Qué sabía en realidad de aquella noche.
Hizo un esfuerzo y fue hacia la salida. Vio a la recepcionista, que le pidió que firmara el libro de visitas. Cada paciente tenía su propia página. La recepcionista buscó la de Ira y empujó el libro hacia Lucy para que firmara. Ella tenía el bolígrafo en la mano y estaba a punto de garabatear distraídamente como había hecho al entrar cuando se detuvo.
Había otro nombre.
La semana pasada, Ira había tenido otra visita. Su primera visita aparte de ella, por supuesto. Frunció el ceño y leyó el nombre. No le sonaba de nada.
¿Quién demonios era Manolo Santiago?
Capítulo 10
EL PRIMER SECRETO
Todavía tenía la fotografía de mi padre en la mano.
Ahora necesitaba dar un rodeo antes de mi visita a Raya Singh. Miré la tarjeta. El Primer Secreto. Inferencia: habría más de uno.
Pero empecemos por éste: mi padre.
Sólo había una persona que podía ayudarme cuando se trataba de mi padre y sus presuntos secretos. Saqué el teléfono y apreté la tecla seis. Casi nunca llamaba a ese número, pero seguía teniéndolo en marcación rápida. Creo que siempre lo tendré.
Él contestó al primer timbre con su voz grave.
– Paul.
Incluso esa sola palabra sonó extranjera.
– Hola, tío Sosh.
Sosh no era mi tío de verdad. Era un amigo íntimo de la familia, de la vieja patria. Hacía tres meses que no le veía, desde el funeral de mi padre, pero en cuanto oí su voz, inmediatamente visualicé su barba. Mi padre decía que el tío Sosh había sido el hombre más poderoso y temido de Pulkovo, la ciudad a las afueras de Leningrado donde los dos habían crecido.
– Hace mucho que no nos vemos -dijo.
– Lo sé. Lo siento mucho.
– Bah -dijo, como si le disgustara mi disculpa-. Sabía que llamarías hoy.
Eso me sorprendió.
– ¿Por qué?
– Porque necesitamos hablar, sobrino.
– ¿De qué?
– De por qué nunca hablo de nada por teléfono.
Puede que el oficio de Sosh no fuera ilegal, pero sí se encontraba en el lado oscuro de la calle.
– Estoy en casa, en la ciudad. -Sosh tenía un ático caro en la calle Treinta y seis de Manhattan-. ¿A qué hora puedes venir?
– En media hora si no hay mucho tráfico -dije.
– Estupendo. Te veo ahora.
– ¿Tío Sosh? -Esperó. Yo miré la fotografía de mi padre en el asiento del pasajero.
– ¿Puedes decirme de qué va?
– Se trata de tu pasado, Pável -dijo con su acento extranjero, llamándome por mí nombre ruso-. Es sobre lo que debería seguir perteneciendo al pasado.
– ¿Qué significa eso?
– Ya hablaremos -dijo otra vez, y me colgó.
No había tráfico, así que el trayecto hasta la casa del tío Sosh me llevó aproximadamente veinticinco minutos. El portero iba ataviado con uno de esos ridículos uniformes con cordones dorados. Su aspecto me hizo pensar en algo que Bréznev se habría puesto en el desfile del Primero de Mayo, lo que es curioso teniendo en cuenta que Sosh vivía allí. El portero me conocía y le habían avisado de mi llegada. Si no avisan al portero con antelación, él no te anuncia. Simplemente no entras.
Alekséi, el viejo amigo de Sosh, me esperaba frente al ascensor. Alekséi Kokorov había trabajado de escolta para Sosh desde que yo podía recordar. Tendría casi setenta años, unos pocos menos que Sosh, y era el hombre más feo que se pueda imaginar. Tenía la nariz bulbosa y rojiza, y la cara llena de venitas rojas, por el exceso de bebida, supongo. El traje no le sentaba bien, pero es que su corpulencia no se adaptaba bien a la alta costura.
Alekséi no pareció alegrarse de verme, pero en general tampoco era la alegría de la huerta. Sostuvo la puerta del ascensor abierta y yo entré sin decir palabra. Me saludó con una breve inclinación de cabeza y dejó que la puerta se cerrara. Me quedé solo.
El ascensor se abrió en el ático.
El tío Sosh estaba a pocos pasos de la puerta. La habitación era enorme. El mobiliario era cubista. La ventana panorámica mostraba una vista increíble, pero las paredes estaban empapeladas con un simulacro de tapiz, en un color que probablemente tenía algún nombre elegante como «Merlot» pero que a mí me parecía sangre.
La cara de Sosh se iluminó cuando me vio. Extendió las manos. Uno de mis recuerdos de infancia más vivos es el tamaño de esas manos. Seguían siendo enormes. Había encanecido con los años, pero incluso ahora, cuando según mis cálculos tendría setenta y pocos años, su tamaño y su poder seguían provocando algo muy cercano al temor.
Me paré al salir del ascensor.
– ¿Qué? -exclamó-. ¿Ya eres demasiado mayor para un abrazo?
Nos acercamos y el abrazo fue, dado sus antecedentes rusos, un auténtico abrazo de oso. Todo en él exudaba fortaleza. Sus antebrazos seguían siendo como gruesos rollos de cuerda. Me apretó y sentí que si apretaba un poco más podría partirme la columna.
Tras unos segundos, Sosh me cogió por los brazos, cerca de los bíceps, y me mantuvo a cierta distancia para echarme una buena mirada.
– Tu padre -dijo, con un acento aún más pronunciado-. Eres igual que tu padre.
Sosh había llegado de la Unión Soviética poco después que nosotros. Trabajaba para Intourist, la agencia de viajes soviética, en su oficina de Manhattan. Su trabajo era ayudar a los turistas norteamericanos que deseaban visitar Moscú y lo que entonces se llamaba Leningrado.
De eso hace mucho tiempo. Desde la caída del gobierno soviético, se había metido en ese negocio turbio que la gente denominaba «importación-exportación». Nunca supe lo que eso representaba exactamente, pero con él se había pagado ese ático.
Sosh me miró un momento más. Llevaba una camisa blanca lo bastante desabrochada como para ver el cuello de pico de la camiseta. Por debajo de ésta sobresalía una mata de pelo gris. Esperé. No tardaría mucho. El tío Sosh no perdía mucho tiempo en conversaciones banales.
Como si me leyera el pensamiento, Sosh me miró a los ojos y dijo:
– He recibido algunas llamadas.
– ¿De quién?
– De viejos amigos.
Esperé.
– De la vieja patria -dijo.
– No estoy seguro de entenderte.
– La gente está haciendo preguntas.
– ¿Sosh?
– ¿Sí?
– Por teléfono te preocupaba que alguien pudiera oírte… ¿Aquí también te preocupa?
– No. Aquí es totalmente seguro. Hacemos un registro semanal.
– Bien, entonces, ¿por qué no dejas de hablar en clave y me dices de qué va todo esto?
Sonrió. Le había gustado.
– Hay personas, norteamericanos. Están en Moscú repartiendo dinero y haciendo preguntas.
Asentí.
– ¿Preguntas sobre qué?
– Sobre tu padre.
– ¿Qué tipo de preguntas?
– ¿Recuerdas los viejos rumores?
– Me tomas el pelo.
No me tomaba el pelo. Y en un sentido más bien raro, era lógico. El Primer Secreto. Debería haberlo adivinado.
Por supuesto que recordaba los rumores. Habían estado a punto de destruir a mi familia.
Mi hermana y yo nacimos en lo que entonces se llamaba la Unión Soviética durante la época denominada Guerra Fría. Mi padre era médico, pero perdió la licencia por acusaciones de incompetencia amañadas porque era judío. Así eran las cosas en aquellos años.