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En más de una ocasión su madre le preguntó a Alexander si Nadia era «su chica» y él siempre se lo negó con más energía de la necesaria. No era «su chica» en el sentido vulgar del término. La sola pregunta lo ofendía. Su relación con Nadia no podía compararse con los enamoramientos que solían trastornar a sus amigos, o con sus propias fantasías con Cecilia Burns, la muchacha con quien pensaba casarse desde que entró a la escuela. El cariño entre Nadia y él era único, intocable, precioso. Comprendía que una relación tan intensa y pura no es habitual entre un par de adolescentes de diferente sexo; por lo mismo no hablaba de ella, nadie la entendería.

Una hora más tarde desaparecieron una a una las estrellas y el cielo comenzó a aclarar, primero como un suave resplandor y pronto como un magnífico incendio, alumbrando el paisaje con reflejos anaranjados. El cielo se llenó de pájaros diversos y un concierto de trinos despertó al grupo. Se pusieron en acción de inmediato, unos atizando el fuego y preparando algo para desayunar, otros ayudando a Angie Ninderera a desprender la hélice con la intención de repararla.

Debieron armarse de palos para mantener a raya a los monos que se abalanzaron sobre el pequeño campamento para robar comida. La batalla los dejó extenuados. Los monos se retiraron al fondo de la playa y desde allí vigilaban, esperando cualquier descuido para atacar de nuevo. El calor y la humedad eran agobiantes, tenían la ropa pegada al cuerpo, el cabello mojado, la piel ardiente. Del bosque se desprendía un olor pesado a materia orgánica en descomposición, que se mezclaba con la fetidez del excremento que habían usado para la fogata. La sed los acosaba y debían cuidar las últimas reservas de agua envasada que llevaban en el avión. El hermano Fernando propuso usar el agua del río, pero Kate dijo que les daría tifus o cólera.

– Podemos hervirla, pero con este calor no habrá forma de enfriarla, tendremos que beberla caliente -agregó Angie.

– Entonces hagamos té -concluyó Kate.

El misionero utilizó la olla que colgaba de su mochila para sacar agua del río y hervirla. Era de color óxido, sabor metálico y un extraño olor dulzón, un poco nauseabundo.

Borobá era el único que entraba al bosque en rápidas excursiones, los demás temían perderse en la espesura. Nadia notó que iba y venía a cada rato, con una actitud que al principio era de curiosidad y pronto parecía de desesperación. Invitó a Alexander y ambos partieron detrás del mono.

– No se alejen, chicos -les advirtió Kate.

– Volvemos enseguida -replicó su nieto.

Borobá los condujo sin vacilaciones entre los árboles. Mientras él saltaba de rama en rama, Nadia y Alexander avanzaban con dificultad abriéndose camino entre los tupidos helechos, rogando para no pisar una culebra o encontrarse frente a frente con un leopardo.

Los jóvenes se adentraron en la vegetación sin perder de vista a Borobá. Les pareció que iban por una especie de sendero apenas trazado en el bosque tal vez una ruta antigua, que las plantas habían cubierto, por donde transitaban animales cuando iban a beber al río. Estaban cubiertos de insectos de pies a cabeza; ante la imposibilidad de librarse ellos, se resignaron a tolerarlos. Era mejor no pensar en la serie de enfermedades transmitidas por insectos, desde malaria hasta el sopor mortal inducido por la mosca tsetsé, cuyas víctimas se hundían en un letargo profundo, hasta que morían atrapadas en el laberinto de sus pesadillas. En algunos lugares debían romper a manotadas las inmensas telarañas que les cerraban el paso; en otros se hundían hasta media pierna en un lodo pegajoso.

De pronto distinguieron en el bullicio continuo del bosque algo similar a un lamento humano, que los detuvo en seco. Borobá se puso a saltar ansioso, indicándoles que continuaran. Unos metros más adelante vieron de qué se trataba. Alexander, quien abría el camino, estuvo a punto de caer en un hueco que surgió ante sus pies, como una hendidura. El llanto provenía de una forma oscura, que yacía en el hoyo y que a primera vista parecía un gran perro.

– ¿Qué es? -murmuró Alexander, sin atreverse a levantar la voz, retrocediendo.

Los chillidos de Borobá se intensificaron, la criatura en el hoyo se movió y entonces se dieron cuenta de que era un simio. Estaba envuelto en una red que lo inmovilizaba por completo. El animal levantó la vista y al verlos comenzó a dar alaridos, mostrando los dientes.

– Es un gorila. No puede salir… -dijo Nadia.

– Esto parece una trampa…

– Hay que sacarlo -propuso Nadia.

– ¿Cómo? Nos puede morder…

Nadia se agachó a la altura del animal atrapado y empezó a hablar como lo hacía con Borobá.

– ¿Qué le dices? -le preguntó Alexander.

– No sé si me entiende. No todos los monos hablan la misma lengua, Jaguar. En el safari pude comunicarme con los chimpancés, pero no con los mandriles.

– Esos mandriles eran unos desalmados, Águila. No te habrían hecho caso aunque te hubieran entendido.

– No conozco el idioma de los gorilas, pero imagino que será parecido al de otros monos.

– Dile que se quede quieto y veremos si podemos desprenderlo de la red.

Poco a poco la voz de Nadia logró calmar al animal prisionero, pero si intentaban acercarse volvía a mostrar los dientes y a gruñir.

– ¡Tiene un bebé! -señaló Alexander.

Era diminuto, no podía tener más de unas cuantas semanas, y se adhería con desesperación al grueso pelaje de su madre.

– Vamos a buscar ayuda. Necesitamos cortar la red -decidió Nadia.

Volvieron a la playa lo más deprisa que el terreno permitía y les contaron a los demás lo que habían encontrado.

– Ese animal puede atacarlos. Los gorilas son pacíficos, pero una hembra con una cría siempre es peligrosa -les advirtió el hermano Fernando.

Pero ya Nadia había echado mano de un cuchillo y partía seguida por el resto del grupo. Joel González apenas podía creer su buena fortuna: iba a fotografiar a un gorila, después de todo. El hermano Fernando se armó de su machete y un palo largo, Angie llevaba el revólver y el rifle. Borobá los condujo directo a la trampa donde estaba la gorila, quien al verse rodeada de rostros humanos se puso frenética.

– En este momento nos vendría muy bien el anestésico de Michael Mushaha -observó Angie.

– Tiene mucho miedo. Trataré de acercarme, ustedes esperen atrás -propuso Nadia.

Los demás retrocedieron varios metros y se agazaparon entre los helechos, mientras Nadia y Alexander se aproximaban centímetro a centímetro, deteniéndose y esperando. La voz de Nadia continuaba su largo monólogo para tranquilizar al pobre animal atrapado. Así transcurrieron varios minutos, hasta que los gruñidos cesaron.

– Jaguar, mira allá arriba -susurró Nadia al oído de su amigo.

Alexander levantó los ojos y vio en la copa del árbol señalado un rostro negro y brillante, con ojos muy juntos y nariz aplastada, observándolo con gran atención.

– Es otro gorila. ¡Y mucho más grande! -replicó Alexander también en un murmullo.

– No lo mires a los ojos, eso es una amenaza para ellos y puede enojarse -le aconsejó ella.

El resto del grupo también lo vio, pero nadie se movió. A Joel González le picaban las manos por enfocar su cámara, pero Kate lo disuadió con una severa mirada. La oportunidad de estar a tan corta distancia de aquellos grandes simios era tan rara, que no podían arruinarla con un movimiento falso. Media hora más tarde nada había sucedido; el gorila del árbol permanecía quieto en su puesto de observación y la figura encogida bajo la red guardaba silencio. Sólo su respiración agitada y la forma en que apretaba a su cría delataban su angustia.

Nadia empezó a gatear hacia la trampa, observada por la aterrorizada hembra desde el suelo y por el macho desde arriba. Alexander la siguió con el cuchillo entre los dientes, sintiéndose vagamente ridículo, como si estuviera en una película de Tarzán. Cuando Nadia estiró la mano para tocar al animal bajo la red, las ramas del árbol donde estaba el otro gorila se balancearon.