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– Dígale al rey Kosongo que acepto ser su esposa y quiero la vida de estos muchachos como regalo de bodas -dijo la mujer con voz firme.

Mbembelé y Angie se miraron a los ojos, midiéndose con ferocidad, como un par de boxeadores antes del combate. El comandante era media cabeza más alto y mucho más fuerte que ella, además tenía una pistola, pero Angie era una de esas personas con inquebrantable confianza en sí misma. Se creía bella, lista, irresistible y tenía una actitud atrevida, que le servía para hacer su santa voluntad. Apoyó sus dos manos sobre el pecho desnudo del odiado militar -tocándolo por segunda vez- y lo empujó con suavidad, obligándolo a retroceder. Acto seguido lo fulminó con una sonrisa capaz de desarmar al más bravo.

– Vamos, comandante, ahora sí que acepto un trago de su whisky -dijo alegremente, como si en vez de un duelo a muerte hubieran presenciado un acto de circo.

Entretanto el hermano Fernando, seguido por Kate y Joel González, se acercaron también y procedieron a levantar a los dos muchachos. Uno estaba cubierto de sangre y se tambaleaba, el otro inconsciente. Los sostuvieron por los brazos y se los llevaron casi a rastras hacia la choza donde estaban alojados, mientras la población de Ngoubé, los guardias bantúes y los Hermanos del Leopardo observaban la escena con el más absoluto asombro.

13 David y Goliat

La reina Nana-Asante acompañó a Nadia y Alexander por la delgada huella en el bosque, que unía la aldea de los antepasados con el altar donde aguardaba Beyé-Dokou. Aún no salía el sol y la luna había desaparecido, era la hora más negra de la noche, pero Alexander llevaba su linterna y Nana-Asante conocía el sendero de memoria, porque lo recorría a menudo para apoderarse de las ofrendas de comida que dejaban los pigmeos.

Alexander y Nadia estaban transformados por la experiencia vivida en el mundo de los espíritus. Durante unas horas dejaron de ser individuos y se fundieron en la totalidad de lo que existe. Se sentían fuertes, seguros, lúcidos; podían ver la realidad desde una perspectiva más rica y luminosa. Perdieron el temor, incluso el temor a la muerte, porque comprendieron que, pasara lo que pasara, no desaparecerían tragados por la oscuridad. Nunca estarían separados, formaban parte de un solo espíritu.

Resultaba difícil imaginar que en el plano metafísico los villanos como Mauro Carias en el Amazonas, el Especialista en el Reino Prohibido y Kosongo en Ngoubé tenían almas idénticas a las de ellos. ¿Cómo podía ser que no hubiera diferencia entre villanos y héroes, santos y criminales; entre los que hacen el bien y los que pasan por el mundo causando destrucción y dolor? No conocían la respuesta a ese misterio, pero supusieron que cada ser contribuye con su experiencia a la inmensa reserva espiritual del universo. Unos lo hacen a través del sufrimiento causado por la maldad, otros a través de la luz que se adquiere mediante la compasión.

Al volver a la realidad presente, los jóvenes pensaron en las pruebas que se avecinaban. Tenían una misión inmediata que cumplir: debían ayudar a liberar a los esclavos y derrocar a Kosongo. Para ello había que sacudir la indiferencia de los bantúes, quienes eran cómplices de la tiranía por no oponerse a ella; en ciertas circunstancias no se puede permanecer neutral. Sin embargo, el desenlace no dependía de ellos, los verdaderos protagonistas y héroes de la historia eran los pigmeos. Eso les quitó un tremendo peso de los hombros.

Beyé-Dokou estaba dormido y no los oyó llegar. Nadia lo despertó con suavidad. Cuando vio a Nana-Asante en la luz de la linterna, creyó estar en presencia de un fantasma, se le desorbitaron los ojos y se puso color ceniza, pero la reina se echó a reír y le acarició la cabeza, para probar que estaba tan viva como él; luego le contó que durante esos años había permanecido oculta en el cementerio, sin atreverse a salir por miedo a Kosongo. Agregó que estaba cansada de esperar a que las cosas se arreglaran solas, había llegado el momento de regresar a Ngoubé, enfrentarse con el usurpador y liberar a su gente de la opresión.

– Nadia y yo iremos a Ngoubé a preparar el terreno -anunció Alexander-. Nos las arreglaremos para conseguir ayuda. Cuando la gente sepa que Nana-Asante está viva, creo que tendrá ánimo para rebelarse.

– Los cazadores iremos por la tarde. A esa hora nos espera Kosongo -dijo Beyé-Dokou.

Acordaron que Nana-Asante no se presentaría en la aldea sin la certeza de que la población la respaldaba, de otro modo Kosongo la mataría con impunidad. Ella era la única carta de triunfo con que contaban en ese peligroso juego, debían dejarla para el final. Si lograban despojar a Kosongo de sus supuestos atributos divinos, tal vez los bantúes le perderían el miedo y se levantarían contra él. Quedaban, por supuesto, Mbembelé y sus soldados, pero Alexander y Nadia propusieron un plan, que fue aprobado por Nana-Asante y Beyé-Dokou. Alexander le entregó su reloj a la reina, porque el pigmeo no sabía usarlo, y se pusieron de acuerdo sobre la hora y la forma de actuar.

El resto de los cazadores se reunió con ellos. Habían pasado buena parte de la noche danzando en una ceremonia para pedir ayuda a Ezenji y otras divinidades del mundo animal y vegetal. Al ver a la reina tuvieron al principio una reacción bastante más exagerada que la de Beyé-Dokou. Primero creyeron que era un fantasma y echaron a correr despavoridos, seguidos por Beyé-Dokou, quien procuraba explicarles a gritos que no se trataba de un alma en pena. Por fin regresaron uno a uno, cautelosamente, y se atrevieron a tocar a la mujer con la punta de un dedo tembloroso. Luego de comprobar que no estaba muerta, la acogieron con respeto y esperanza.

La idea de inyectar al rey Kosongo con el tranquilizante de Michael Mushaha fue de Nadia. El día anterior había visto a uno de los cazadores tumbar a un mono utilizando un dardo y una cerbatana parecidos a los de los indios del Amazonas. Pensó que del mismo modo se podía lanzar el anestésico. No sabía qué efecto tendría en un ser humano. Si podía tumbar a un rinoceronte en pocos minutos, tal vez mataría a una persona, pero supuso que, dado su enorme tamaño, Kosongo resistiría. Su grueso manto constituía un obstáculo casi insalvable. Con el arma adecuada se podía atravesar el cuero de un elefante, pero con una cerbatana había que dar en la piel desnuda del rey.

Cuando Nadia expuso su proyecto, los pigmeos señalaron al cazador con mejores pulmones y buena puntería. El hombre infló el pecho y sonrió ante la distinción que se le hacía, pero el orgullo no le duró mucho, porque de inmediato los demás se echaron a reír y empezaron a burlarse, como siempre hacían cuando alguien se jactaba. Una vez que le bajaron los humos de la cabeza, procedieron a entregarle la ampolla con el tranquilizante. El humillado cazador la guardó sin decir palabra en una bolsita que llevaba en la cintura.

– El rey dormirá como un muerto por varias horas. Eso nos dará tiempo para sublevar a los bantúes y luego aparecerá la reina Nana-Asante -propuso Nadia.

– ¿Y qué haremos con el comandante y los soldados? -preguntaron los cazadores.

– Yo desafiaré a Mbembelé en combate -dijo Alexander.

No supo por qué lo dijo ni cómo pretendía llevar a cabo tan temerario propósito, simplemente fue lo primero que se le pasó por la mente y lo soltó sin pensar. Tan pronto lo dijo, sin embargo, la idea tomó cuerpo y comprendió que no había otra solución. Tal como a Kosongo debían despojarlo de sus atributos divinos, para que la gente le perdiera el miedo, que a fin de cuentas era el frágil fundamento de su poder, a Mbembelé había que derrotarlo en su propio terreno, el de la fuerza bruta.