cuando el viejo se había escabullido entre las sombras, un último truco en el sombrero. Pero había errado el disparo, y ahora Vlado tenía una ventaja momentánea. Con cuidado para mantenerse fuera del estrecho cilindro de la línea de fuego de Matek, Vlado agarró el travesaño superior de la escalera, que por la inclinación quedaba a salvo. Dio un fuerte tirón, y cuando Matek se dio cuenta de lo que estaba pasando, Vlado había subido la escalera varios palmos. Oyó el ruido de la pistola y la linterna al caer sobre las piedras antes de sentir un tirón en la escalera. Era como si acabara de pescar un pez de gran tamaño con una caña grande y rígida, y por un instante su presión se aflojó con los tirones Matek, al estar la gravedad y el efecto de palanca de parte del viejo. Vlado avanzó para apoyar un pie en el reborde de piedra, sin preocuparse ya de la pistola, y tiró con todas sus fuerzas. Se oyó un gruñido, un grito agudo de dolor resonó desde abajo, y Vlado estuvo a punto de perder el equilibrio al quedar suelta la escalera. La levantó, un travesaño cada vez, hasta que estuvo en su totalidad balanceándose torpemente sobre su cabeza y la dejó caer en la hierba.

Se dejó caer en el suelo mojado, exhausto. Y entonces le sobresaltó una voz de mujer que salía de la oscuridad de los árboles.

– Es él, ¿verdad? -dijo-. Es Pero, dentro del pozo.

Vlado se volvió y vio a Lia di Florio vestida con una larga bata al borde del sendero, con el aliento convirtiéndose en vaho en la oscuridad.

– Sí. Es él. Pero no mire hacia abajo. Tiene una pistola.

– Ya lo sé. Lo he oído. Por eso he salido.

– Siento haberla despertado.

– Oh, estaba despierta. Demasiado agitada para dormir esta noche.