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Debo decir algo más, incluso, en lo que a mí respecta en particular. Algo que puede sobrecoger a quien lo lea, como me sobrecogió a mí mismo cuando lo comprendí. sé que el mal es consustancial a mi alma, y que haga lo que haga, de ella no lograré arrancarlo. Mis flaquezas son más fuertes que yo, y sé desde hace tiempo que estoy condenado a integrarme, escarnecido y humillado como el que más, en las legiones de ese príncipe al que cada día trato de hurtar súbditos. No espero su piedad, como tampoco espero recompensa de Aquel Cuya causa defiendo, porque sé que no es del modo incompleto en que lo hago como se le puede complacer y ganar Su misericordia. Pero aunque no sepa enmendarse y por tanto ganar la absolución, mi espíritu se resiste a dejar de ver que la luz es la luz y la noche es la noche. Y ya que mis actos como hombre me ensucian y denigran, me queda al menos el consuelo de que como ministro de la Iglesia persigo su grandeza y le ofrendo un sacrificio que otros, los justos, nunca podrán hacer.

Por eso no temo el juicio de los simples, y no me tiembla el pulso al enfrentarme a las arduas y espinosas rutinas que conlleva mi cometido. Soy quien debe estar aquí, desempeñándolo, y no atormenta mi conciencia ninguna de las diligencias que he realizado u ordenado a lo largo de todos estos años. Me aflige mi vileza; no el haber acertado a dirigir las potencias que de ella brotan contra aquellos que caen bajo mi jurisdicción. Todas las añagazas, las insidias y aun las crueldades cometidas en el ejercicio de mi cargo y para cumplir sus fines son un triunfo sobre mi propia naturaleza, que me encaminaba a realizarlas sin provecho. Todo el mal que aquí hago, es por la causa del bien. No incrementa, sino que minora mi deuda.

Muy otro es el caso de mis faltas privadas. A menudo me invade la desazón, incluso llego a sentir envidia por aquellos a los que proceso, cuando se derrumban e imploran y obtienen, por alto que sea el precio, el perdón que a mí no me cabe esperar. No puedo acudir al confesor para descargar mi conciencia, porque me consta que significaría el final de todo lo que ahora soy y tengo un miedo insoportable a verme obligado a vivir de otra manera, despojado de mis actuales atribuciones y sometido a impredecibles penurias. Sé que en esa menguada circunstancia terminaría quitándome la vida, y asegurando así mi condenación. En ésta no son mucho mayores mis esperanzas de salvarme, pero queda un resquicio para la duda. Mientras continúe aquí, puedo soñar con que encontraré la manera de agradar a Dios lo bastante como para que me perdone, aun impenitente, o bien para que me ilumine y me ayude a vencer al fin la congénita maldad de mi ser.

Pero queden aquí estas miserias. Estoy impaciente por lo que se avecina, y ya empiezo a saborearlo. Ese necio quiso acomodar la fe a su debilidad. Ahora voy a enseñarle que no es tan fácil el camino del hombre.

17 de noviembre

Cuaderno del Inquisidor (3)

Aquí está, el hombre. Es tan poca cosa un hombre, cuando se halla a merceddel miedo y del poder superior de otro… Una de las dificultades no menores de mi oficio consiste en saber ejercer sobre estos procesados venidos a nada la vigorosa coacción que para inquirir es a veces imprescindible. Una compasión mal entendida ablanda el corazón ante estas gentes despojadas del ánimo, y nos lleva a olvidar que infligiendo a sus cuerpos y a sus mentes el castigo debido se les tiene la compasión más alta y virtuosa, que es la que mira sobre todo por sus almas expuestas a la perdición.

Me dispongo a ordenar que le den tormento. Nada demasiado rebuscado, que son los urdidores de fábulas los que atribuyen al Santo Oficio una variedad caprichosa de artilugios y procedimientos de tortura. Como es costumbre, se usará el simple, fiel y eficaz potro: y es que el sufrimiento recio y persuasivo que produce el estiramiento de los miembros excusa de ingeniar mayores alambicamientos. Un par de medias vueltas al torno ablanda a la mayoría. A la de tres se rinden los fuertes. Y con cuatro se vienen abajo los héroes y los que antes de acostarse en la mesa, movidos por el aliento de Satanás o la vesania, se mostraban más altivos y desafiantes. Qué tonta fanfarronada es plantarle cara a la inexorable voluntad de Dios.

El confesor apenas resiste media vuelta. Es para mí un misterio por qué un hombre que forzosamente ha de conocerse lo bastante como para saber que el valor físico no va a acompañarlo durante un trecho demasiado largo se impone el inútil y penoso trámite de afrontar ese primer tramo de vejación y de dolor. Por qué, apenas se han apretado las ligaduras sobre sus muñecas y tobillos, no dice francamente: «Está bien, quede aquí este negocio, que me avengo a confesar lo que hasta ahora me negaba». El resultado práctico, en términos procesales, vendría a ser el mismo. Y ahorrada quedaría la degradante penalidad corporal. Pero diríase que muchos reos necesitan representar ante sí mismos la comedia de que intentaron sobreponerse al tormento, de que no cedieron sin más a la amenaza de su uso y fueron doblegados en una suerte de lid que, por breve que sea, los acredita como combatientes vencidos y no como cobardes que depusieron las armas. También este hombre, que tanta flaqueza atesora y tan frágil voluntad tiene, se ha exigido sufrir antes de plegarse al desenlace que sabía ineludible. No va a soportar el castigo hasta morir. Ni siquiera va a soportarlo hasta el desvanecimiento. Pide a gritos que se le afloje la tensión de la cuerda y hago seña al alguacil de que atienda su súplica. Relaja la cuerda sólo lo justo, para que alivie la desesperación pero mantenga viva la angustia del procesado.

– Sabéis, fray Francisco, que es muy en contra de mi deseo como hemos llegado con vos a estos extremos -le miento dulcemente-. Vuestros tropiezos habidos en el pasado y los testimonios recogidos respecto del asunto presente hacen prueba semiplena en cuanto al delito que aquí se ventila. Va en demérito de vuestra inteligencia que, constándoos todo ello, os mostréis tan reacio a prestar de una vez y sin más la confesión que zanjaría la instrucción y nos ahorraría a todos estos sinsabores. Comprendo que temáis las consecuencias, pero ésas os van a tocar de todos modos.

He sido sutilmente despiadado al sostener este parlamento. El fraile ya conoció la condena inquisitorial por un extravío de juventud, afín al que ahora lo ha puesto bajo mi férula. De aquélla no salió del todo malparado, porque era la primera vez que se veía sometido a proceso y una confesión y un arrepentimiento expeditivos le pudieron granjear un trato generoso por parte del tribunal. Pero en esta ocasión reincide, y la gravedad del estrago es tan grande que no puede esperar sino un duro escarmiento.

– Tened piedad, por amor de Dios -murmura-. Piedad…