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Simonis parpadeó, vaciló, miró primero a Ana y después a Leo.

– Ni yo tampoco -dijo por fin.

– ¿Acaso no deseáis impedir a Helena que actúe, si eso es lo que piensa hacer? -preguntó Ana.

Al no recibir respuesta, Ana probó de nuevo.

– Puede que cuando conquisten esta ciudad terminemos muertos de todos modos. Obtened esa información para mí -pidió Ana.

– ¡Tú debes vivir! -exclamó Simonis con enfado y lágrimas en la cara-. Eres un médico. Piensa en todo el esfuerzo que hizo tu padre para enseñarte.

– Haced esas averiguaciones, o de lo contrario tendré que hacerlas yo -dijo Ana-. Además, se os dará mejor a vosotros que a mí. -¿Me estás dando una orden? -preguntó Simonis.

– ¿No da lo mismo? Porque si significa algo, sí, es una orden. Simonis no dijo nada, pero Ana sabía que iba a obedecer, y además con valor y dedicación.

– Te lo agradezco mucho -dijo con una sonrisa. Simonis se puso de pie y salió de la habitación.

Fue unos días más tarde cuando Ana ya tuvo suficiente información recopilada para tener la certeza de que Isaías había viajado a Palermo y a Nápoles en nombre de Helena, y ésta, como mínimo, estaba convencida de contar con la promesa del rey de las Dos Sicilias de que sería ella la que gobernaría Bizancio, como consorte del emperador títere que él iba a colocar en el trono. Su ascendencia Comnena y Paleóloga legitimaría la sucesión a los ojos del pueblo. Sería emperatriz, una hazaña que Zoé no podría haber logrado jamás.

Ana fue al palacio Blanquerna para hablar con Nicéforo. Decidió actuar de inmediato, antes de que perdiera el valor o permitiera que Leo o Simonis lograran disuadirla.

Subió la escalinata y penetró en la enorme estancia con el visto bueno de la guardia varega, que la conocía muy bien. ¿Cuántas veces más iba a poder hacer aquello mismo? ¿Podría ser aquella tarde la última oportunidad, ahora que el ocaso teñía Asia de púrpura y el postrer resplandor del día reverberaba sobre las aguas del Bósforo?

Solicitó ver a Nicéforo, le dijo a su sirviente que era urgente.

El criado estaba acostumbrado a sus visitas, y no cuestionó nada. Diez minutos más tarde estaba a solas con Nicéforo en la habitación de éste. La estancia estaba exactamente igual que la primera vez que entró allí. Lo único que había cambiado era el propio Nicéforo. Tenía cara de cansado y parecía mucho más viejo. Lucía unas profundas ojeras y sus manos se veían surcadas de venas azuladas.

– ¿Has venido a despedirte? -preguntó sin hacer ningún intento de sonreír-. No hay necesidad de que te quedes, ya lo sabes. Yo voy a quedarme aquí, con el emperador, pero no es necesario que tú hagas lo mismo. Las heridas que estamos a punto de recibir no pueden ser curadas por nadie, excepto por Dios. Me gustaría pensar que tú estás a salvo, ése es un regalo que podrías hacerme.

– Tal vez esto sea una despedida. -A Ana le estaba resultando más difícil de lo que había previsto. Se le quebró la voz y tuvo que hacer un esfuerzo para dominarla-. Pero no he venido por eso. He venido porque tengo una información respecto de Helena Comnena que deberías conocer.

Nicéforo se encogió ligeramente de hombros.

– ¿Y qué más da ya?

– Tengo pruebas de que ha estado comunicándose con Carlos de Anjou con el fin de llegar a un acuerdo con él. Nicéforo estaba estupefacto. -¿Y qué podría ofrecerle ella?

– Una cierta legitimidad. Una esposa del linaje de los Paleólogos para el títere que él vaya a sentar en el trono de Bizancio.

– Ninguna de las hijas de Miguel sería capaz de traicionarlo haciendo algo así -replicó Nicéforo al instante.

– No me refiero a una hija legítima, sino a una ilegítima.

Nicéforo abrió los ojos con una incredulidad que enseguida dio paso al horror.

– ¿Estás segura? -jadeó.

– Sí. Me lo dijo Irene Vatatzés. Y Gregorio lo sabía por Zoé. No tiene importancia que sea cierto o no, aunque yo estoy convencida de que lo es. Lo importante es que Helena lo cree, y que Carlos de Anjou podría decidir creerlo también.

– ¿Por qué medio se ha comunicado Helena con Carlos? ¿Por carta? ¿Tienes esas cartas en tu poder?

– Helena no iba a ser tan tonta. Se ha servido de mensajes de palabra, un anillo de sello, un relicario, objetos cuyo significado está claro sólo cuando uno ya sabe qué está ocurriendo. Todo eso por medio de Isaías Glabas. Participó en la conspiración original para asesinar al emperador, que mi hermano desarticuló. Es el único que queda, aparte de Demetrio Vatatzés, que no tiene ninguna otra utilidad para Helena.

– ¿Y has venido a decírselo al emperador?

Ana tenía las manos apretadas con tal fuerza que le dolían los músculos, y además jadeaba.

– Quiero una cosa a cambio, porque Helena va a denunciarme ante Miguel, y él no me perdonará por haberlo engañado.

Nicéforo se mordió el labio y compuso un gesto sombrío.

– Eso es verdad. ¿Y qué quieres, Ana? ¿La libertad de tu hermano?

– Así es. Bastará con una carta de perdón. Te lo ruego.

Nicéforo sonrió.

– Supongo que eso sería posible, pero no debes mentir al emperador, en nada. Ya es demasiado tarde.

Debes decirle que eres una mujer y que lo has engañado para averiguar la verdad y demostrar la inocencia de Justiniano.

Ella sintió de pronto frío. Le costaba introducir aire en los pulmones.

– No puedo. No va a creerse que también te he engañado a ti. No te lo perdonará, porque deberías haberlo informado y haber dado la orden de que a mí me encarcelaran… como mínimo.

– Debería haberlo informado -admitió Nicéforo-, pero no creo que ahora nos mande ejecutar. Estamos viviendo nuestros últimos días, y yo llevo a su servicio desde mi niñez. En la medida de lo posible, somos amigos. No creo que pueda permitirse apartar de sí a un amigo en estos momentos últimos que quedan para la noche de nuestro imperio.

– Entonces… lo mejor es que lo hagamos -dijo Ana con la voz quebrada por la emoción.

Nicéforo la miró fijamente por espacio de unos segundos, y al ver que ella no desviaba los ojos cogió una campanilla de oro y esmalte y la agitó.

De forma casi instantánea se presentó un miembro de la guardia varega. Nicéforo le dio la orden de que trajera a Helena Comnena a la presencia del emperador, inmediatamente, so pena de muerte.

El guardia, sobresaltado y con una palidez mortal, se apresuró a obedecer.

– Ana -dijo Nicéforo-, tenemos muchas cosas que decir antes de que llegue Helena.

La condujo por los familiares corredores en los que aún reposaban las estatuas antiguas. Ana se dio cuenta de que estaba temblando y de que estaba ridículamente a punto de echarse a llorar al pensar que a no mucho tardar todas aquellas cosas quedarían destrozadas nuevamente, pisoteadas por personas que no las amaban, que ni siquiera imaginaban la belleza intelectual y espiritual de que eran reflejo.

Antes de lo que hubiese querido llegó a la sala en la que el emperador recibía a sus súbditos. Nicéforo entró por delante de ella, y luego volvió sobre sus pasos para hacerla pasar.

Ana lo siguió con la cabeza inclinada, sin mirar al emperador a los ojos hasta que así se lo ordenaran. Cuando Miguel habló, ella levantó la vista. Y lo que vio le causó un escalofrío. Miguel Paleólogo aún no había cumplido los sesenta, pero ya era un anciano. Tenía esa mirada hundida de los hombres cuyos días están contados.