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– Hable conmigo, señor Copeland, no con mi cliente -replicó Foley.

– ¿Hablar con usted? Con usted aquí no puedo ni respirar.

– No pienso aguantar…

– A callar -dije. Me puse una mano detrás de la oreja-. Escuche cómo se arruga.

– ¿El qué?

– Creo que su colonia me está pelando el papel pintado. Si escucha atentamente, podrá oírlo. Silencio, escuche.

Incluso Chamique sonrió un poquito.

– No te retractes -le dije.

– Tengo que hacerlo.

– Pues te procesaré.

Su abogado estaba a punto para la batalla, pero Chamique le puso una mano en el brazo.

– No lo hará, señor Copeland.

– Lo haré.

Pero ella sabía que no lo haría. Era un farol. Era una pobre y asustada víctima de violación que tenía la oportunidad de cobrar, de tener más dinero del que probablemente dispondría en toda su vida. ¿Quién era yo para sermonearla sobre valores y justicia?

Ella y su abogado se pusieron en pie y Horace Foley dijo:

– Por la mañana firmaremos el acuerdo.

No dije nada. Una parte de mí se sentía aliviada y eso me avergonzaba. Ahora JaneCare sobreviviría. El recuerdo de mi padre, o más bien mi carrera política no sufriría un revés innecesario. Lo mejor de todo es que me había librado de una buena. Y no había hecho nada, había sido Chamique.

Chamique me ofreció la mano y yo se la estreché.

– Gracias -dijo.

– No lo haga -le pedí, pero ya no había convicción en mi intento.

Ella se dio cuenta y sonrió. Después salieron de mi despacho. Primero Chamique y luego su abogado. Su colonia permaneció como recuerdo.

Muse se encogió de hombros y dijo:

– ¿Qué puedes hacer?

Eso me estaba preguntando yo también.

Fui a casa y cené con Cara. Tenía unos «deberes» que consistían en buscar cosas que fueran rojas en algunas revistas y recortarlas. Parecería una tarea sencilla, pero evidentemente nada de lo que encontrábamos juntos le parecía bien. No le gustaba la furgoneta roja, ni el vestido rojo de la modelo, ni siquiera el coche de bomberos rojo. Pronto me di cuenta de cuál era el problema: que me mostrara entusiasmado con las cosas que encontraba. «¡Este vestido es rojo, cariño! ¡Está muy bien! ¡Creo que es perfecto!», decía yo.

Después de veinte minutos así, me di cuenta de mi error. Cuando encontró una foto de una botella de ketchup, me encogí de hombros y dije en tono desinteresado:

– No me gusta el ketchup.

Cogió las tijeras con el mango de seguridad y se puso manos a la obra.

Niños.

Cara se puso a cantar una canción mientras recortaba. Era una canción de unos dibujos animados de la tele llamados Dora la exploradora y básicamente consistía en cantar la palabra «mochila» una y otra vez hasta que la cabeza del padre más cercano explotaba en un millón de pedazos. Hacía dos meses había cometido el error de comprarle una mochila parlante de Dora la exploradora («mochila, mochila, mochila», repetidamente) con un mapa parlante a juego (canción: «Soy el mapa, soy el mapa, soy el mapa», reiteradamente). Cuando venía su prima Madison, a menudo jugaban a Dora la exploradora. Una de ellas hacía el papel de Dora. La otra era un mono con el curioso apodo de Botas. No es habitual conocer monos con apodos relacionados con el calzado.

Estaba pensando en esto, en Botas, en la manera en que Cara y su prima discutían quién sería Dora y quién sería Botas, cuando la idea me vino encima como el famoso rayo.

Me quedé helado. De hecho me quedé quieto allí sentado. Incluso Cara se dio cuenta.

– ¿Papi?

– Un momento, peque.

Subí corriendo, haciendo temblar la casa con mis pisadas. ¿Dónde demonios había metido las facturas de la fraternidad? Puse la habitación patas arriba. Tardé cinco minutos en encontrarlas; estaba dispuesto a tirarlas todas después de la entrevista de la mañana.

Bang, ahí estaban.

Las hojeé, encontré los cargos de internet, los mensuales, y después cogí el teléfono y llamé a Muse. Respondió a la primera.

– ¿Qué pasa?

– Cuando estabas en la universidad -pregunté-, ¿con qué frecuencia te quedabas levantada toda la noche?

– Dos veces por semana como mínimo.

– ¿Cómo te mantenías despierta?

– Con M amp;M's. En cantidades industriales. Las naranjas son anfetaminas, lo juro.

– Cómprate todas las que quieras y puedes incluirlas como gastos.

– Me gusta tu tono de voz, Cope.

– Tengo una idea, pero no sé si tenemos tiempo.

– No debes preocuparte por el tiempo. ¿Con respecto a qué asunto?

– Con respecto al asunto de nuestros coleguillas Cal y Jim -contesté.

Capítulo 17

Busqué el número de teléfono de la casa de Foley, el abogado aromático, y le desperté.

– No firme los papeles hasta la tarde -dije.

– ¿Por qué?

– Porque si lo hace, haré todo lo posible por que mi oficina caiga encima de usted y de sus clientes con todo el peso de la ley. Les dejaré claro que no hacemos tratos con Horace Foley, que siempre procuramos que los clientes cumplan la máxima condena.

– No puede hacer eso.

No dije nada.

– Tengo una obligación con mi cliente.

– Dígale que he pedido un poco de tiempo. Dígale que es por su bien.

– ¿Y qué le digo a la otra parte?

– No lo sé, Foley, invéntese algo; que hay algún error en la documentación, lo que sea. Pero demórelo hasta la tarde.

– ¿Y en qué beneficia esto a mi cliente?

– Si tengo suerte y doy en el clavo, podrá renegociar. Más dinero en su bolsillo.

Se calló un momento y después dijo:

– Eh, Cope.

– ¿Qué?

– Es una chica rara, Chamique.

– ¿Por qué?

– Cualquiera habría cogido el dinero enseguida. Tuve que insistirle porque, francamente, cuanto antes cobre mejor para ella. Los dos lo sabemos. Pero no quiso saber nada hasta que anoche la vapulearon con aquella historia de Jim/James. Antes de eso, dijera lo que dijera en la sala, estaba más interesada en que los chicos fueran a la cárcel que en la compensación económica. Realmente quería justicia.

– ¿Y eso le sorprende?

– Usted es nuevo en esto. Yo llevo veintisiete años haciéndolo. Te vuelves cínico. O sea que sí, me sorprendió y mucho.

– ¿Me está diciendo esto por alguna razón concreta?

– Sí, por una razón. A mí ya me conoce, yo quiero mi tercera parte del acuerdo. Pero Chamique es diferente. A ella este dinero le cambiará la vida. Así que, señor fiscal, no sé lo que se trae entre manos, pero no lo estropee.

Lucy bebía sola.

Era de noche. Lucy vivía en un apartamento de la facultad, un lugar muy deprimente. Muchos profesores trabajaban mucho para ahorrar con la esperanza de poder dejar el apartamento de la universidad. Lucy llevaba un año viviendo allí. Antes que ella, una profesora de literatura inglesa, Amanda Simon, había pasado tres décadas de soltería en aquel piso. Un cáncer de pulmón la había matado a los cincuenta y ocho años. Sus restos permanecían en el olor que había dejado atrás. A pesar de haber arrancado la moqueta y haber pintado todo el piso, la peste a tabaco seguía allí. Era un poco como vivir en un cenicero.