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Una figura encapuchada estaba a mi lado sobre la colina, pero no era la anciana Diosa invernal envuelta en su capa gris. Era una presencia masculina mucho más alta que yo, ancho de hombros, y cubierto con una capucha tan negra como el pelaje del jabalí que se hacía más diminuto en la distancia.

Me tendió las manos, y en ellas había un cuerno. El colmillo curvado de un gran jabalí. Era blanco y parecía recién arrancado, con sangre todavía adherida como si lo hubiera tomado del jabalí blanco sólo escasos momentos antes. Pero cuando me volví hacia él, el cuerno se tornó limpio y pulido, como si hubiera sido utilizado durante muchos años, como si muchas manos lo hubieran tocado. El cuerno ya no era blanco, pero sí de un intenso color ámbar que me hablaba de edad. Poco antes de tocar sus manos me percaté de que el cuerno estaba engastado sobre oro, formando una copa.

Rodeé sus manos con las mías y me percaté de que eran tan oscuras como su manto, pero sabía que éste no era mi Doyle, mi Oscuridad. Era el Consorte. Alcé la vista para mirar dentro de su capucha y por un instante pude ver la cabeza del jabalí. Entonces vi una boca humana que me sonreía. Su cara, como la cara de la Diosa, estaba oculta en las sombras. Estaba claro que el rostro de la deidad siempre sería un misterio.

Él envolvió mis manos alrededor del suave cuerno en forma de copa, pudiendo sentir el suave oro tallado bajo mis dedos. Luego presionó mis manos sobre la copa. Y yo me pregunté, ¿A dónde ha ido a parar el cuchillo blanco?

Una voz profunda que no era la voz de ningún hombre y era la de todos, me dijo…

– A donde pertenece.

El cuchillo apareció en la copa, con la punta hacia abajo, y de nuevo resplandecía como si una estrella hubiera caído en la copa de cuerno y oro.

– Bebe y sé feliz [1].

Él se rió por el juego de palabras. Alzó la brillante copa hasta mis labios y el cálido sonido de su risa desapareció.

Bebí del cuerno y lo encontré lleno del aguamiel más dulce que alguna vez hubiera bebido, espeso como la miel, y caliente como si el calor del mismo verano se deslizara por mi lengua, acariciando mi garganta. Tragué y fue más embriagadora que cualquier otra bebida.

El poder es la más embriagadora de todas las bebidas.

CAPÍTULO 2

DESPERTÉ RODEADA POR UN CÍRCULO DE ROSTROS, EN UNA cama que no era la mía. Rostros del color de la noche más oscura, más blancos que la nieve, del pálido verde de las hojas nuevas, del dorado de la luz del sol de verano, de un marrón como el de las hojas caídas y aplastadas destinadas a formar parte de la rica tierra. Pero no había ninguna piel pálida que contuviera todos los colores de un cristal brillante, como un diamante esculpido en carne. Parpadeé hacia todos ellos, y me pregunté recordando mi sueño…

– ¿Dónde estaban las galletas?

La voz de Doyle, profunda y grave, como si llegara desde una gran distancia, dijo…

– Princesa Meredith, ¿Estás bien?

Me senté, desnuda sobre la cama con sábanas de seda negra, frías contra mi piel. La reina nos había prestado su cuarto para pasar la noche. Verdadera piel, suave y casi viva, pulsaba contra mi cadera. El cobertor de piel se movió, y la cara de Kitto parpadeó hacia mí. Sus enormes ojos azules dominaban su rostro pálido y no había nada de blanco en todo aquel color. Ése tono de azul era el llamado Sidhe Luminoso, pero los ojos eran los de un trasgo. Él había sido un niño durante la última gran guerra entre trasgos y sidhes. Su pálido cuerpo perfecto medía apenas 1’22 metros, un hombre delicado, el único de mis hombres que era más bajo que yo. Se veía infantil acurrucado en la cama, su cara enmarcada por la piel como la de algún querubín en una tarjeta del Día de San Valentín. Kitto ya tenía más de mil años cuando el cristianismo ni siquiera era una palabra. Era parte de mi trato con los trasgos. Ellos eran mis aliados porque él compartía mi cama.

Su mano encontró mi brazo y acarició de arriba abajo mi piel, buscando consuelo como hacemos cuando estamos nerviosos. No le gustaba que yo lo contemplara sin decir nada. Él se había enroscado cerca de mí, y la energía de la Diosa y del Consorte en mi sueño debió haber resbalado a través de su piel. Los rostros de los quince hombres que estaban de pie en un círculo alrededor de la cama mostraban claramente que ellos también habían sentido algo.

Doyle repitió su pregunta:

– Princesa Meredith, ¿estás bien?

Miré a mi capitán de la guardia, mi amante, su rostro tan negro como la capa que yo había llevado puesta en la visión, o la piel del jabalí que había salido corriendo en la nieve y había devuelto la primavera a la tierra. Tuve que cerrar los ojos y respirar profundamente, tratando de liberarme de los últimos vestigios de la visión. Tratando de centrarme en el aquí y ahora.

Liberé mis manos del enredo de sábanas. En mi mano derecha había una copa con forma de cuerno, el antiguo cuerno dorado incrustado en una base de oro cincelada sobre la que se podían ver símbolos que pocos sidhes podrían leer ahora. En mi mano izquierda esperaba encontrar el cuchillo blanco, pero no estaba allí. Estaba vacía. La contemplé durante un momento, luego levanté el cáliz con ambas manos.

– Mi Dios -susurró Rhys, aunque el susurro sonó extrañamente fuerte.

– Sí -dijo Doyle- eso es exactamente lo que es esto.

– ¿Qué te dijo él cuándo te dio la copa de cuerno? -Fue Abe quién preguntó. Abe con su pelo rayado con sombras de un pálido gris, gris oscuro, y negros y blancos, perfectos matices de color. Sus ojos eran unos tonos más oscuros del gris que la mayoría de los ojos humanos tenían, pero no parecían de otro mundo, no realmente. Si lo vistieras como un gótico moderno, sería un éxito en la pista de baile de cualquier club.

Sus ojos parecían extrañamente solemnes. Él había sido el borracho y el bufón de la corte durante más años de los que yo podía recordar. Pero ahora había una persona diferente mirando desde su rostro, un destello de lo que él debió haber sido una vez. Alguien que pensaba antes de hablar, alguien que tenía otras preocupaciones aparte de emborracharse tan rápido y tan a menudo como pudiera.

Abe tragó con fuerza y preguntó otra vez…

– ¿Qué dijo él?

Esta vez le contesté.

– Bebe y sé feliz.

Abe sonrió, pensativo, embargado por la tristeza.

– Eso suena como él.

– ¿Como quién? -pregunté.

– La copa solía ser mía. Mi símbolo.

Me arrastré lentamente hasta el borde de la cama y me arrodillé allí. Sostuve la copa con ambas manos y se la acerqué.

– Bebe y sé feliz, Abeloec.

Él negó con la cabeza.

– No merezco el favor del Consorte, Princesa. No merezco el favor de nadie.

De pronto supe, y no por medio de una visión, sino que simplemente y de repente tuve el conocimiento.

– No fuiste expulsado de la Corte Luminosa por seducir a la mujer equivocada como todos creen. Fuiste expulsado porque perdiste tus poderes, y una vez que ya no pudiste seguir haciendo que los cortesanos estuvieran alegres con la bebida y la juerga, Taranis te echó de una patada de la dorada Corte.

Una lágrima temblaba en el rabillo de un ojo. Abeloec estaba ahí de pie, erguido y orgulloso de una forma en que yo nunca lo había visto. Nunca lo había visto sobrio, como parecía estarlo ahora. Claramente había bebido para olvidar, pero aún era inmortal y sidhe, lo que significaba que ninguna droga, ninguna bebida, podría ayudarle realmente a encontrar el olvido. Podría sentirse aturdido, pero nunca realmente sucumbiría bajo los efectos de ninguna droga.

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[1] “Drink and be merry": Bebe y sé feliz. El Dios hace un juego de palabras con el diminutivo de Meredith, (Merry) que es el nombre de la protagonista.