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– Tenéis una piedra en la vejiga -le dijo-. Si sale al exterior, os dolerá, pero quedaréis curado.

– Os estoy agradecido por vuestra sinceridad -repuso Basilio en voz baja-. Me llevaré la tintura y vendré aquí todos los días.

Ana le dio una porción minúscula de su preciado opio tebano. A veces lo mezclaba con otras hierbas como beleño, eléboro, acónito, mandrágora e incluso semillas de lechuga, pero no deseaba que Basilio cayera en la inconsciencia, de modo que se lo proporcionó en su versión pura.

Basilio regresó con regularidad, y si Ana no tenía otros pacientes, a menudo se quedaba un rato y conversaban. Era un hombre inteligente y culto, y a ella le resultaba interesante y agradable. Pero aparte de eso, abrigaba la esperanza de enterarse de algo.

Sacó a colación el tema al inicio de la segunda semana de tratamiento.

– Ah, sí, yo conocí a Besarión Comneno -dijo Basilio con un leve encogimiento de hombros-. Al igual que todo el mundo, odiaba que el Papa asumiera la precedencia sobre el patriarca de Constantinopla. Aparte de la afrenta y de la pérdida de autogobierno que representa para nosotros, es muy poco práctico. Cualquier solicitud de un permiso, de consejo o de socorro tardaría seis semanas en llegar al Vaticano, seguidamente el plazo que requiriera el asunto para que el Papa le prestara atención, más otras seis semanas en regresar. Para entonces podría ser ya demasiado tarde.

– Por supuesto -convino ella-. Y además está la cuestión del dinero. Difícilmente podemos permitirnos enviar hasta Roma nuestros diezmos y ofrendas.

Basilio dejó escapar un gemido tan agudo que por un instante Ana temió que el dolor que había sentido fuera físico.

Basilio sonrió contrito:

– Estamos de nuevo en nuestra ciudad, pero vivimos al borde de la ruina económica. Necesitamos reconstruir, pero no podemos permitírnoslo. La mitad de nuestro comercio ha pasado a manos de los árabes, y ahora que Venecia nos ha robado absolutamente todas nuestras reliquias sagradas, los peregrinos apenas se molestan en venir.

Estaban sentados en la cocina. Ella había preparado una infusión de hierbas a base de menta y camomila, que bebían a sorbos pequeños porque aún estaba muy caliente.

– Y sumado a eso -siguió diciendo Basilio-, está el importante asunto de la cláusula filioque, que constituye el problema más espinoso de todos. Roma enseña que el Espíritu Santo procede tanto del Padre como del Hijo, con lo cual ambos son Dios por igual. Nosotros creemos firmemente en que sólo existe un Dios, y que decir cualquier otra cosa es blasfemia. ¡No podemos condonar eso!

– ¿Y Besarión estaba en contra? -preguntó Ana, aunque apenas era una pregunta. ¿Por qué iba nadie a pensar que lo había matado Justiniano? No tenía sentido, él siempre había sido ortodoxo.

– Profundamente -convino Basilio-. Besarión era un gran hombre. Amaba esta ciudad y la vida que albergaba. Sabía que la unión con Roma corrompería la verdadera fe y terminaría destruyendo todo aquello que nos importa.

– ¿Y qué se proponía hacer al respecto? -dijo Ana tímidamente-. Si hubiera vivido…

Basilio se encogió ligeramente de hombros.

– No estoy seguro de saberlo. Besarión hablaba bien, pero hacía poco. Siempre era «mañana». Y como sabéis, para él, el mañana no llegó.

– He oído decir que lo asesinaron. -A Ana le costó trabajo pronunciar aquellas palabras.

Basilio miró sus manos huesudas, que tenía apoyadas sobre la meta, sosteniendo la infusión de menta.

– Sí. Fue Antonino Kyriakis. Y lo ejecutaron por dicho crimen.

– ¿Y también a Justiniano Láscaris? -sugirió ella-. ¿Hubo un juicio?

Basilio levantó la vista.

– Naturalmente. Justiniano fue enviado al destierro. El emperador en persona presidió el juicio. Al parecer, Justiniano ayudó a Antonino a deshacerse del cadáver para que pareciera un accidente. En realidad, imagino que pensaron que no lo iban a encontrar nunca.

Ana tragó saliva.

– ¿Y cómo hizo tal cosa? ¿Cómo se hace para que no encuentren un cadáver?

– En el mar. Hallaron el cuerpo de Besarión enredado en los cabos y las redes del barco de Justiniano.

– ¡Pero eso pudo haber ocurrido sin que lo supiera él! -protestó Ana-. ¡A lo mejor Antonino no tenía barco, y sencillamente cogió uno!

– Eran amigos íntimos -replicó Basilio con voz calma-. Antonino no habría implicado a un hombre al que conocía tan bien habiendo otros muchos barcos que podía haber utilizado.

Aquello no tenía lógica para Ana.

– ¿Acaso Justiniano era un hombre capaz de dejar una prueba así, que lo condenase? -preguntó con vehemencia. Pero ya conocía la respuesta. Ella jamás habría cometido semejante error, y su hermano tampoco-. ¿Tienen siquiera la seguridad de que Antonino era culpable? ¿Para qué iba a desear matar a Besarión?

Basilio negó con la cabeza.

– No tengo ni idea. A lo mejor se pelearon; él se cayó por la borda y lo invadió el pánico. Puede resultar difícil intentar ayudar a alguien que está forcejeando, esa persona se convierte en un peligro tan grande para sí misma como para los demás.

Ana tuvo una visión de Justiniano perdiendo los estribos y actuando con mayor agresividad de la que era su intención. Era un hombre fuerte. Besarión pudo perder el equilibrio, caerse al agua y ser arrastrado hacia abajo, gritando y boqueando, hasta ahogarse. ¿Se habría dejado Justiniano llevar por el pánico? No, a menos que hubiera cambiado hasta el punto de no ser ya el hombre que ella había conocido. Su hermano nunca había sido un cobarde. Y si su intención hubiera sido la de matar a Besarión, no habría cortado los cabos, se habría quedado allí toda la noche hasta encontrar el cadáver, y después le habría atado algún peso y se habría adentrado remando en el Bósforo para dejar que se hundiera para siempre.

Ana experimentó una súbita oleada de liberación. Era la primera prueba tangible a la que aferrarse. Tenía datos, y aunque no pudiera servirse de ellos todavía, demostraban la inocencia de su hermano, que para ella era irrefutable.

– Parece un accidente -señaló.

– Es posible -concedió Basilio-. Tal vez si se hubiera tratado de otra persona lo habrían tomado como tal.

– ¿Y por qué no en el caso de Besarión? -inquirió Ana con cautela. Basilio hizo un gesto de disgusto.

– La esposa de Besarión, Helena, es muy hermosa. Justiniano era un hombre apuesto y, aunque era religioso, también tenía imaginación y sabía hablar, y además poseía un sentido del humor irónico y muy agudo. Estaba viudo, y por lo tanto era libre para seguir sus inclinaciones dondequiera que éstas lo llevaran.

– Entiendo…

Ana también era viuda, y también sentía dentro de sí el profundo vacío de la pena, pero era distinto. La muerte de Eustacio le había provocado un sentimiento de culpa y de liberación al mismo tiempo. El procedía de una buena familia, acaudalada, era un soldado dotado de valor y destreza. Su falta de imaginación la aburría y con el tiempo terminó causándole rechazo. Y él fue brutal. Ana sintió que la invadía la náusea al revivir aquel recuerdo. El vacío que llevaba dentro daba la sensación de llenarla poco a poco, hasta que llegaría un momento en que le saldría por los poros de la piel. Se sentía incompleta, puede que tanto como el eunuco que fingía ser.

– En vuestra opinión, ¿Justiniano sentía interés por Helena? -preguntó con un tono de perplejidad-. ¿Es eso lo que dice la gente?

– No. -Basilio negó con la cabeza-. En realidad, no. Yo diría que lo más probable es que tuvieran una pelea que se les fue de las manos.

Cuando el paciente se hubo marchado, Ana examinó su despensa de hierbas y medicinas en general. Necesitaba más opio. El mejor era el tebano, pero había que importarlo de Egipto y no resultaba fácil de obtener. Iba a tener que conformarse con otro de menor calidad. También necesitaba beleño negro, mandrágora y jugo de hiedra. Además, le quedaban pocas reservas de hierbas secundarias como nuez moscada, alcanfor y attar de rosa damascena, así como de otros tantos remedios comunes.