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– ¿Qué sucede, Anastasio? -preguntó, estudiando despacio el semblante de Ana-. ¿Venís a decirme algo que no sepa ya?

– No lo tengo tan seguro, majestad -repuso ella. Estaba temblando y las palabras se le agolpaban en la garganta y casi le impedían respirar.

Rápidamente, Nicéforo intervino en su ayuda.

– Majestad, Anastasio ha tenido noticia de un acto de traición que vos tal vez tengáis a bien permitir, o acaso evitar. De todas formas, es posible que no llegue a nada.

– ¿Qué traición, Anastasio? ¿Creéis que puede tener importancia a estas alturas?

– Sí, majestad. -Le temblaba la voz y notaba el cuerpo frío-. Helena Comnena ha estado en comunicación con Carlos de Anjou.

– ¿En serio? ¿Y qué le ha comunicado? ¿Le ha dicho cómo invadir nuestra ciudad? ¿O cómo derribar las murallas para que los cruzados del Papa puedan pasarnos otra vez por el fuego y la espada, en nombre de Cristo?

– No, majestad. Para que, cuando nos haya conquistado y haya dado muerte a todos los que son leales a vos, al imperio y a la Iglesia, pueda coronar a un emperador nuevo que os sustituya y cuya esposa pueda afirmar poseer dos apellidos de la realeza y un linaje suficiente que le proporcione a él autoridad para poder exigir obediencia al pueblo.

Miguel se inclinó hacia delante en su sillón. La luz de las lámparas destacó la palidez de su rostro y las hebras de color blanco del cabello y de la barba.

– ¿Qué estáis diciendo, Anastasio? Mirad bien a quién acusáis. Aún no hemos caído. Puede que sólo sea cuestión de días, incluso de horas, pero en Bizancio todavía soy yo quien tiene poder para decidir quién vive o quién muere.

Ana temblaba violentamente.

– Lo sé perfectamente, majestad. Helena es la viuda de Besarión Comneno y… y también es la hija ilegítima que vos engendrasteis de Zoé Crysafés. Ella no lo supo hasta que murió Irene Vatatzés, su madre no se lo dijo nunca.

Miguel permaneció inmóvil durante largo rato, tanto que Ana temió que hubiera sufrido alguna clase de ataque.

– ¿Cómo ha llegado a vos esa información, Anastasio? -preguntó Miguel finalmente.

– Me lo dijo Irene -respondió ella en un susurro-. La atendí en su lecho de muerte. Ella deseaba que Helena lo supiera, para así vengarse de Zoé porque Gregorio la amaba.

– Eso no es difícil de creer -dijo Miguel-. ¿Y por qué me lo decís precisamente ahora, en vísperas de nuestra destrucción?

– Porque no sabía nada del plan que tramaba Helena hasta que la vi en Santa Sofía, vestida de un tono azul que era casi púrpura, y entonces me puse a recabar pruebas. -Tragó saliva-. Y ahora las tengo. Si me permitierais, majestad, desearía suplicaros un último gesto de clemencia, mientras aún podáis concedérmelo, dado que poseéis el poder de decidir quién vive y quién muere. Os ruego que redactéis una carta de perdón para mi hermano, Justiniano Láscaris, que está preso en el monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí, por haber tomado parte en el asesinato de Besarión Comneno.

– Está preso por haber participado en la conspiración urdida para usurpar el trono -la corrigió Miguel.

– Esa conspiración fracasó porque él no logró disuadir a los conspiradores, por ese motivo mató a Besarión -arguyó Ana. Ya tenía poco que perder.

El emperador extendió ligeramente las manos.

– Así que Justiniano es hermano vuestro. Siendo así, ¿por qué os hacéis llamar Zarides? ¿Tan peligroso os resulta el apellido Láscaris? ¿Os avergonzáis de él?

Miró en cambio a Miguel, a los ojos, y comprendió que no iba a perdonarla.

– No es por culpa de Justiniano -susurró Ana-. Él no sabía nada.

– ¿De qué?

Miguel estaba esperando. Dentro de pocos días era posible que todos estuvieran muertos, y entonces sería demasiado tarde. Pensó en Giuliano, al que no volvería a ver nunca. Quizá fuera mejor así, él tampoco iba a perdonarla.

– Soy un buen médico, majestad, pero no soy eunuco -dijo Ana con voz ronca.

El emperador no entendió.

– Soy una mujer. Zarides era el apellido de mi marido, de modo que es el mío. Al nacer mi nombre era Ana Láscaris, un nombre al que renuncié, aunque con renuencia. -Notó el fuerte escozor de las lágrimas en los ojos y un nudo tan grande en la garganta que casi le impedía respirar.

En la sala se hizo un silencio tan profundo que cuando un miembro de la guardia varega situado al fondo cambió el peso de un pie a otro, el roce fue audible para todos.

Miguel se recostó en su sillón sin dejar de mirar a Ana. Entonces, de improviso, estalló en carcajadas de puro regocijo. Reía sin parar, disfrutando verdaderamente.

A Ana le costaba trabajo creerlo.

La guardia varega del fondo, obediente como siempre, también rompió a reír.

Luego se sumó Nicéforo, con una nota de alivio rayana en la histeria.

A Ana sé le saltaron las lágrimas y rio también, aunque en su caso era más bien llanto. Reía únicamente por obligación. Si el emperador ríe, todo el mundo debe imitarlo.

De repente Miguel recuperó el tono serio, y todos callaron al instante. Miró fijamente a Nicéforo y lo interpeló:

– ¿Tú estabas enterado de esto, Nicéforo?

– Sí, majestad. -El eunuco se ruborizó intensamente-. Al principio, no. Cuando lo supe, supe también que Ana no tenía intención de perjudicaros. Ciertamente me fiaba de ella más que de ningún otro médico, tanto por su destreza, que es grande, como por su lealtad, en la cual yo sabía que podía confiar.

– Ya me lo imagino -dijo Miguel-. Es una suerte para ti que yo posea este humor de desesperación, de lo contrario quizás esto no me resultara tan gracioso.

– Os estoy agradecido, majestad.

– ¿Por qué me lo dices, Nicéforo? Si no hubieras dicho nada, yo no me habría enterado. ¿Para qué correr el riesgo de enfurecerme?

– Lo sabe Helena Comnena, majestad. Y como represalia por el hecho de que Ana Láscaris os haya informado de sus planes, comprensiblemente, con el tiempo, terminará por revelaros el secreto de Ana.

– Entiendo. -Volvió a reclinarse en su asiento-. Desde luego que lo hará.

Miguel se volvió hacia Ana con una expresión fascinada en sus ojos negros.

– Seríais una mujer muy hermosa. Comprendo que Helena os odie. A Zoé le gustabais, ¿lo sabíais? ¿Sabía que erais una mujer?

– Sí, majestad.

– Eso explica muchas cosas que me resultaban curiosas. Cuan bizantina… -De pronto se quedó sin voz y no pudo decir nada más.

Ana desvió el rostro. Era una indiscreción mirarlo en aquel momento. Pero permaneció en su sitio, ya que no había recibido permiso para irse; sin embargo, mantuvo la vista baja.

En eso, se oyó movimiento en el exterior de la sala y se abrió la puerta. Entraron dos miembros de la guardia varega, con Helena en medio. Igual que en Santa Sofía, Helena vestía un tono azul que se acercaba mucho al púrpura.

– ¡Entrad! -ordenó Miguel.

La guardia varega obligó a Helena a caminar, medio a rastras, a trompicones. Se detuvieron delante mismo del emperador sujetando a Helena de las muñecas. Ésta tenía el rostro arrebolado y el cabello medio suelto del complicado recogido, como si hubiera forcejeado. Por una vez, en su furia, recordaba vagamente la magnificencia de su madre.

Uno de los guardias abrió el puño y dejó caer en el regazo del emperador un anillo, un relicario y una cajita.

El semblante de Helena perdió toda su calma.

– Has pactado con Carlos de Anjou -dijo Miguel sin alterarse.

Helena contrajo el rostro en una sonrisa de burla.

– ¿Creéis lo que os dice esa… embustera? -Indicó con un gesto de cabeza a Ana, pero su impulso quedó frenado por los guardias que le sujetaban las muñecas-. ¡Ese médico vuestro es una mujer, majestad! ¿Lo sabíais? Tan mujer como yo, que no ha tenido reparos en hurgar y manosear vuestro cuerpo, sin vergüenza alguna. ¿Y creéis en su palabra antes que en la mía?