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Hacía un calor opresivo, y cuando saliera el sol iba a ser peor. Las calles estaban secas y polvorientas a causa de la sequía.

Llamó a la puerta de la casa de Shachar y esperó. Al cabo de unos minutos volvió a llamar, y casi de inmediato apareció él, parpadeando. Era evidente que lo había sacado de la cama.

– ¿Sí? -La miró de arriba abajo, desconcertado pero con la amabilidad de siempre-. ¿Tenéis algún enfermo en casa? Será mejor que paséis. -Dio un paso atrás y abrió la puerta del todo.

Ana lo acompañó hasta el cuarto en que guardaba las hierbas medicinales, procurando caminar en silencio para no despertar al resto de la casa. Shachar encendió las velas y se volvió para mirarla otra vez, con gesto nervioso, como si supiera que debía reconocerla pero un tanto apurado porque, aunque intentaba hacer memoria, no sabía quién era.

– Soy Ana Zarides -dijo ella en voz baja.

Shachar abrió los ojos, cuando se dio cuenta de quién era, primero asombrado, después alarmado.

– ¿Qué ha ocurrido? Cuéntame. ¿Qué puedo hacer yo?

– Tengo el perdón del emperador para mi hermano -contestó Ana-. Tengo que salir de Constantinopla, pero necesito llegar al Sinaí antes de que caiga la ciudad, para poder liberar a Justiniano mientras la palabra del emperador todavía valga algo. ¿Puedes ayudarme? No sé cómo hacerlo. Necesito hacer llegar un mensaje a Leo y a Simonis y conseguir que vengan con el dinero que pueda reunir yo. No me atrevo a regresar personalmente.

Shachar asintió despacio y poco a poco fue esbozando una sonrisa.

– Y he de ocuparme de que alguien se encargue de ellos -siguió diciendo Ana-. Leo podría venirse conmigo, pero Simonis debería regresar a Nicea.

– Por supuesto -repuso Shachar-. Por supuesto. Ya me encargo yo de eso. Pero antes tienes que comer algo, y luego descansar.

CAPÍTULO 97

Giuliano había salido de Sicilia a toda prisa, sabedor de que Carlos ordenaría su búsqueda y lo ejecutaría en cuanto diera con él. Había subido a bordo del primer barco listo para zarpar y se había dirigido hacia el este, con breves escalas en Atenas y Abydos para cambiar de nave y proseguir el viaje lo más rápidamente posible. Ahora, al rayar el alba, se encontraba por fin en el puerto de Constantinopla. Saltó a tierra inmediatamente después de haberse lavado, afeitado y aseado en la medida de lo posible. No tenía nada más que la ropa que llevaba puesta cuando prendió fuego a la flota en la bahía de Mesina. Y lo que había comprado a toda prisa en Atenas.

Dejó el muelle y empezó a ascender por las angostas callejuelas que llevaban al palacio Blanquerna. Sintió una punzada de dolor al advertir el manto de miedo que se abatía sobre la ciudad. Era imposible no fijarse en las tiendas y las casas vacías, en aquel silencio de ultratumba, en aquella sensación de abandono. Era como si ya estuvieran agonizando.

Cuando llegó al palacio lo detuvo la guardia varega. Iban a permanecer en sus puestos hasta que los derribaran o los cortaran en pedazos, pero jamás dando la espalda al enemigo.

– Soy Giuliano Dandolo -dijo, adoptando la posición de firmes-. Recién desembarcado, proveniente de Mesina. Traigo buenas noticias para su majestad. Haced el favor de llevarme con Nicéforo.

El primero de los guardias, un individuo de cabello rubio y ojos azul mar, puso cara de asombro.

– ¿Buenas noticias?

– Excelentes. ¿Esperas que te las dé a ti, antes de transmitírselas al emperador?

Nicéforo se hallaba a solas en sus aposentos. Sobre una mesita había algo de pan y fruta. Estaba de pie, en el centro de la habitación. Giuliano lo encontró más avejentado que la última vez que lo había visto, y aquejado de una soledad tan acentuada que incluso animado con la alegría de la buena noticia no pudo dejar de apreciarla.

– Permitidme que os ofrezca algo de comer. ¿De beber, quizá? -dijo Nicéforo.

Giuliano venía desaliñado y con cara de agotamiento, pero no podía borrar la sonrisa de su rostro. Traía un regalo maravilloso.

– La flota de los cruzados se ha hundido -dijo, a modo de respuesta-. Ha sido devorada por el fuego en el puerto de Mesina. Carlos de Anjou ya no podrá navegar con ella a Bizancio, ni a Jerusalén ni a ninguna parte. En estos momentos yace en el fondo del mar.

Nicéforo se lo quedó mirando unos instantes, y poco a poco fue componiendo una expresión de profundo asombro.

– ¿Estáis… seguro? -susurró.

– Del todo. -Hablaba con voz vibrante, quebrada por la emoción-. Yo mismo lo he visto. Fui uno de los que encendieron las antorchas. Jamás lo olvidaré mientras viva. Cuando hizo explosión el fuego griego que había en la bodega de aquellos barcos, el mar se transformó en el mismísimo infierno.

Nicéforo extendió la mano y aferró la de Giuliano con tal fuerza que a punto estuvo de aplastársela, una fuerza que Giuliano nunca habría imaginado en él. Tenía lágrimas en los ojos.

– Hemos de decírselo al emperador.

Esta vez no tuvo que esperar para que lo recibiera Miguel, no tuvo que pasar por las formalidades de costumbre para ser admitido al salón del trono. Pasaron por delante de la guardia varega como si estuvieran entrando en otra habitación cualquiera.

Miguel se había vestido a toda prisa, pero estaba totalmente despierto. Sus ojos negros brillaban con intensidad, muy vividos, a pesar de lo demacrado de su rostro y de las oquedades que formaba su piel apergaminada.

– Majestad -dijo Giuliano con voz calma.

– ¡Hablad!

Giuliano alzó la vista y la clavó en los ojos del emperador como si fuera su igual.

– Carlos de Anjou ya no volverá a representar una amenaza para Bizancio, majestad. Su flota se ha incendiado y yace hundida en la bahía de Mesina. Es un hombre acabado. Hasta Sicilia respirará al verse libre de la opresión.

Miguel lo miró fijamente.

– ¿Lo habéis visto vos mismo?

– El capitán Dandolo prendió las antorchas, majestad -terció Nicéforo.

– Pero vos sois veneciano -dijo Miguel con incredulidad. -Sólo a medias, mi señor. Mi madre era bizantina. -Lo dijo con orgullo.

Miguel asintió despacio. Conforme la tensión y el sufrimiento iban abandonando su cuerpo, se extendió por su semblante una amplia sonrisa y se le fue iluminando la mirada. Sin apartar los ojos de Giuliano, hizo una seña a Nicéforo.

– Dale a este hombre todo lo que le apetezca. Dale comida, vino, una cama, ropa limpia. -A continuación se quitó el anillo de oro y esmeraldas que llevaba en el dedo y se lo tendió a Giuliano.

Éste observó lo hermoso que era.

– Tomadlo -dijo Miguel-. Ahora, compartamos nuestra alegría con la ciudad entera. ¡Nicéforo! Da orden de que se propague la buena noticia por todas partes. Que todos bailen en las calles, que coman y beban, que haya música y diversión. Que se vistan con sus mejores galas. -Calló un momento para mirar de nuevo a Giuliano-. Bizancio os da las gracias, Giuliano Dandolo. Ahora id a comer, beber y descansar. Se os pagará con oro.

Giuliano inclinó la cabeza y se retiró, embriagado de triunfo.

Pero cuando salió al pasillo, la única idea que le vino a la cabeza fue ir a dar la noticia a las personas de aquella ciudad que le importaban, empezando por Anastasio. Debía transmitírsela primero a él, ya les tocaría a los demás más tarde. La buena nueva iba a llegar a todos los rincones, pero quería que Anastasio se enterara por él personalmente, deseaba ver su expresión de alegría y alivio.

– Os agradezco vuestras atenciones, pero tengo que ir a dar la noticia a mis amigos -le dijo a Nicéforo-. Quiero informarlos personalmente, quiero estar presente cuando se enteren de lo ocurrido.

Nicéforo afirmó con la cabeza.

– Es natural. A Anastasio lo encontraréis en el Gálata, en casa de Avram Shachar.

– ¿No está aquí, en su casa? -Giuliano tuvo un escalofrío-. ¿Por qué? ¿Ha sucedido algo?