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– He hecho incluso más de lo que me correspondía por usted, Sneddon… -Dejé el vaso en la barra. Igual iba a necesitar las manos libres, aunque solo fuera para que Deditos me arrancara los dedos-. Si no recuerdo mal, fue a mí a quien llamó usted el año pasado, cuando hubo la redada y se lo llevaron a Saint Andrew’s Square. No creo que usted, ni Murphy ni Cohen puedan quejarse de mí. Pero tampoco son mis únicos clientes.

Sneddon me miró con desdén.

– Muy bien, Lennox. Eres un tipo duro, ya lo he captado. Encuéntrame el dietario de Calderilla, o cualquier cosa que usara para anotar esta clase de asuntos, y te pagaré trescientos pavos. Tanto si figura mi nombre como si no.

– Echaré un vistazo, si puedo -contesté.

Le había dicho a Sneddon al principio que me lo pensaría muy bien antes de mentirle, pero cuando llegó el momento de hacerlo me decidí apenas en un parpadeo: no tenía la menor intención de fisgonear para él por la casa de MacFarlane. Aunque, por otra parte, trescientos pavos eran trescientos pavos. Mejor mantener todas las opciones abiertas.

– ¿Era solo para esto para lo que quería verme?

– Hay otra cosa.

Hice una sonrisa forzada. Sneddon me caló en el acto.

– Siempre que no consideras que eres demasiado nuevo para hacerme un puto trabajo, Lennox -dijo maliciosamente.

– Claro que no.

– De todos modos, no debes preocuparte. No tendrás que ensuciarte las manos. Es un trabajo legal.

– ¿De qué se trata?

– Como te digo, me estoy metiendo en el tema de las peleas. Yo y Jonny, el judío, tenemos unas participaciones en un púgil.

– ¿Usted y Jonny Cohen el Guapo?

– Sí, yo y Cohen. ¿Te molesta?

– ¿A mí? Para nada. Es muy ecuménico de su parte.

– Yo no tengo prejuicios. Haría negocios con cualquiera, absolutamente con cualquiera. -Hizo una pausa-. Salvo con los fenianos [3], claro. En fin, ese joven boxeador en el que tenemos una participación… está empezando a triunfar. Tiene un gancho de derecha como para destrozarte la jeta. La cuestión es que le han estado dando problemas últimamente.

– ¿Problemas?, ¿de qué tipo?

– Putas estupideces. Un pájaro muerto en el buzón, pintura en el coche… esa clase de mierda.

– Suena como si hubiera cabreado a alguien. ¿No ha hablado con la policía?

Sneddon me lanzó una mirada.

– Sí, claro. Fue lo primero que le dije en vista de que tengo una relación tan íntima con ellos… Vamos, Lennox, usa la cabeza. Si los polis empiezan a husmear, tarde o temprano se presentarán en mi puerta o en la de Jonny Cohen. Y nosotros preferimos no darle publicidad a nuestra inversión. Fue Cohen quien dijo que deberíamos buscarte para que te ocuparas del asunto. Con discreción, eso sí.

– Discreción -dije, sentencioso- es mi segundo nombre. Bueno, ¿y a quién ha cabreado tanto como para que le organice una vendetta?

– A nadie. O al menos, a él no se le ocurre nadie. Es decir, ha maltratado a unos cuantos en el ring, pero no creo que la cosa vaya por ahí. Yo diría que alguien ha apostado fuerte a que va a perder con el boche. Quieren darle un susto antes del combate. Ya me entiendes, como echar una ración de pescado con patatas en la caseta de un galgo la noche antes de la carrera.

– Un momento… ¿dice que peleará con el boche? ¿Se refiere a Jan Schmidtke? ¿No será Bobby Kirkcaldy su boxeador?

– No es mi boxeador. Solo poseo una parte, si quieres decirlo así. Bueno, ¿qué pasa?

Solté un largo silbido.

– Una inversión inteligente, señor Sneddon. Kirkcaldy es buen material. Y tiene razón, está triunfando.

– Vaya… -Una vez más, Sneddon sonrió de la única manera que sabía hacerlo: con desdén-. No sabes cómo me complace que mis inversiones cuenten con tu puta aprobación. Cohen y yo perdimos el sueño pensando que nos habíamos lanzado sin contar con tu visto bueno.

Había que reconocerlo: a Sneddon se le daban mucho mejor los sarcasmos que a McNab. Pero aun así no me llegaba a la suela del zapato.

– Solo quería decir que Kirkcaldy es un bien muy valioso -aclaré-. Las apuestas están muy altas en su caso. Literalmente. ¿Tiene idea de quién está intentando darle un susto?

Sneddon se encogió de hombros.

– Esa es tu misión. Averígualo… Y si lo logras, que no se den cuenta de que les sigues la pista. ¿Te interesa el trabajo?

– ¿La tarifa de siempre?

Sneddon buscó en el bolsillo de su traje hecho a medida, sacó una cartera y me tendió cuarenta libras en billetes de cinco. Era más de lo que ganaba la mayoría en un mes, pero no pareció aligerar gran cosa la cartera de Sneddon.

– Hay otros cien esperándote para cuando me des el nombre de quien esté detrás de todas estas sandeces.

– Muy bien.

Tomé el dinero con una sonrisa, como parte de la política que solía seguir con mis clientes. Aunque claro, sonreír cuando me daban dinero me salía bastante espontáneamente. Era un trabajo fácil. Legal, había dicho Sneddon. Solo tenía que dar un nombre. Procuré no pensar demasiado en cómo le quedaría la cara a su propietario una vez que lo diera.

– Me ha dicho que estaba hablando con Calderilla MacFarlane sobre un par de púgiles. ¿Kirkcaldy era uno de ellos?

– No, joder. Nada de tanta categoría, solo un par de promesas con cierto potencial. Calderilla ni siquiera conocía mi interés en Kirkcaldy; has de andarte con ojo con lo que le cuentas a un puto corredor de apuestas. Aquí está la dirección de Kirkcaldy. -Sneddon me dio un papel doblado-. ¿Necesitas algo más?

Fruncí exageradamente el ceño, en plan pensativo, aunque en realidad la idea se me había ocurrido en cuanto había oído el nombre de Kirkcaldy.

– Quizá no sea mala idea que me pase, si puede, una entrada para el gran combate. Así podría ocuparme de cualquiera con pinta sospechosa.

– Francamente, joder, espero que llegues al fondo del asunto mucho antes. Pero bueno… puedo conseguírtela. ¿Algo más?

– Si hay algo, le avisaré -dije, maldiciéndome por dentro por no haber encontrado un pretexto para pedir dos entradas.

– De acuerdo. Ya puedes largarte de una puta vez -dijo Sneddon. Me pregunté si la reina recién coronada seguiría la misma etiqueta en la corte-. Y que no se te olvide echar un vistazo para encontrar el dietario de Calderilla. Voy a decirle a Singer que te acompañe otra vez hasta tu coche. Conoces a Singer, ¿no?

Sneddon le hizo una seña para que se acercara al tipo del tupé que nos había traído a la granja.

– Ah, sí… no hemos parado de charlar durante todo el trayecto. -Me incliné hacia él en plan confidencial-. A decir verdad, me ha costado meter baza.

Sneddon me dedicó otra de sus sonrisas desdeñosas. A Singer, desde luego, no le hizo gracia mi agudeza. A lo mejor me estaba volviendo paranoico, pero me parecía percibir en él una actitud aún más amenazadora.

– Sí -dijo Sneddon-. Singer no tiene demasiada conversación. Tampoco es que haga honor a su nombre y sea un gran cantante, ¿verdad, Singer?

El matón interrumpió su pose acechante para menear la cabeza.

– Podría decirse que es un hombre de acción, no de palabras. -Sneddon hizo una pausa para sacar un cigarrillo de una pitillera de oro tan pesada que daba la impresión de que iba a torcerle la muñeca. No me ofreció-. Su padre era un hijo de puta de verdad. Le daba unas palizas del carajo cuando era un crío, y también le zurraba a la madre. Ya me entiendes, más de lo normal. Pero Singer poseía un talento que había heredado de su vieja: tenía una vocecita extraordinaria. O eso me han dicho, yo nunca lo oí. El caso es que en las bodas y mierdas parecidas la gente siempre pedía a Singer y a su madre que se pusieran de pie y cantaran una canción. Tampoco hacía falta insistirle mucho, ¿verdad, Singer? Se pasaba el día cantando. Era la única cosa que tenía el pequeño bastardo…

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[3] Nacionalistas irlandeses.