Antes de irme, he cogido su mano. Quería tocarlo, aunque fuera sólo eso, un roce, un instante. La he sentido caliente, quizá por la fiebre. Ha apretado mis dedos y nos hemos mirado. Ha vuelto a darme las gracias. Le he dicho que era yo quien le estaba agradecida y que confiaba en que se pondría bien. Y eso ha sido todo. Con lo que aquí, en tantas noches en blanco, llegamos a compartir.
En la puerta del ascensor hemos coincidido con una muchacha de unos veinte años. Alta, castaña, de vivaces ojos azules. Ha saludado a Anna con familiaridad y han estado intercambiando información sobre el enfermo. La chica tenía un aplomo insólito para su edad. Anna me ha presentado. Una amiga de tu padre. De España. La voy a llevar a su hotel y ahora vuelvo. La chica no ha hecho el menor gesto de extrañeza. Tampoco me ha preguntado nada. Encantada, me ha dicho, y se ha metido en la casa en seguida. Creo que sería incapaz de reconocerme, si volviéramos a vernos. Mejor así.
Anna me ha dado una serie de recomendaciones sobre los lugares que debía visitar de la ciudad. Ha sido muy atenta y no le guardo ningún rencor, pero he preferido ignorarlas y dar una vuelta a mi aire. Al final he acabado caminando sola por los senderos del Tiergarten, bajo un frío casi polar. En cierto momento han empezado a caer copos de nieve. Entonces he pensado que por encima de todo debo alegrarme de que estén a su lado, las dos. Porque no está solo, y necesita tener esa luz femenina. Y mientras las lágrimas corrían por mis mejillas, y los mocos por mis labios, me he sentido como Marcello Mastroianni en la escena final de Le notti bianche.
Quien quiera saber por qué, la tiene en YouTube. Acabo de verla, como la perfecta imbécil que soy. No aprenderé nunca.
5 de diciembre
Madrid. 14.15 horas. Cerca de la Gran Vía.
Esto sí es el final. Y tiene sentido que lo escriba aquí, en Madrid, como lo tenía (no podía ser una casualidad) que el billete de regreso que me sacaron desde Berlín no fuera directo. Cuando lo recibí lo miré tan rápido, y con la cabeza tan puesta en otra parte, que no había reparado en que entre el aterrizaje en Barajas y la salida del avión para las islas había casi siete horas de diferencia. El tiempo suficiente para poder llevar a cabo sin apremios mi misión.
Ya está hecho. No ha sido difícil. Y me ha gustado.
Aprieto el viejo timbre. Ayer por la tarde, cuando telefoneé para pedir cita, me dijeron que si venía yo sola no tenía necesidad de reservar hora. Que en cuanto llegara bastaba con que llamara a la puerta del convento y me atenderían. Después de medio minuto largo, se oye al otro lado una voz que me pregunta qué deseo.
– Llamé ayer, por teléfono. Vengo a ver la iglesia.
– Ah, sí. Vaya a la puerta grande.
Estoy en la calle de San Roque, esquina a la calle del Pez. En pleno corazón del viejo Madrid. Donde se levantan, desde hace casi cuatrocientos años, el convento y la iglesia de las benedictinas de la Encarnación o de San Plácido. El edificio del convento no es el originario, sino una reconstrucción de principios del siglo XX sobre la planta del primero. La iglesia, en cambio, data de la segunda mitad del XVII. Es sólo la iglesia lo que enseñan, porque el convento sigue siendo de clausura. Pero es lo más cerca que puedo estar del alma de Teresa Valle de la Cerda y del lugar donde se gestó su desgracia y luego su redención. Aquí vivió y aquí escribió, también, aquel singular alegato que le permitiría perdurar y hacerse oír a través de los siglos.
Espero frente al portón de la iglesia. Al cabo de un par de minutos oigo el ruido de los cerrojos al descorrerse. Al otro lado de la puerta aparece una monjita casi octogenaria, muy menuda. Diría que no rebasa en mucho el metro cuarenta. Rehuye mi mirada, cohibida, mientras me invita a pasar a la iglesia. Da algunas luces y puedo apreciar en seguida que se trata de un templo espléndido, con una alta bóveda y una valiosa colección de arte sacro. Nadie lo diría por su discreta apariencia desde la calle. Y mejor, desde luego, que algunos ignoren las riquezas que se guardan tras esos muros.
La monjita me pide que espere, que va a buscar a la compañera que sabe explicarlo todo. Y desaparece. Me quedo sola en medio de la iglesia. Contemplo el enorme lienzo que cuelga en el centro del retablo del altar mayor. Me estuve informando ayer, en Internet. Es La Encarnación, de Claudio Coello. Siete metros de altura y un colorido al que una reciente restauración ha devuelto todo su esplendor. Muchos museos pagarían lo que fuera por tener algo así. Y aquí está, escondido, sin otro espectador que lo disfrute aparte de las monjas, los pocos fieles que acudan a misa y los excéntricos que vienen como yo a visitar la iglesia. En otro tiempo, en la sacristía estaba colgado nada más y nada menos que el Cristo de Velázquez. Hasta que se lo llevó Godoy, y de ahí acabó yendo a parar al Prado.
La monjita reaparece junto a otra. Apenas un centímetro más alta, y más o menos de la misma edad. Viene algo sofocada, ajustándose la toca, que porfía por írsele hacia atrás. Me saluda, recuperando aún el resuello. Le tiendo la mano, que me estrecha con cierta timidez, y le agradezco que tengan la deferencia de atenderme.
Quedamos a solas la segunda monja y yo. Efectivamente, es la que se lo sabe. Me informa sobre cada cuadro, cada talla y cada retablo que contiene la iglesia. No sólo acerca del artista, sino también del motivo de la obra. Descubro así que san Plácido fue uno de los dos primeros discípulos de san Benito, el fundador de la orden. O que la imagen de san Roque obedece a la devoción que se le tenía en aquel barrio por ser el santo protector contra la peste.
– En fin, ahora tenemos otras pestes, como usted sabe.
– Pues sí. Y más contagiosas.
– Y que lo diga usted.
Me enseña con orgullo las pinturas de Coello, la del altar mayor y otras cuatro más, todavía pendientes de restaurar. Y las tallas del portugués Pereira, y los frescos de Francisco de Ricci. Y por último, en una capilla lateral, la otra joya de la iglesia: la talla del Cristo Yacente de Gregorio Fernández. Guardada en una suntuosa urna de madera dorada y cristal, resulta una pieza sobrecogedora.
– Antes no estaba aquí, el Cristo. Pero lo pusimos en esta capilla para que pudieran verlo mejor las visitas. Hubo que hacer una obra y entonces fue cuando aparecieron los dos cuerpos, justo bajo este altar. Esos que decían que si uno era el de Velázquez.
– ¿Ah, sí? No sabía.
– A alguien se le ocurrió que podía ser. Por lo del Cristo suyo, que también estuvo aquí, hasta que se lo llevaron. Y porque el esqueleto apareció con el uniforme de caballero de Santiago.
– Bueno, caballeros de Santiago había muchos.
– Yo no sé, decían que si iban a mirarle el ADN ése. Lo que sí sé es la que nos montaron con la cosa de los huesos. Televisiones, periodistas, al final ya nos tenían mareadas con la historia.
Por último, me enseña el coro. Está ya en el convento, es decir, en la parte de la clausura, tras la reja. No paso del umbral, pero la monjita me dice que cuando vienen pocos fieles a la misa entran al coro a oírla con ellas, así que me atrevo a internarme un par de pasos. Al fondo del coro hay un cuadro. El Cristo de Velázquez.
– Es una copia. Muy buena. Se la encargó al mejor copista del Prado una señora muy devota, pariente de una hermana, para regalárnoslo. Así tapamos un poco el hueco del que nos quitaron.
– ¿Y cuántas son ustedes, ahora?
– Quince, nada más. Y mayores. Hay que renovar, pero de momento así estamos. Mucho convento para poca monja.
– Sí que debe de ser grande. He visto que ocupa toda la manzana.
– Es muy hermoso. Y tenemos dentro un jardín que da gusto. Es el respiro que tenemos, porque aquí en este barrio…
– Lo sé, lo he visto. En las fotos del satélite.
– ¿Cómo?
– En Internet. Hay fotos de satélite de Madrid. Y se ve el convento, y el jardín de ustedes, que es de lo poco verde de este barrio.