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De repente la nueva que había traído le pareció vacua. Se dio cuenta de lo mucho que deseaba dársela a Anastasio.

– Vais a encontrarlo muy… cambiado -repuso Nicéforo-. Pero bastante bien.

– ¿Cambiado? ¿En qué sentido?

– Shachar vive en la calle de los apotecarios. Todo se explicará por sí solo. Id antes de que partan de viaje hacia el sur. Leo y Simonis ya abandonaron Constantinopla ayer. Os queda poco tiempo. -Sonrió-. Bizancio os debe mucho, y no vamos a olvidarlo jamás.

Giuliano le estrechó la mano de nuevo, notando la presión del anillo que acababa de regalarle el emperador, y acto seguido dio media vuelta y se fue.

En cuanto Miguel Paleólogo, el Igual a los Apóstoles, quedó a solas, fue a sus aposentos y cerró las puertas. Estaba cansado. Aquella batalla tan larga lo había agotado y le había dejado una debilidad en el cuerpo que sabía que no iba a curarse.

Se inclinó frente al armario y cogió la llave que llevaba colgada del cuello. La introdujo en la cerradura y abrió.

Allí estaba, como siempre, el rostro sereno y bellísimo de la Madre de Dios que san Lucas había pintado y Zoé Crysafés le había regalado a él. Se arrodilló delante de ella mientras las lágrimas le rodaban lentamente por la cara.

– Gracias -dijo con sencillez-. Pese a nuestras flaquezas y nuestras dudas, nos has salvado de nuestros enemigos. Y lo que es un milagro aún mayor: nos has salvado de nosotros mismos.

Se santiguó al antiguo estilo griego, pero permaneció de rodillas.

Giuliano localizó la calle de los apotecarios, pero tuvo la sensación de haber tardado una eternidad.

Durante todo el camino, cuando salió del palacio y descendió por las empinadas calles, cuando llegó a los muelles y fue hasta el embarcadero a esperar una barca, su cabeza no dejó de dar vueltas. ¿Qué habría querido decir Nicéforo? ¿A qué cambio se refería? No quería que Anastasio hubiera perdido ni un ápice de la pasión, el valor, el ingenio y la dulzura que él recordaba; deseaba encontrarse con la misma persona afectuosa, inteligente y sensible que conocía y por la que albergaba sentimientos tan hondos.

Subió a toda prisa por la calle de los apotecarios a pleno sol, pasando por delante de tiendas y mercados vacíos, casas desiertas. De un momento a otro llegaría la noticia y se propagaría como el fuego. Quería ser el primero en dársela a Anastasio.

– ¿Dónde está la tienda de Avram Shachar? -preguntó a voces a un hombre que estaba abriendo muy despacio la puerta de su casa y oteando la calle.

El hombre señaló.

Giuliano le dio las gracias y apretó el paso.

Dio con la puerta en cuestión y se puso a aporrearla con fuerza, de forma un tanto excesiva, y al momento se dio cuenta de que estaba siendo un poco descortés.

– Perdonad -dijo cuando le abrieron-. Estoy buscando a Anastasio Zarides. ¿Está aquí?

Shachar afirmó con la cabeza, pero no se hizo a un lado ni lo invitó a pasar.

– Soy Giuliano Dandolo, un amigo de Anastasio. Traigo noticias excelentes. Carlos de Anjou ha fracasado, su flota se ha hundido… se ha quemado y ahora está en el fondo del mar. Quiero ser el primero en comunicárselo… -Cayó en la cuenta de que estaba hablando como una cotorra, y tomó aire para calmarse-. Por favor.

Shachar asintió muy despacio y sus ojos estudiaron el rostro de Giuliano.

– ¿Eso es cierto?

– Sí, lo juro. Ya he informado al emperador, pero a Anastasio quiero decírselo yo mismo… y a vos.

El rostro de Shachar se relajó en una amplia sonrisa.

– Gracias. Será mejor que entréis. -Abrió la puerta del todo e indicó una habitación que había al fondo del pasillo-. Ahí está el cuarto de las hierbas. Seguramente Anastasio estará trabajando con ellas. Nadie os molestará. -Pareció ir a agregar algo más, pero cambió de idea.

– Os lo agradezco. -Giuliano pasó junto a él como una exhalación y se dirigió hacia la puerta del fondo. Iba dominado por la aprensión. ¿A qué cambios se habría referido Nicéforo? ¿Qué habría ocurrido? ¿Estará enfermo Anastasio? ¿O herido?

Llamó con brío a la puerta.

Cuando ésta se abrió, Giuliano vio una mujer de pie. Era más alta de lo habitual y tenía un cuello esbelto, pómulos marcados y una brillante cabellera de color castaño. Poseía una belleza especial que lo impresionó, como si la conociera desde siempre, y sin embargo no la había visto nunca.

De pronto el rostro de ella se tiñó de un rubor intenso.

– Giuliano… -dijo con voz ronca, como si le costara hablar.

No supo qué decir. De pronto comprendió. Experimentó una profunda vergüenza por todas las cosas que había dicho, todos los sentimientos que había desvelado, todos los momentos en que había referido experiencias vividas y de los cuales recordaba, más que el contenido en sí, la intensa sensación de compañerismo, de intimidad casi, como si no hubiera habido necesidad de ocultar nada.

Después recordó el momento en que se despertó en él aquel deseo físico, junto con la turbación y la confusión que lo abrumaron entonces. Le había costado muchos sufrimientos reprimir todo aquello.

A él le produjo una fuerte impresión; ¿qué habría sentido ella?

Desvió la mirada y la fijó en el paquete de hierbas y ungüentos, que sugería un viaje inminente.

– ¿Se va Shachar? -preguntó obedeciendo un impulso-. ¿O te vas tú?

Ana sonrió y parpadeó rápidamente, como si pretendiera disipar las lágrimas.

– Los cruzados llegarán de un día a otro, y cuando ocurra eso los judíos que estén aquí no saldrán muy bien parados… ni los musulmanes.

– ¿Por eso… -Miró la túnica de mujer que vestía. Le resultaba a la vez turbador y placentero descubrir que bajo aquella prenda se adivinaba un cuerpo muy femenino, tan sensual como el de Zoé.

– No… -se apresuró a contestar ella-. Helena tenía previsto aliarse con los invasores a fin de gobernar con ellos. Es hija ilegítima de Miguel. Yo he encontrado pruebas de lo que planeaba hacer y he informado al emperador. Y ella le ha dicho que yo era una mujer.

– ¿Cómo…? -empezó Giuliano.

– Zoé lo sabía.

– ¿Sabía? -repitió Giuliano, sin entender el uso del pretérito. -Ha muerto -explicó Ana con voz queda-. Asesinada por Constantino.

Giuliano percibió la nota de dolor con que lo dijo, y al mirarla vio la tristeza reflejada en su rostro. Se imaginó lo mucho que debió de afectarla.

– Anast… -Se interrumpió. No sabía cuál era su nombre.

– Ana Láscaris -susurró ella.

Giuliano alargó una mano, no para tocarla, sino sólo como ademán. Le vinieron a la memoria todas las desilusiones que había sufrido él mismo, las amistades y sueños fallidos, la larga soledad que le ocasionó todo aquello.

– Todo ha terminado -dijo Ana en voz baja-. El emperador me ha dado libertad, pero no puedo quedarme en Constantinopla. Simonis va a regresar a Nicea. Si Nicea cayera también…

– ¡No caerá! -la interrumpió Giuliano con vehemencia-. No va a caer nadie. Bizancio se encuentra a salvo, por lo menos de Carlos de Anjou. Toda su flota está hundida en el puerto de Mesina. Yo mismo lo vi. Ya no hay cruzada alguna.

Experimentó una imparable oleada de felicidad y alivio. Sintió deseos de rodear a Ana con sus brazos y estrecharla con fuerza hasta levantarla del suelo y ponerse a dar vueltas alrededor. Era un impulso tan intenso que casi le producía dolor físico. Pero no iba a acabar allí.

– No tienes por qué irte… -le dijo.

Ana lo miró a los ojos fijamente.

– Sí tengo que irme. Helena tenía amigos, aliados. Se enterarán de que yo fui quien la delató ante Miguel. Le dieron muerte en el palacio, le rompieron el cuello. Y eso no me lo van a perdonar.

Giuliano intentó imaginar la escena, el apasionamiento y la violencia del momento.

– Y además tengo una carta de perdón para mi hermano -siguió diciendo Ana-. He de llevarla a…