Выбрать главу

También yo, mi querida Theresa, llegué a creer que se me permitía lo que para otros, en su visión estrecha y convencional de la vida, estaba prohibido. Cuando infringí las reglas no lo hice con una sensación de torpeza, sino pensando que en mis actos había una suerte de legitimidad, de necesidad incluso. No te diré que no me estorbara la conciencia, o que no cayera en la cuenta de que estaba saltándome unas normas a las que yo mismo me había atenido hasta entonces, pero mi delito me producía una embriaguez tan irresistible, y me hacía sentir dentro de mí una fuerza tan poderosa, que no admitía ninguna posibilidad de contención. Desoír aquella llamada podía ser mi deber ante otros; pero también implicaba traicionarme a mí mismo. Así fue como crucé la raya. Sin titubear. Con entusiasmo.

En algún momento pasó por mi cabeza la idea de que mi infringimiento era una prueba de valor, de singularidad, incluso de grandeza. El mundo está lleno de corderos mansos que obedecen por miedo o por falta de ocasiones y de imaginación para salirse del redil. Yo ya nunca sería como ellos, había tenido el coraje de saltar la valla y arriesgarme a las consecuencias. Pero mi arrogancia duró tanto, o tan poco, como mi impunidad. Cuando me vi expuesto a esas consecuencias, se vino abajo. Como fray Francisco, en vez de sostener ante el tribunal mi herejía, renegué de ella, me sometía la ortodoxia y pedí perdón. No tuve la fortaleza para permanecer impenitente, y esa claudicación echó por tierra todas mis pretensiones anteriores. Los valientes, los singulares, los grandes, no se humillan ante el inquisidor. Se mantienen firmes y se ganan la hoguera. Y con ella el respeto.

Al final no ardí en la hoguera, pero tampoco me perdonaron. Tuve mi castigo y, como el del confesor, no fue benévolo. Me supuso quebrantos considerables, en todos los aspectos. Perdí mis propiedades, mi reputación y, sobre todo, el apoyo de personas que eran importantes para mí. De creerme capaz de cualquier cosa, pasé a no tener la menor seguridad para emprender nada. De un golpe, volaron mi libertad, mi dignidad y mi ilusión de vivir. El deterioro me resultó tan brutal que me quedé en estado de shock, reducido a una impotencia que no había soñado ni en mis peores pesadillas. Hasta ese momento, mi existencia había sido una continua progresión, en todos los sentidos: lo último que había contemplado era que pudiera sufrir un retroceso tan drástico y tan inapelable como aquél. Mi mente no estaba preparada para asumirlo y se bloqueó. Cuando lo recuerdo desde aquí, no puedo evitar pensar que uno no termina de conocerse a sí mismo hasta que tiene que enfrentarse a un revés que le suponga una pérdida realmente trascendental. Por resumirlo en una sola frase: no sabemos quiénes somos hasta que nos llega la hora de ser menos de lo que hemos sido.

He imaginado a menudo lo que debió de sentir fray Francisco en la reclusión a la que fue condenado. Privado para siempre de su dignidad eclesiástica y de la posibilidad de volver a tener bajo su dirección espiritual una manada de dóciles cervatillas. Vejado, despreciado, solo. Sé por experiencia hasta qué punto puede llegar a dolerle a un hombre verse así, despojado a la vez de aquello de lo que un día disfrutó y de la estima de sus semejantes. Pero eso, a fin de cuentas, es sólo una parte del dolor, la más inmediata, y no es la más difícil de soportar. Hay otra parte que resulta mucho más terrible. Tanto, que puede llegar a matarte. Como me mató a mí.

Y aquí da comienzo el segundo acto. Que trata de cómo, sin dejar de ser fray Francisco, me convertí en el inquisidor. Cuando tomé plena conciencia de la catástrofe, y de cómo se me había venido encima, mi primera obsesión fue tratar de entender por qué me había sucedido aquello. Examiné una y otra vez los hechos: las actitudes, las acciones y las omisiones, tanto mías como de otros. En medio del destrozo, creí que ante todo debía ser justo, conmigo y con los demás. A la infelicidad y a la derrota no quería sumar la equivocación. Debía encontrar, pensé, una forma de reivindicarme.

Pero no puede elegir un camino más erróneo para perseguir ese objetivo. El ejercicio de escrutinio al que entonces me entregué se reveló nefasto, por no decir devastador. No logré encontrar ninguna razón sólida en mi conducta, que examinada de forma retrospectiva me parecía tan sólo irreflexiva e insensata. Más que mi posible maldad, me avergonzaba mi incuestionable estupidez, el modo absurdo en que me había expuesto y había perdido. Con la perspectiva del tiempo, me costaba comprender cómo había podido creer en algún momento que de aquello saldría algo diferente del descalabro en que había concluido todo. La única explicación admisible era que mi naturaleza era deficiente, que todo se debía a una tara que me lastraba y a la que nunca me podría sobreponer. El inquisidor, ya instalado dentro de mí, machacaba inmisericorde al inerme fray Francisco, sin ofrecerle un solo resquicio que le permitiera justificarse. En cambio, cuando sopesaba la dureza de mi penitencia, lo que implicaba valorar los actos de aquellos que me la infligían, el inquisidor se mostraba comprensivo. Cualquier atropello del que se me hiciera objeto tenía motivación suficiente en mi falta. Quien abre la caja de Pandora, ha de saber soportar todo lo que contiene.

Lo peor de enfrentarse a la acusación sostenida por uno mismo, y de tener a uno mismo como verdugo, es que nadie conoce mejor nuestros rincones oscuros y nuestros puntos débiles. A otro puede escapársele alguna infracción, o podemos confiar en que fallará algún golpe. Pero cuando el oponente está dentro, todos nuestros yerros quedan a la vista y todas las cuchilladas hacen carne. La desnudez es tan absoluta que uno comprende la esterilidad de la resistencia. Como le ocurre a fray Francisco en el potro. Como me ocurrió a mí, mientras ordenaba al alguacil que le diera vueltas al torno con el que estiraba mis propios miembros y aumentaba mi propio dolor. Desdoblado en juez y reo, exterminaba en mí toda esperanza.

Fue entonces, en el momento en que mi propia alma tomó la forma de aquel implacable acusador que todo lo veía y todo lo castigaba, cuando supe que estaba acabado. No tenía ningún sentido perseverar en una vida normal, hacer proyectos o pensar en el futuro, cuando había quedado establecida, por sentencia de un juez al que nunca podría sustraerme, mi completa e irrevocable culpabilidad. Dejé de pelear y a partir de ahí me limité a realizar los actos indispensables para mantener mi supervivencia física.

En algún momento, la lógica me llevó a explorar la idea de añadir a la muerte de mi espíritu la muerte de mi cuerpo. En cierto modo, carecía de sentido seguir alimentando y sosteniendo una carcasa cuyo motor y cuyos circuitos esenciales habían quedado inutilizados. Pero cuando me puse a pensar en la mecánica del asunto, me pareció tan ridícula como innecesaria. Si se analiza bien, el suicidio es un acto de voluntad, de una voluntad tan intensa y extrema que obliga a generar la fuerza suficiente para provocar que deje de funcionar una máquina que aún tiene energía para seguir funcionando. Yo no tenía esa voluntad, y tampoco me veía en la tesitura de tener que provocar un desenlace tan aparatoso y tan desagradable para los que le sobreviven a uno. Ni siquiera para acabar con mi sufrimiento. El sufrimiento, a partir de un cierto punto, genera su propia conformidad. En mi caso, había llegado a persuadirme de que aquella extraña dicotomía, entre un cuerpo que alentaba y un espíritu inerte, no tardaría mucho en resolverse por sí sola. No tenía más que esperar, con paciencia y sin miedo. Qué puede temer, en fin, aquel a quien lo peor le ha sucedido ya.