Pérez se volvió a mirarme, no muy contento.
– Ya ve usted, ¿para qué tener una placa, si no vas a usarla? -dije.
– ¿No ha hecho ya bastante? -preguntó.
El taburete contiguo al suyo estaba vacío. Me senté. Llamé al camarero y pedí una cerveza de «las que toma él», señalando la jarra de Jorge Pérez.
– El del depósito era su hijo -dije-. Puedo mostrarle las pruebas, pero ambos lo sabemos.
Se acabó la cerveza y pidió otra. Llegó junto con la mía. Levanté mi jarra como si fuera a hacer un brindis. Él me miró pero no levantó la suya. Tomé un largo sorbo. El primer sorbo de cerveza en un día caluroso es como la primera vez que introduces un dedo en un tarro de mantequilla de cacahuete. Disfruté de lo que sólo se puede denominar el néctar de los dioses.
– Hay dos formas de jugar a esto -seguí-. Ustedes siguen fingiendo que no es él. Ya he solicitado la prueba de ADN. Sabe de qué hablo, ¿verdad, señor Pérez?
Él miró hacia los parroquianos.
– ¿Y quién no lo sabe hoy día?
– Tiene toda la razón. CSI y todas esas series de policías de la tele. Por lo tanto sabe que no tendré ningún problema en demostrar que Manolo Santiago era Gil.
Pérez tomó otro sorbo. Le temblaban las manos. Su cara mostraba arrugas de preocupación. Insistí.
– La cuestión ahora es qué pasará cuando demostremos que es su hijo. Yo creo que usted y su esposa intentarán mostrarse sorprendidos, dirán tonterías como «no teníamos ni idea». Pero no se sostendrá. Habrán quedado como unos mentirosos. Mis hombres empezarán a investigar de verdad. Revisaremos todos los registros telefónicos, todas las cuentas bancarias, llamaremos a las puertas, preguntaremos a sus amigos y vecinos sobre ustedes, preguntaremos por sus hijos…
– No meta a mis hijos en esto…
– No es posible -dije.
– No hay derecho.
– A lo que no hay derecho es a que mienta sobre su hijo.
Meneó la cabeza.
– Usted no lo entiende.
– Una mierda no lo entiendo. Mi hermana también estaba en el bosque aquella noche.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Iré a por usted, a por su esposa y sus hijos. Indagaré e indagaré y le aseguro que descubriré algo.
Miró fijamente la cerveza. Las lágrimas empezaron a resbalarle por la cara. No se las secó.
– Mierda -dijo.
– ¿Qué pasó, señor Pérez?
– Nada.
Bajó la cabeza. Me acerqué para que mi cara quedara junto a la suya.
– ¿Mató su hijo a mi hermana?
Levantó la cabeza y sus ojos me miraron como si buscaran en mi cara alguna clase de consuelo que nunca encontraría. Me mantuve firme.
– No quiero volver a hablar con usted -dijo Pérez.
– ¿La mató? ¿Es eso lo que intentan ocultar?
– No intentamos ocultar nada.
– No hago amenazas vacías, señor Pérez. Iré a por usted. Iré a por sus hijos.
Su mano se movió con tanta rapidez que no tuve tiempo de reaccionar. Me agarró las solapas con ambas manos y me acercó a él. Tenía veinte años más que yo o más, pero sentí su fortaleza. Me recuperé enseguida y, recordando algún movimiento de artes marciales que había aprendido de pequeño, le golpeé los antebrazos.
Me soltó, no sé si a causa de mi golpe o porque lo había decidido así. Pero me soltó. Se mantuvo firme y yo también. El camarero nos estaba mirando.
– ¿Necesita ayuda, señor Pérez? -preguntó.
Yo ya volvía a tener la placa en la mano.
– ¿Está declarando todas las propinas a Hacienda?
Se retiró. Todo el mundo miente. Todo el mundo tiene algo que prefiere que no se sepa. Todo el mundo se salta leyes y tiene secretos.
Pérez y yo nos miramos fijamente. Después él dijo:
– Se lo voy a poner fácil.
Esperé.
– Si va a por mis hijos, yo iré a por los suyos.
Sentí que se me encendía la sangre.
– ¿Qué coño significa esto?
– Significa que me importa una mierda la placa que tenga. No se amenaza a nadie con ir a por sus hijos.
Salió del local. Pensé en aquellas palabras. No me gustaron. Cogí el móvil y llamé a Muse.
– Averigua todo lo que puedas de los Pérez -dije.
Capítulo 25
Por fin Greta me devolvió la llamada.
Todavía estaba en el coche, volviendo a casa, y me hice un lío buscando el maldito «manos libres» para que no pillaran al fiscal del condado de Essex saltándose la ley.
– ¿Dónde estás? -preguntó Greta.
Noté que había llorado.
– Voy camino de casa.
– ¿Te parece bien que pase a verte?
– Por supuesto. Antes te he llamado…
– Estaba en el juzgado.
– ¿Bob ha pagado la fianza?
– Sí. Está arriba acostando a Madison.
– ¿Te ha dicho…?
– ¿A qué hora estarás en casa?
– Dentro de quince minutos, veinte como máximo.
– Quedamos dentro de una hora, ¿de acuerdo?
Greta colgó antes de que pudiera contestarle.
Cara todavía estaba levantada cuando llegué a casa. Me alegré de verla. La acosté y jugamos a su juego favorito, llamado «Fantasma». Fantasma es una mezcla del escondite y el pilla pilla. Una persona se esconde. Cuando la encuentran, intenta atrapar al descubridor antes de que éste llegue a la base. Lo que hacía aún más tonta nuestra versión del juego era que lo jugábamos en su cama. Esto limitaba de forma importante los escondites y las posibilidades de alcanzar la base. Cara se tapaba con las mantas y yo fingía que no lograba encontrarla. Después ella cerraba los ojos y yo escondía la cabeza bajo la almohada.
Ella era tan buena fingiendo como yo. A veces me escondía colocando la cara justo frente a la de ella, de modo que me viera en cuanto abriera los ojos. Nos reíamos los dos, como niños, claro. Era un juego tonto, y Cara pronto sería demasiado mayor para jugar a eso y no me apetecía nada.
Cuando llegó Greta y abrió la puerta con la llave que le había dado hacía años, yo estaba tan perdido en el mundo de mi hija que casi me había olvidado de todo: jóvenes violadores, chicas que desaparecían en el bosque, asesinos en serie que degollaban, cuñados que traicionaban tu confianza, padres de luto que amenazaban a niñas pequeñas. Pero el sonido de la puerta me devolvió a la realidad.
– Tengo que irme -dije a Cara.
– Una vez más -suplicó.
– Ha venido tu tía Greta. Necesito hablar con ella, ¿entendido?
– ¿Una más? Por favor.
Los niños siempre piden una vez más. Y, si te rindes, volverán a pedirlo y a pedirlo. Una vez te rindes, no cesarán nunca. Siempre pedirán una vez más. Así que dije:
– Vale, una vez más.
Cara sonrió y se escondió y yo la encontré y ella me persiguió y después dije que tenía que irme y ella suplicó que jugáramos una vez más, pero yo soy una persona coherente, así que la besé en la mejilla y la dejé suplicando y casi llorando.
Greta esperaba al pie de la escalera. No estaba pálida. Tenía los ojos secos. Su boca era una línea fina que acentuaba sus ya demasiado prominentes mejillas.
– ¿Bob no ha venido? -pregunté.
– Está con Madison. Y está esperando al abogado.
– ¿A quién ha contratado?
– A Hester Crimstein.
La conocía, y era muy buena.