Sí. Son tres reparos razonables.
Pero los tres puedo vencerlos con un solo argumento: yo voy a darte mi historia primero. Tú juzgarás si te parece verdadera o no, si te interesa o no, y si justifica o no que me cuentes la tuya.
Deduzco, pues, que no me pides mi compromiso previo.
No. Ningún compromiso. Apuesto. Que me vas a creer. Que te interesa conocer mi historia. Que querrás corresponderme.
Muy segura estás. ¿Y si yo te dijera que prefiero que no me cuentes nada de ti? No serías la primera persona a la que se lo digo…
Pero no vas a decírmelo. ¿O sí?
Lo que voy a decirte es algo que te debo, por simple honradez y porque creo que tú estás siendo honrada conmigo. No me atraen demasiado los chismes, y mucho menos chismorrear mis cosas. Piénsate bien los detalles que me das de tu persona y tu vida. Porque es muy dudoso que yo vaya a darte, bajo ninguna circunstancia, ciertos detalles de mí. Y si esperas reciprocidad respecto de esos detalles, no vas a tenerla.
No me preocupa dar más de lo que recibo. No suelo llevar la cuenta de esas cosas. Ni doy a los detalles más importancia de la que tienen. Lo que yo quiero es echarle un vistazo a tu alma.
No te prometo nada. Estás advertida.
Lo estoy. ¿Quieres mi historia entonces?
Si tú quieres contarla…
Quiero. Por qué no. Contar las historias ayuda a asumirlas. Y más cuando te escucha alguien que puede entenderlas.
Tampoco puedo asegurarte que sea ese alguien.
Ni yo necesito esa seguridad.
Escucho, pues.
Bien… Ya sabes que soy escocesa y que nací en Inverness. Conoces el lugar, así que no tengo que entretenerme en describírtelo. Una ciudad tranquila, pequeña, tirando a aburrida. Sobre todo en los largos inviernos. En verano se anima más, y hasta vienen bastantes turistas, por la tontería del monstruo del lago, que a fin de cuentas ha resultado ser un hallazgo. Hay mentiras que valen tanto o más que una verdad. Porque el monstruo no existe, pero las libras que nos ha traído su leyenda, sí.
Entre ellas, las que me dejé yo. Visité el museo, incluso.
No te sientas mal por ello. Todos lo hacen. Es inevitable husmear allí donde se crea un misterio. Aunque resulte increíble, y aunque nadie haya encontrado nunca rastro de nada, como en nuestro lago. Bueno, pues allí, en el frío Inverness, tuve una infancia más o menos feliz y una adolescencia accidentada, entre otras cosas porque coincidió con el divorcio de mis padres. Por suerte, era buena en los estudios. Conseguí una beca para ir a Edimburgo y me quité de la circulación. Desde entonces he salido adelante por mis propios medios y nunca he vuelto a vivir en mi ciudad natal. He sido bastante pobre, por temporadas, pero a cambio me libré de ser utilizada como arma arrojadiza en las peleas entre papá y mamá y he podido mantener una relación cómodamente distante con ambos. Cosa que no pueden decir mis pobres hermanos menores, por cierto. Pero no te voy a aburrir con el folletín de mi familia. No tiene nada de extraordinaria, incluso podría resultar vulgar, y aunque supongo que un psicólogo diría otra cosa, para mí no es demasiado decisiva. No les culpo de nada de lo malo ni creo que les deba nada de lo bueno que he llegado a tener. Salvo lo que me llegara a través de los genes, y eso me lo pasaron sin poder evitarlo.
Un psicólogo discreparía, seguro. Pero yo no lo soy.
Pues eso. El quid de mi historia es por qué, a los treinta y seis años, y después de haber visto y hecho otras cosas, me he refugiado en esta isla tan distinta de la que me vio nacer, en un pueblo cualquiera de una costa devastada por la especulación, en un trabajo que no me apasiona y en un matrimonio que me apasiona todavía menos, con un hombre al que nunca he amado y al que respeto lo imprescindible para poder convivir.
Contundente, el quid de tu historia. Ahora sí que estoy intrigado.
Hay un porqué, por supuesto. Si alguien tuviera que resumir mi biografía hasta aquí, supongo que diría que soy una especialista en tomar caminos equivocados. O quizá ésa no sea la palabra. Más bien se trata de caminos que al cabo de un tiempo resultan no ser los que me corresponden, aunque de entrada me pareciesen de lo más prometedor. Eso sí, tengo una virtud. Cuando todo se estropea, no me importa borrar la pizarra de arriba abajo. Y una vez que lo he hecho me angustio un poco, como cualquiera, pero no me derrumbo. Sé que aun así puedo mantenerme en pie. Sé que puedo convivir con mi propia infelicidad. Por eso me atrajo tu blog. Porque, como alguna vez mi vida, olía a naufragio, pero también a resistencia.
No haré comentarios a eso.
Ya ves, estudié Historia, fui una alumna brillante, lo tenía todo a favor para convertirme en profesora. Y un día, de pronto, la Historia dejó de tener sentido para mí. No es que hubiera dejado de interesarme; es que ya no encajaba en mi vida, porque todo se me había vuelto del revés. Pero perdona, me temo que estoy dando rodeos. Te había prometido una historia y estoy tardando en contártela. Es, podemos describirlo así, un drama en tres actos. Ya conoces el final, esta isla, esta vida donde me has conocido. Pero empecemos por el primer acto.
Que no es la infancia, deduzco de lo anterior…
No. En el primer acto yo tengo veintidós años. Soy lista, soy joven y no tengo miedo. He visto hundirse mi hogar sin que la catástrofe me afectara demasiado. He creado mi propio espacio y abierto mi propio camino. Con la beca y trabajos por horas pago mis facturas. Estoy a punto de terminar una carrera que me gusta y se me da bien, y en la que se me ofrecen buenas perspectivas de futuro. Y hay algo más: soy atractiva, y lo bastante consciente de lo que eso representa como para saber aprovecharlo. Disfruto de la sensación de poder que mi cuerpo puede proporcionarme, pero no me dejo arrastrar por ella como una adolescente atolondrada. Sé que me basta desabrochar un par de botones para producir efectos infalibles. Pero también sé que puedo arrepentirme de producirlos. Y los controlo.
Imagino que al darme el detalle de tu atractivo físico no pierdes de vista que estás hablando con un hombre. ¿Cuentas con que la mención cause en mí alguno de esos efectos infalibles que dices?
Me temo que he perdido alguna infalibilidad. Ya no tengo veintidós años. Y por ahora no me he desabrochado ningún botón.
No, has hecho algo mucho más sutil y malicioso.
¿Ah, sí?
Está bien, olvídalo, no voy a caer en la trampa. Perdona que te haya interrumpido. Sigue. Si quieres.
Quiero. El caso es que, hasta ese momento, todo ha sido bastante divertido e intrascendente. He pasado buenos y malos ratos, pero mi corazón está limpio de rasguños. Justo entonces, se cruza en mi vida alguien. Lo llamaremos el Profesor…