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Recordé lo que el tío Sosh había dicho, sobre que mi madre había vuelto a Rusia. ¿Estarían allí las dos? ¿Estarían allí todavía? ¿Tenía sentido?

– Gil se cambió el nombre -siguió la señora Pérez-. Viajó mucho. Su vida no era nada del otro mundo. Y cuando aquellos detectives privados se presentaron en casa haciendo preguntas, se enteró. Lo vio como una oportunidad de volver a cobrar Es curioso, pero él también le culpaba a usted.

– ¿A mí?

– Aquella noche no hizo su guardia.

No dije nada.

– Por eso le culpaba, en parte. Pensaba que ésta podía ser una forma de vengarse.

Era lógico. Concordaba con todo lo que me había dicho Raya Singh.

La señora Pérez se puso de pie.

– No sé más.

– ¿Señora Pérez?

Ella me miró.

– ¿Estaba embarazada mi hermana?

– No lo sé.

– ¿Llegó a verla?

– ¿Disculpe?

– A Camille. Gil le dijo que estaba viva. Mi madre le dijo que estaba viva. Pero ¿usted llegó a verla?

– No -dijo-, nunca vi a su hermana.

Capítulo 41

No sabía qué pensar.

Tampoco tenía mucho tiempo. Cinco minutos después de que la señora Pérez saliera de mi habitación, entró Muse.

– Tienes que ir al juzgado.

Salimos del hospital sin demasiados problemas. Tenía un traje de recambio en el despacho. Me cambié. Y entonces fui al despacho del juez Pierce. Flair Hickory y Mort Pubin ya estaban allí. Se habían enterado de mi incidente de la noche anterior, pero si estaban preocupados no iban a demostrarlo entonces.

– Caballeros -dijo el juez-. Espero que podamos encontrar una forma de cerrar este caso.

No estaba de humor.

– ¿De eso se trata?

– Sí.

Miré al juez. Él me miró. Sacudí la cabeza. Era lógico. Si habían intentado presionarme sacando mis trapos sucios, ¿qué iba a impedirles hacer lo mismo con el juez?

– La fiscalía no está interesada en hacer un trato -dije.

Me puse de pie.

– Siéntese, señor Copeland -dijo el juez Pierce-. Podría haber problemas con la prueba del DVD. Puede que tenga que excluirla.

Fui hacia la puerta.

– ¡Señor Copeland!

– No me quedo -dije-. Van a por mí, juez. Usted ya ha hecho lo que ha podido. Écheme la culpa.

Flair Hickory frunció el ceño.

– ¿De qué está hablando?

No contesté. Cogí la manilla de la puerta.

– Siéntese, señor Copeland, o le denunciaré por desacato.

– ¿Porque no quiero negociar?

Me volví a mirar a Arnold Pierce. Le temblaba el labio inferior.

– ¿Alguien tiene la bondad de explicarme de qué va esto? -dijo Mort Pubin.

El juez y yo no le hicimos caso. Asentí, dando a entender a Pierce que lo comprendía. Pero no pensaba rendirme. Giré el pomo y me marché. Bajé por el pasillo. Me dolía el costado herido. La cabeza me retumbaba. Tenía ganas de sentarme y llorar. Quería sentarme y pensar en lo que acababa de saber de mi madre y mi hermana.

– No creí que fuera a funcionar.

Me volví. Era EJ Jenrette.

– Sólo intento salvar a mi hijo -dijo.

– Su hijo violó a una chica.

– Lo sé.

Paré. Él tenía un sobre en la mano.

– Siéntese un segundo -dijo Jenrette.

– No.

– Imagínese a su hija. Su Cara. Imagine que un día ella se hace mayor. Que bebe demasiado en una fiesta. Que conduce y atropella a alguien. Que esta persona muere. Algo así. Un error.

– La violación no es un error.

– Sí lo es. Sabe que no volverá a hacerlo nunca más. Ha metido la pata. Creía que era invencible. Ahora sabe que no.

– No vamos a empezar otra vez con esto -dije.

– Lo sé. Pero todo el mundo tiene secretos. Todo el mundo comete errores, comete delitos, lo que sea. Algunas personas los entierran mejor que otras.

No dije nada.

– Nunca fui tras su hija -dijo Jenrette-. Fui tras usted. Fui tras su pasado. Incluso fui tras su cuñado. Pero nunca me acerqué a su hija. No lo haría jamás.

– Es muy noble -dije-. ¿Qué tiene contra el juez Pierce?

– No es importante.

Tenía razón. No necesitaba saberlo.

– ¿Qué puedo hacer para ayudar a mi hijo, señor Copeland?

– Eso ya no tiene remedio -dije.

– ¿De verdad cree eso? ¿Cree que su vida ha acabado?

– Su hijo cumplirá cinco, seis años máximo -dije-. Lo que haga en la cárcel y lo que haga cuando salga decidirán cómo es su vida.

EJ Jenrette levantó el sobre.

– No sé qué hacer con esto.

No dije nada.

– Un hombre hace lo que sea para proteger a sus hijos. Puede que ésta fuera mi excusa. Puede que fuera la de su padre.

– ¿Mi padre?

– Su padre era del KGB. ¿Lo sabía?

– No tengo tiempo para esto.

– Esto es un resumen de su expediente. Mis empleados lo han traducido al inglés.

– No necesito verlo.

– Creo que debería verlo, señor Copeland. -Lo levantó pero no lo cogí-. Si quiere ver hasta dónde puede llegar un padre para mejorar la vida de sus hijos, debería leerlo. Puede que entonces me entienda un poco mejor.

– No quiero entenderle.

EJ Jenrette siguió con el sobre levantado. Finalmente lo cogí. Se fue sin decir nada más.

Volví a mi despacho y cerré la puerta. Me senté a mi mesa y abrí el expediente. Leí la primera página. Nada sorprendente. Después leí la segunda página y volví a leerla otra vez, y cuando creía que ya no podía sufrir más, las palabras abrieron una herida en mi pecho y me lo desgarraron.

Muse entró sin llamar.

– El esqueleto que hallaron en el campamento -dijo-. No es tu hermana.

Yo no podía hablar.

– Mira, la doctora O'Neill halló algo llamado hueso hioides. Está en la garganta, creo. En forma de herradura. Parece que estaba partido por la mitad. Eso significa que probablemente estrangularon a la víctima con las manos. Pero parece que el hueso hioides no es tan frágil en una persona joven, es más como un cartílago. Así que la doctora O'Neill ha realizado más pruebas de osificación con rayos X. En resumen, es mucho más probable que el esqueleto pertenezca a una mujer de cuarenta y tantos años, tal vez cincuenta, que a alguien de la edad de Camille.

No dije nada, seguí mirando la página que tenía frente a mí.

– ¿No entiendes lo que te digo? No es tu hermana.

Cerré los ojos. Me pesaba el corazón.

– ¿Cope?

– Ya lo sé -dije.

– ¿Qué?

– La mujer del bosque no es mi hermana -dije-. Es mi madre.

Capítulo 42

A Sosh no le sorprendió verme.

– Lo sabías, ¿no?

Hablaba por teléfono. Tapó el receptor con la mano y me indicó:

– Siéntate, Pável.

– Te he hecho una pregunta.

Acabó de hablar y colgó el teléfono. Entonces vio el sobre que yo tenía en la mano.

– ¿Qué es?

– Es un resumen del expediente de mi padre en el KGB.