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Miguel la miró de arriba abajo.

– ¿Estás segura de que es una mujer? -preguntó en tono de curiosidad.

Helena respondió con una carcajada que sonó como un ladrido.

– Por supuesto que sí. ¡Desgarradle la túnica y lo veréis!

– ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?

– ¡Años!

– ¿Y no se te ha ocurrido decírmelo hasta hoy? ¿Por qué motivo, Helena Paleóloga?

Demasiado tarde se percató de su error. Los ojos le relampagueaban, igual que los de un animal que huele la sangre y la muerte.

– Estoy enterado -continuó Miguel-. Es Ana Láscaris. Posee sangre imperial, como tú… o como yo. Ella misma me lo ha dicho. Pero es un médico excelente, y eso es lo que yo le exijo. Eso… y lealtad.

Helena tomó aire como si fuera a decir algo, pero comprendió que con ello no iba a cambiar nada, de modo que volvió a expulsarlo sin hacer ruido.

Miguel hizo un ademán leve y rápido con la mano, y al instante los dos miembros de la guardia varega sujetaron a Helena con renovado empeño y se la llevaron. Ella se hundió, como si le faltara fuerza en las piernas y tuviera dificultades para sostenerse en pie.

– Nunca me he fiado de Zoé -comentó Miguel con la voz ablandada por la pena-. Pero me gustaba. Era una mujer magnífica, todo fuego y pasión, fiel a su propio código de honor, aunque fuera un código más bien temible. -Acto seguido se volvió hacia Ana-. Tendréis esa carta. Más vale que os deis prisa, antes de que mi autoridad deje de tener valor; cuando Constantinopla caiga, puede que ya no valga nada. -Esbozó una sonrisa triste-. Pero Helena tiene amigos. Os convendría salir de aquí como una mujer, lo mejor para vos sería que crean que Helena y vos entrasteis en palacio… y ninguna de las dos salió de él.

Ana tardó unos momentos en recuperar el habla, y así y todo la voz le salió ronca y un poco temblorosa.

– Sí, majestad. Os lo agradezco mucho.

Nicéforo alargó la mano y tomó a Ana del codo al tiempo que la guiaba hacia la salida, fuera de la presencia de Miguel.

En cuanto estuvieron a solas, en un pasillo apartado del gran salón, Ana le dijo:

– ¿Van a llevarla a prisión? ¿Que sucederá cuando Constantinopla… caiga?

– La guardia varega le partirá el cuello -explicó Nicéforo-. Estando la flota de Carlos en el horizonte, a nadie le importará lo más mínimo. Ven, voy a buscarte ropa de mujer, y mientras te cambias, escribiré la carta y se la llevaré al emperador para que la firme. Después deberás irte. -Sonrió-. Voy a echarte de menos.

Ella le tocó la mano.

– Yo también voy a echarte de menos a ti. No hay ninguna otra persona con la que pueda conversar como he conversado contigo. -Y a continuación desvió la mirada, por si él descubría que la soledad que sufría ella se parecía mucho a la que lo atormentaba a él.

Nicéforo la acompañó hasta el muelle. Hacía una noche de verano cuajada de estrellas, pero ya era demasiado tarde para encontrar una barca de pasajeros. En cambio, la aguardaba una barcaza del emperador para transportarla hasta el Gálata, el barrio situado en la otra orilla del Bósforo. Aquélla era la última vez que pisaría Constantinopla. Se alegró de que fuera demasiado de noche para que Nicéforo pudiera distinguir la aflicción que reflejaba su rostro, el amor que sentía por todo lo que se encontraba a punto de ser destruido.

– Ya no puedes regresar -le advirtió Nicéforo-. Enviaré mensajes a tus sirvientes. Es mejor que ellos se queden aquí unos días más, como mínimo. Los amigos y los aliados de Helena estarán al acecho, Isaías y los que sean, tal vez Demetrio, y otros. Helena se parecía a su madre en una cosa: en que tanto en la victoria como en la desesperanza, en el triunfo o en la derrota, jamás olvidaba una venganza. Tú sí, en ocasiones con demasiada facilidad, y Zoé lo consideraba una debilidad tuya. Para ella, ése era tu único defecto, pero fatal. Impedía que fueras verdaderamente igual que ella.

Ana se sorprendió.

– ¿Igual que ella?

– Desde luego. Ella vio en ti su misma pasión por la vida, pero debilitada por el poder de perdonar. Sin embargo, yo creo que al final comprendió que en realidad era tu punto fuerte. Hacía de ti una persona completa, cosa que ella no era.

¿Sería cierto aquello? La inundó un sentimiento de culpa al pensar que no era digna de aquel elogio. Sí que era verdad que había perdonado muchas cosas, pequeñas y sin importancia. Pero se había guardado las grandes, las afrentas que le habían causado heridas sin curación posible. Nunca había perdonado a su marido Eustacio. Había ocultado el asco que le producía, el sentimiento de culpa por no poder amarlo, por no soportar tener un hijo suyo o por la necesidad que la quemaba por dentro sin hallar satisfacción. Jamás dejó de hacerlo culpable de que ella hubiera sido la que provocó aquella terrible pelea, degradante y mordaz. Más que el dolor físico y que la sangre, lo que mejor recordaba era la vergüenza. ¿Le reprochaba a Eustacio haber permitido que toda aquella frustración, aquella rabia nacida de la impotencia, la confusión y la derrota, explotara en una acción violenta? ¿O era culpa suya, porque en realidad deseaba a medias que él cayera tan bajo?

Sí, Eustacio fue brutal, pero eso era algo que le pesaba a él en el alma y que ella ya no podía remediar. Ya había quedado atrás la oportunidad en que sí podría haber hecho algo al respecto, y la había desaprovechado. Aquél era otro detalle más por el que necesitaba el perdón.

Intentó pensar qué cosas buenas tenía Eustacio. Le resultó difícil, hasta que pensó primero en las heridas que también él había sufrido, y entonces sintió compasión, más profunda todavía por el hecho de tomar conciencia de que debería haber sido más dulce con él. Si lo hubiera ayudado, en vez de reaccionar de manera agresiva pensando sólo en su propio dolor, a lo mejor él habría sacado su parte más noble.

Se acordó de la destreza que tenía con los animales, del afecto con que hablaba a los caballos, de las noches que pasaba en vela con ellos cuando estaban heridos o enfermos, de la intensa alegría que lo embargaba cada vez que nacía un potrillo, de las palabras de elogio que dedicaba a la yegua, de cómo la acariciaba y le daba cariño. Sin querer se le saltaron las lágrimas lamentando haber dejado aquellas cosas a un lado, obsesionada egoístamente con sus propias necesidades.

Dejó salir toda su ira e inclinó la cabeza en la oscuridad.

«Lo siento mucho -oró mentalmente, con humildad y de todo corazón-. Dios mío, perdóname. Ayúdame a ser fuerte de espíritu para conceder a los demás la misericordia que tanto necesito yo misma.»

Poco a poco sintió que la pesadumbre iba disolviéndose y que la absolución la rodeaba como un abrazo, absorbiendo todo su dolor. El malestar desapareció, y notó una agradable sensación de calor que vino a llenar el hueco que le había quedado dentro.

Llegaron a la orilla. La barcaza estaba lista, meciéndose suavemente contra el muelle empujada por las olas. Era hora de irse.

No había nada más que decir. De nuevo iba vestida de mujer; la única vez en once años que se había puesto un vestido fue en Jerusalén, en compañía de Giuliano. El momento se le hizo difícil. Se despidió de Nicéforo con una breve caricia y un beso en la mejilla. Él a su vez la abrazó con fuerza unos instantes. Después, se apartó y procedió a bajar la escalera y subir a bordo de la barcaza.

Ya amanecía cuando llegó a la casa de Avram Shachar, que a aquellas alturas ya era un lugar familiar para ella. Era demasiado temprano para esperar que hubiera alguien despierto, pero no se atrevió a esperar en las calles; una mujer sola era más vulnerable que un eunuco. Incluso llevando una túnica más amplia y el cuerpo sin rellenar, de tal modo que se apreciaba nítidamente la forma del busto y de las caderas, tenía que recordarse continuamente que ahora proyectaba una imagen completamente distinta. Por debajo del austero velo que era preceptivo, se veía con toda claridad el vivo color castaño de su cabello.