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– El hermano de Gil, Eduardo, estaba cumpliendo condena. Gil tenía algunos antecedentes: él y unos amigos habían robado un coche. Su familia era pobre, mi familia era pobre. Habría huellas en la cuerda. La policía se preguntaría por qué su hermana había atraído a Margot Green al bosque. Wayne se había deshecho de las pruebas contra él. Era rico y muy querido y podía contratar al mejor abogado. Usted es fiscal, señor Copeland. Dígame, si Gil y Camille se hubieran presentado, ¿a quién habrían creído?

Cerré los ojos.

– Les dijeron que siguieran escondidos.

– Sí.

– ¿Quién puso su ropa en el bosque?

– Yo. Me encontré con Gil, que seguía en el bosque.

– ¿Vio a mi hermana?

– No. Él me dio su ropa. Se cortó, apretó la camisa contra la herida. Le dije que siguiera escondido hasta que tuviéramos un plan. Su madre y yo intentamos hallar la manera de dar la vuelta a la situación, de que la policía supiera la verdad. Pero no se nos ocurrió nada. Pasaron los días. Yo sabía cómo podía ser la policía. Aunque nos creyeran, Gil seguiría siendo un cómplice. Lo mismo que Camille.

Me di cuenta de otra cosa.

– Tiene un hijo discapacitado.

– Sí.

– Y necesitaba dinero. Para cuidarlo. Tal vez también para pagarle a Glenda una buena escuela. -Mis ojos se encontraron con los suyos-. ¿Cuándo decidieron que podían ganar dinero con una demanda?

– Eso no formaba parte de nuestro plan original. Eso llegó más tarde, cuando el padre de Billingham empezó a atacar al señor Silverstein por no proteger a su hijo.

– Vieron su oportunidad.

Ella se agitó en la silla.

– El señor Silverstein debería haberlos vigilado. No habrían ido al bosque. No estaba exento de culpa. Sí, vi una oportunidad. Lo mismo que su madre.

La cabeza me daba vueltas. Intenté que hiciera una pausa lo suficientemente larga para poder asumir esa nueva realidad.

– Me está diciendo… -Paré-. ¿Me está diciendo que mis padres sabían que mi hermana estaba viva?

– Sus padres no -dijo.

Sentí un frío glacial en el corazón.

– Oh, no…

No dijo nada.

– No se lo dijo a mi padre.

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque le odiaba.

Me quedé pasmado. Pensé en las peleas, en la amargura, en la infelicidad.

– ¿Tanto?

– ¿Cómo?

– Una cosa es odiar a alguien -dije-. Pero ¿odiaba tanto a mi padre como para dejar que pensara que su hija estaba muerta?

No me respondió.

– Le he hecho una pregunta, señora Pérez.

– No conozco la respuesta. Lo siento.

– ¿Usted se lo dijo al señor Pérez?

– Sí.

– Pero ella no se lo dijo a mi padre.

Ninguna respuesta.

– Él iba al bosque a buscarla -dije-. Hace tres meses, en su lecho de muerte, sus últimas palabras fueron que quería que siguiera buscando. ¿Tanto le odiaba, señora Pérez?

– No lo sé -repitió.

Empezó a penetrar en mi cerebro, como gruesas gotas de lluvia. Golpes sordos.

– Estaba ganando tiempo, ¿no?

La señora Pérez no respondió.

– Escondió a mi hermana. No se lo dijo a nadie, ni siquiera… ni siquiera a mí. Esperaba a cobrar el dinero de la demanda. Ése era su plan. Y en cuanto lo cobró… se marchó. Cogió el dinero que necesitaba y se fue con mi hermana.

– Ése era… ése era su plan, sí.

Farfullé la siguiente pregunta:

– ¿Por qué no me llevó con ella?

La señora Pérez se limitó a mirarme. Lo pensé un momento. ¿Por qué? Y me di cuenta de algo.

– Si me llevaba a mí, mi padre nunca dejaría de buscarla. Pondría al tío Sosh y a todos sus ex colegas del KGB a buscarla. Podía dejar marchar a mi madre, probablemente tampoco la amaba desde hacía tiempo. Creía que mi hermana estaba muerta, o sea que eso no sería un problema. Pero mí madre sabía que nunca me dejaría marchar a mí.

Recordé lo que el tío Sosh había dicho, sobre que mi madre había vuelto a Rusia. ¿Estarían allí las dos? ¿Estarían allí todavía? ¿Tenía sentido?

– Gil se cambió el nombre -siguió la señora Pérez-. Viajó mucho. Su vida no era nada del otro mundo. Y cuando aquellos detectives privados se presentaron en casa haciendo preguntas, se enteró. Lo vio como una oportunidad de volver a cobrar Es curioso, pero él también le culpaba a usted.

– ¿A mí?

– Aquella noche no hizo su guardia.

No dije nada.

– Por eso le culpaba, en parte. Pensaba que ésta podía ser una forma de vengarse.

Era lógico. Concordaba con todo lo que me había dicho Raya Singh.

La señora Pérez se puso de pie.

– No sé más.

– ¿Señora Pérez?

Ella me miró.

– ¿Estaba embarazada mi hermana?

– No lo sé.

– ¿Llegó a verla?

– ¿Disculpe?

– A Camille. Gil le dijo que estaba viva. Mi madre le dijo que estaba viva. Pero ¿usted llegó a verla?

– No -dijo-, nunca vi a su hermana.

Capítulo 41

No sabía qué pensar.

Tampoco tenía mucho tiempo. Cinco minutos después de que la señora Pérez saliera de mi habitación, entró Muse.

– Tienes que ir al juzgado.

Salimos del hospital sin demasiados problemas. Tenía un traje de recambio en el despacho. Me cambié. Y entonces fui al despacho del juez Pierce. Flair Hickory y Mort Pubin ya estaban allí. Se habían enterado de mi incidente de la noche anterior, pero si estaban preocupados no iban a demostrarlo entonces.

– Caballeros -dijo el juez-. Espero que podamos encontrar una forma de cerrar este caso.

No estaba de humor.

– ¿De eso se trata?

– Sí.

Miré al juez. Él me miró. Sacudí la cabeza. Era lógico. Si habían intentado presionarme sacando mis trapos sucios, ¿qué iba a impedirles hacer lo mismo con el juez?

– La fiscalía no está interesada en hacer un trato -dije.

Me puse de pie.

– Siéntese, señor Copeland -dijo el juez Pierce-. Podría haber problemas con la prueba del DVD. Puede que tenga que excluirla.

Fui hacia la puerta.

– ¡Señor Copeland!

– No me quedo -dije-. Van a por mí, juez. Usted ya ha hecho lo que ha podido. Écheme la culpa.

Flair Hickory frunció el ceño.

– ¿De qué está hablando?

No contesté. Cogí la manilla de la puerta.

– Siéntese, señor Copeland, o le denunciaré por desacato.

– ¿Porque no quiero negociar?

Me volví a mirar a Arnold Pierce. Le temblaba el labio inferior.

– ¿Alguien tiene la bondad de explicarme de qué va esto? -dijo Mort Pubin.

El juez y yo no le hicimos caso. Asentí, dando a entender a Pierce que lo comprendía. Pero no pensaba rendirme. Giré el pomo y me marché. Bajé por el pasillo. Me dolía el costado herido. La cabeza me retumbaba. Tenía ganas de sentarme y llorar. Quería sentarme y pensar en lo que acababa de saber de mi madre y mi hermana.

– No creí que fuera a funcionar.

Me volví. Era EJ Jenrette.

– Sólo intento salvar a mi hijo -dijo.

– Su hijo violó a una chica.

– Lo sé.

Paré. Él tenía un sobre en la mano.

– Siéntese un segundo -dijo Jenrette.

– No.

– Imagínese a su hija. Su Cara. Imagine que un día ella se hace mayor. Que bebe demasiado en una fiesta. Que conduce y atropella a alguien. Que esta persona muere. Algo así. Un error.

– La violación no es un error.

– Sí lo es. Sabe que no volverá a hacerlo nunca más. Ha metido la pata. Creía que era invencible. Ahora sabe que no.

– No vamos a empezar otra vez con esto -dije.

– Lo sé. Pero todo el mundo tiene secretos. Todo el mundo comete errores, comete delitos, lo que sea. Algunas personas los entierran mejor que otras.

No dije nada.