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La hermana de mi esposa, Greta, y su marido, Bob, vivían en una mansión como tantas de una rotonda nueva sin salida que era exactamente igual a cualquier otra rotonda sin salida de Estados Unidos. Las parcelas son demasiado pequeñas para los enormes edificios de ladrillo que les han colocado encima. Las casas tienen una variedad de formas y contornos, y aun así no se diferencian unas de otras. Todo está demasiado limpio, intenta parecer antiguo y sólo parece falso.

Conocí a Greta antes que a mi esposa. Mi madre se marchó antes de que yo cumpliera los veinte, pero recuerdo algo que me contó unos meses antes de que Camille se adentrara en ese bosque. Nosotros éramos los más pobres de aquella ciudad más bien variopinta. Éramos inmigrantes, llegados de la antigua Unión Soviética cuando yo tenía cuatro años. Empezamos bien, porque llegamos a Estados Unidos como héroes, pero las cosas se pusieron feas muy rápidamente.

Vivíamos en el piso más alto de una finca de tres plantas de Newark, aunque íbamos a la escuela en Columbia High, en West Orange. Mi padre, Vladimir Copinski (lo adaptó al inglés y lo convirtió en Copeland), que era médico en Leningrado, no pudo obtener la licencia para ejercer en el país. Acabó trabajando de pintor de casas. Mi madre, una belleza frágil llamada Natasha, antes la hija bien educada de un aristocrático profesor de universidad, aceptó varios trabajos de asistenta para las familias ricas de Short Hills y Livingston, pero nunca le duraron mucho tiempo.

Ese día en particular, mi hermana Camille volvió de la escuela y dijo, en su tono burlón habitual, que la chica rica de la ciudad estaba loca por mí. A mi madre le emocionó la noticia.

– Deberías invitarla a salir -me dijo.

Yo hice una mueca.

– ¿La has visto?

– La he visto.

– Pues entonces ya sabes que no la invitaré -dije, con todo el orgullo de mis diecisiete años-. Es una bruta.

– En Rusia tenemos un dicho -contraatacó mi madre, levantando un dedo para apoyar su postura-: Una chica rica es bonita cuando está junto a su dinero.

Eso fue lo primero que me vino a la cabeza cuando conocí a Greta. Sus padres -mis ex suegros, supongo, y todavía abuelos de Cara- están forrados. Mi esposa provenía de una familia rica. Todo está puesto en una cuenta para Cara. Yo soy el albacea. Jane y yo discutimos mucho a qué edad debía poder cobrar su herencia. Por un lado no es deseable que una persona muy joven herede tanto dinero, pero por otro es su dinero.

Mi Jane se volvió muy práctica cuando los médicos le comunicaron su sentencia de muerte. Yo no podía escucharla. Aprendes mucho cuando alguien a quien amas empieza su cuenta atrás. Aprendí que mi esposa tenía una fuerza y un valor asombrosos que no habría podido imaginar antes de su enfermedad. Y descubrí que yo también.

Cara y Madison, mi sobrina, estaban jugando en el jardín. Los días empezaban a alargarse. Madison estaba sentada en el asfalto y dibujaba con pedazos de tiza que parecían puros. Mi hija jugaba con uno de esos minicoches que están tan de moda últimamente entre los menores de seis años. Los niños que los tienen nunca juegan con ellos. Sólo juegan las visitas en las Citas para Jugar. Citas para Jugar. Qué término tan espantoso.

Bajé del coche y grité:

– ¡Hola, niñas!

Esperé a que dejaran lo que estaban haciendo y se lanzaran sobre mí para comerme a besos. Sí, y qué más. Madison miró de soslayo, pero no habría parecido menos interesada si le hubieran operado para desconectarle el cerebro. Mi propia hija fingió que no me oía. Cara conducía el Jeep de Barbie en círculos. La batería se estaba gastando rápidamente, y el vehículo eléctrico avanzaba a menos velocidad que mi tío Morris para ir a cobrar su talón.

Greta abrió la puerta mosquitera.

– ¡Eh!

– Hola -dije-. ¿Cómo ha ido el resto de la función?

– No te preocupes -respondió Greta, haciendo visera con la mano a modo de saludo-. Lo tengo todo en vídeo.

– Qué bien.

– ¿Qué querían esos dos polis?

Me encogí de hombros.

– Trabajo.

No se lo tragó, pero no insistió.

– Tengo la mochila de Cara dentro.

Dejó que se cerrara la puerta. Había obreros por todas partes. Bob y Greta estaban instalando una piscina y arreglando el jardín. Llevaban años pensándolo, pero querían esperar a que Madison y Cara fueran mayores para saber nadar.

– Venga -dije a mi hija-, tenemos que irnos.

Cara volvió a ignorarme, fingiendo que el zumbido del Jeep rosa de Barbie obstaculizaba sus facultades auditivas. Fruncí el ceño y me dirigí hacia ella. Cara era ridículamente terca. Ojala hubiera podido decir «como su madre», pero mi Jane era la mujer más paciente y comprensiva que se pueda imaginar. Era asombroso. Uno ve cualidades buenas y malas en los hijos. En el caso de Cara, todas las cualidades negativas parecían proceder de su padre.

Madison dejó la tiza.

– Venga, Cara.

Cara también la ignoró a ella. Madison se encogió de hombros y suspiró como una niña de mundo.

– Hola, tío Cope.

– Hola, cariño. ¿Has disfrutado de la cita para jugar?

– No -dijo Madison con los brazos en jarras-. Cara nunca juega conmigo. Sólo juega con mis juguetes.

Intenté parecer comprensivo.

Greta salió con la mochila.

– Ya hemos hecho los deberes.

– Gracias.

Hizo un gesto tranquilizador.

– Cara, cielo. Tu padre está aquí.

Cara la ignoró también a ella. Supe que se avecinaba una pataleta. Eso también le viene por parte de padre, supongo. En el mundo de las películas de Disney, la relación de un padre viudo con su hijo es siempre mágica. Sólo hace falta ver películas infantiles (La sirenita, La bella y la bestia, La princesita, Aladin) para entender lo que digo. En las películas, no tener madre parece algo más bien positivo, lo cual si se piensa bien es bastante perverso. En la vida real, no tener madre es casi lo peor que puede pasarle a una niña.

– Cara, nos vamos -dije con tono firme.

Su expresión era obstinada y me preparé para la confrontación, pero afortunadamente los dioses intercedieron. La batería del coche de Barbie se acabó del todo. El Jeep rosa se paró. Cara intentó impulsar con el cuerpo el vehículo un metro más, pero éste no se movió. Cara suspiró, bajó del Jeep, y se fue hacia el coche.

– Despídete de la tía Greta y de tu prima.

Lo hizo con una voz tan malhumorada que habría sido la envidia de cualquier adolescente.

Cuando llegamos a casa, Cara encendió la tele sin pedir permiso y se puso a mirar un episodio de Bob Esponja. Me da la sensación de que lo ponen a todas horas. Me pregunto si habrá un canal dedicado únicamente a Bob Esponja. Encima parece que sólo existan tres episodios diferentes de la serie. Pero eso no parece desanimar a los niños.

Iba a decir algo, pero lo dejé pasar. En ese momento sólo quería que estuviera distraída. Yo todavía estaba intentando aclarar el caso de violación de Chamique Johnson, y ahora tenía la repentina aparición y asesinato de Gil Pérez. Confieso que mi gran caso, el más importante de mi carrera, llevaba las de perder.

Empecé a preparar la cena. Casi todas las noches cenábamos fuera o encargábamos la comida. Tengo una niñera-ama de llaves, pero aquél era su día libre.

– ¿Te apetecen perritos calientes?

– Me da igual.

Sonó el teléfono y lo cogí.

– ¿Señor Copeland? Soy el detective Tucker York.

– Sí, detective, ¿qué se le ofrece?

– Hemos localizado a los padres de Gil Pérez.

Sentí que apretaba más fuerte el teléfono.

– ¿Han identificado el cuerpo?

– Todavía no.

– ¿Qué les ha dicho?

– Mire, sin ánimo de ofender, señor Copeland, pero ésta no es la clase de cosa que se puede decir por teléfono, ¿no le parece? «Puede que su hijo muerto haya estado vivo todo este tiempo, pero mire, acaban de asesinarle.»