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Esta mañana, a primera hora, he recibido un correo electrónico. Me lo remite una tal Anna Giovanelli. Un nombre que nunca antes había leído. El texto no puede ser más breve. Lo copio:

Estimada Theresa:

Le ruego me facilite su nombre y apellido, tal y como constan en su documento de identidad o pasaporte, para enviarle por este medio billete electrónico de avión que me complace poner a su disposición.

Si yo fuera una persona sensata, y no la aventurera inconsciente y caprichosa que cada vez tengo más claro que soy, supongo que me habría pensado durante un buen rato qué significaba este mensaje, y qué correspondía, con arreglo al sentido común, hacer con él. Pero a partir de cierta edad las cosas ya no tienen remedio, y quizá tampoco haya que esforzarse demasiado en ponérselo. Apenas he tardado quince minutos en responder a la dirección desde la que me mandaban el mensaje, con otro en el que, desoyendo todos los consejos de seguridad para internautas, daba mi nombre y mi apellido.

Durante la hora siguiente he permanecido con el corazón en vilo. A duras penas podía controlar mi ansiedad, mientras me preguntaba quién podía ser aquella mujer y por qué era ella, y no el que sólo podía haberle dado el nombre de Theresa, quien me escribía.

En el momento de redactar esto, sigo sin saber quién es Anna Giovanelli. No ha considerado necesario aclarármelo en el mensaje que me ha remitido cincuenta y cinco minutos después de recibir el mío. El texto era todavía más breve que el anterior:

Estimada Theresa:

Le incluyo el billete en archivo adjunto. Estaré esperándola en el aeropuerto. Llevaré un cartel con su nombre.

En el archivo adjunto había un billete para mañana, con regreso pasado mañana. El avión no sale de mi isla, sino de otra, pero eso, como seguramente previó al hacer su apuesta, no es un problema grave. Las conexiones dentro del archipiélago son buenas y puedo subsanarlo fácilmente. El vuelo de ida es directo a Berlín. La vuelta, en cambio, es vía Madrid. Ignoro el porqué de esta diferencia, pero poco me importa eso ahora. Al fin sé dónde está. Y que, salvo que me equivoque mucho al interpretar los signos, está vivo.

Le he dicho a mi marido que tengo que hacer un viaje urgente. Por un momento he estado tentada de inventar una mentira sobre la razón de la urgencia. Finalmente no lo he hecho y juraría que él me lo ha agradecido. Dentro de una hora viene el taxi para llevarme al aeropuerto. No sé qué va a ocurrir y, por tanto, no prometo nada. Pero si creo que merece la pena hacerlo (y si me es posible, claro) lo contaré aquí. Para todo el mundo. Para nadie. O no.

4 de diciembre

Kurfürstendamm
(Le notti bianche)

Berlín. 20.03 horas. Kurfürstendamm. Así se llama la calle donde está el cibercafé desde el que escribo. En tanto se me ocurre algo mejor, titulo esto con su nombre, que ni siquiera sé lo que significa. Es una calle comercial, impersonal, algo inhóspita. O será el frío. Al fondo hay una iglesia en ruinas, con la torre mutilada. Han perfilado con cemento el roto que le hicieron las bombas para congelar su silueta en esa instantánea de su destrucción. Por la noche la iluminan con focos. Su forma quebrada resulta extrañamente bella.

Por qué demonios estoy escribiendo esto. ¿Importa el paisaje? ¿Esta anotación es diferente de las otras porque la hago en un lugar público, en esta ciudad extranjera donde nunca había estado hasta hoy, y no en la librería o en mi casa, donde escribí las anteriores? Qué tonterías digo. Pues claro. Es diferente por eso y porque ahora, de improviso, este blog ha perdido su razón de ser.

Por primera vez, estoy escribiendo al azar, sin pensar. ¿Debo contarlo? ¿Debería, en cambio, guardarlo para mí? ¿Con quién tengo el deber que ha de prevalecer sobre el resto? ¿Con él? ¿Conmigo misma? ¿Con los lectores mudos o acaso inexistentes con quienes compartí todo lo anterior? ¿En función de qué debo tomar la decisión? ¿Importa algo lo que decida? Al final, ¿importa algo?

Pero estoy aquí. Me espera una habitación de hotel donde pasaré la noche sola, y me temo que no voy a poder dormir. El hotel es confortable, incluso lujoso. Por ese lado no tengo queja. Pero todavía no termino de entender todo esto. ¿Y qué es lo que hace el ser humano cuando no entiende algo? Convertirlo en una historia.

Para qué voy a retrasarlo más. Tengo que contarlo. No lo puedo evitar. Luego tal vez me arrepienta y lo borre todo, pero no se me ocurre nada mejor que hacer. Soy una chica escocesa perdida en Berlín en una noche de otoño que sabe a invierno. Y voy a escribir. Con esta máquina que me da la posibilidad de hacer sonar mis palabras en todo el universo. Y en ninguna parte a la vez.

No prometo contarlo todo, ni con exactitud. Pondré lo que me salga y como me salga. Directamente. Basta de rodeos.

Al salir del avión, noto de golpe el frío. Dura apenas un instante; en seguida entro en el edificio de la terminal y la calefacción lo compensa. Pero a mí se me queda clavado en los huesos, malacostumbrados a la perpetua bonanza de las islas. Todavía sigue ahí cuando atravieso la puerta de la zona de salidas. Viajo sólo con equipaje de mano. No sé a qué he venido, pero no olvido que tengo billete de vuelta para el día siguiente. Para qué traer peso innecesario.

En todo el camino desde el avión estoy tratando de imaginar a Anna Giovanelli. Por el nombre la supongo italiana, morena, de profundos ojos oscuros. Pero cuando salgo y diviso el cartel con mi nombre, en letras grandes, observo que lo sujeta una mujer rubia, de ojos color miel. Es más alta y un poco mayor que yo. No mucho. No creo que haya cumplido todavía los cuarenta. Más que atractiva, resulta agradable. Instantáneamente cálida. Sé que no me conoce y me aprovecho, durante esos pocos segundos en los que aún puedo ser sólo una más de las posibles versiones de la persona a la que espera, para observarla. Luego me dirijo a ella y me presento.

Sonríe, me tiende la mano y me saluda en español. Lo hace con una naturalidad que me desarma. Como si fuera, qué sé yo, alguien de la organización de un congreso que recibe a un participante.

– Perdone, ¿entiende español, verdad? -se disculpa de pronto.

Le digo que sí, que no se preocupe, en mi español del que no consigo que se vaya el acento británico, aunque ahora esté revuelto con el de las islas. Ella habla un español impecable. Sin acento.

Me dice que ha traído su coche y me ofrece ayuda con mi pequeña maleta, pero le hago ver que no es necesario. En el camino al aparcamiento me habla del tiempo, del que hace aquí en Berlín, y también se interesa por el que dejé atrás, en las islas. Me cuenta que conoce varias. Desde el cajero automático hasta el coche, y durante el primer tramo del viaje, eso centra la conversación.

Si no fuera tan amable, si no pareciera todo tan normal, le haría ver de algún modo que sería un detalle por su parte explicarme algo de lo que está sucediendo, adónde me lleva, etcétera. Pero ella me sigue hablando de playas, volcanes y comida, como si no tuviera más deber que distraer a la desconocida durante el trayecto. Como si creyera que alguien me ha informado ya, y que a ella tan sólo le toca trasladarme y hacer que todo resulte lo más cómodo y banal posible. A lo mejor eso es lo que cree, pienso, y le sigo la corriente con la sensación de estarme comportando de un modo tan idiota e incoherente como nunca en toda mi vida. Al llegar a las primeras calles de la ciudad, cambia de asunto y empieza a darme explicaciones sobre la geografía y la historia de Berlín. No sabría decir si es una experta en la materia o si no hace más que repetir con gracia lo que a ella le han contado. Pero consigue no callar en todo el tiempo, así que me rindo a su locuacidad y aprovecho para descubrir lo que pueda de esta ciudad que contemplo por primera vez. Me sorprende por lo heterogénea. Hay avenidas señoriales, plazas futuristas, pero también calles descuidadas, como detenidas en el tiempo. Anna me explica que atravesamos el antiguo Berlín Oriental, que está aún en pleno proceso de renovación urbanística. No sé si lo celebro o lo lamento. No me disgustan esas fachadas descoloridas.