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El papa Benedicto asentía con la cabeza.

– Me satisface la independencia del credo que transmite la congregación. Si todos los hermanos y hermanas se aferraran tanto a su credo, este mundo estaría mucho mejor. Sin embargo, nadie debería ser más fundamentalista que la propia Iglesia -el papa reflexionó durante unos instantes, y después miró hacia monseñor Tizzani de forma provocativa-. ¿Le ha dicho que la orden, con su rechazo apodíctico de los descubrimientos científicos relacionados con la Evolución, seguía con demasiado ahínco los argumentos creacionísticos?

Tizzani pasó ambos dedos índice desde la raíz de la nariz hacia abajo por la cara en el intento de ordenar sus ideas antes de contestar.

– Él es consciente de ello. Reconoce abiertamente que estos principios son defendidos principalmente por grupos protestantes. Sin embargo, va incluso un poco más lejos. Defiende la opinión de que la Iglesia católica incurría en el error de ceder esta parcela a los protestantes. Marvin opina que sería tarea de la Iglesia católica defender estas posiciones.

– Los conocimientos de las ciencias naturales modernas no se pueden negar. Forman parte de la creación de Dios. De ahí, que haya que respetarlas, así como hace la Iglesia católica -el papa titubeaba por un instante, parecía buscar las palabras adecuadas-. Juan Pablo II reconoció en nombre de la Iglesia la Teoría de la Evolución. ¿No hemos discutido ya bastante sobre esto? Como católico, ¿cómo puede oponerse Marvin a esto? ¡Si enseñamos la Teoría de la Evolución hasta en las escuelas católicas!

El reconocimiento de la congregación como instituto secular sería seguramente el primer error…

El papa Benedicto mecía la cabeza.

– Las congregaciones constituyen una parte muy importante dentro de nuestra Iglesia. Y en aquel entonces, la Iglesia defendía también la misma idea. Sin embargo, nuestra investigación de la Biblia nos ha revelado nuevos descubrimientos. No existe un Dios dictatorial. Nuestro Dios deja al mundo a su libre albedrío, independientemente de en lo que se pueda convertir a lo largo de su constante evolución. No siempre interviene, sino que deja al azar, participa, ama. Con cada nuevo descubrimiento científico sobre el Universo participamos en la fuerza creadora de Dios. ¿No comprende este hombre que con su concepto heredado se pone en contra de los fundamentos promulgados de la Santa Iglesia? ¿Cómo puede pensar que su congregación pueda recibir apoyo alguno bajo estas circunstancias? Su consigna consiste en apoyar forzosamente sus opiniones. ¡Y eso conllevaría a su vez que el papa Juan Pablo II se hubiera equivocado!

«Y tú también», le pasó a monseñor Tizzani por la cabeza. Interiormente, consideró este capítulo por cerrado. Henry Marvin parecía tener malas cartas. La postura defendida por su congregación negaba la infalibilidad del pontífice.

Tras permanecer en silencio durante un breve momento, el papa tomó de nuevo la palabra.

– Ha dicho que ha encontrado una pista en los archivos. Si no recuerdo mal, una inscripción que data de finales de los años veinte realizada por el nuncio [20] Pacelli, posteriormente Su Santidad Pío XII.

Los ojos del papa examinaban las caras de sus dos invitados. Tizzani se deslizaba nervioso sobre la almohada de la silla de un lado para otro.

– Correcto -dijo cardenal Sacchi-. Un breve indicio sobre un hallazgo de un contenido idéntico o parecido al que Marvin insinúa tenor en su poder. La entrada ocupa solo unas pocas líneas y aparece en uno de los últimos informes del Nuncio antes de regresar a su puesto de Secretario de Estado del Vaticano.

El papa suspiró. Como nuncio de Múnich y Berlín, Pacelli había desempeñado entre 1922 y finales de 1929 su cargo como representante diplomático del Vaticano en Alemania, convirtiéndose finalmente en 1939 en el papa Pío XII. Aunque sabía del Holocausto, no se pronunció nunca sobre él. Y al finalizar la guerra, los criminales nazis habían escapado por la secreta «ruta de las ratas» [21] con ayuda de los representantes de la Iglesia.

El examen de una posible pero aún no consumada beatificación de Pío, había sido desde siempre, con este trasfondo, tema constante de debate en el seno de la curia y en los diferentes medios. Constituía una figura de culto de tal calibre para la vida pública, que en 2003 el Vaticano se vio obligado a abrir partes de los archivos secretos del Vaticano que contuvieran escritos y documentos relacionados con Pío XII.

– Un trozo de papel escrito y…

– ¿Cómo lo ha conseguido? -el papa interrumpió férreo al cardenal, porque sabía lo que este quería decir.

– Un indicio de Henry Marvin enviado a mi persona -dijo por fin el cardenal Sacchi, quien era consciente de que le habían interrumpido antes de iniciar la segunda parte de su frase.

– ¿Qué quiere decir?

– Hace unas semanas nos envió este mensaje, después de que no se le hubiera prestado demasiada atención a sus pretensiones. Una especie de intensificación en sus esfuerzos -el cardenal sonreía cansado-. Dijo que un texto completo que albergaba todavía más pruebas estaría en manos de la Iglesia desde finales de los años veinte, como…

– Como acabamos de comprobar juntos hace un rato, el hallazgo de este documento no significaría ningún vendaval para la Santa Madre Iglesia. La Iglesia ha superado ya muchas otras cosas; considerando que fuera cierto. Hasta ahora falta cualquier posible prueba. Nada más que vagos indicios -de repente, el papa Benedicto sonreía suavemente-. ¿Y qué sucederá a partir de ahora?

– No hemos estado de brazos cruzados durante las últimas semanas; y ese mérito pertenece a monseñor Tizzani.

El papa Benedicto clavó una mirada penetrante en el monseñor. Henry Marvin se había dirigido al Oficio con el texto por primera vez hacía apenas medio año. El papa Benedicto, entonces aún prefecto del Santo Oficio, había atisbado de inmediato en aquel entonces que se aproximaba el tiempo de tomar una decisión.

Arrugó desabrido la cara. Tizzani se había convertido ahora en el apagafuegos, porque su propio confidente había elegido huir ante esta carga.

– Monseñor Tizzani, ¿qué ha averiguado? -preguntó con voz baja.

Tizzani podía percibir la rebosante impaciencia que vibraba desde la voz del pontífice. Sabía muy bien que aún no conocía ni por asomo todas las facetas de este juego.

– En el fondo, nada importante, Su Santidad. Las pocas líneas en el informe del Nuncio hacen referencia a un informe separado que había enviado junto con otros objetos al depósito arqueológico. Pero allí se pierde la pista. La anotación del Nuncio no aparece por ningún lado.

– ¿En qué consiste entonces el exitoso trabajo del monseñor? -inquirió el papa dirigiéndose nuevamente hacia Sacchi.

El cardenal bajó sopesando la cabeza.

– En el depósito arqueológico consta la entrada de este documento, pero por desgracia luego se pierde su pista. Sin embargo, conseguimos en el depósito arqueológico el nombre de un monje a quien se le había encomendado hacía una década practicar pesquisas en torno a la figura de Pío XII. Según parece, estas tenían relación con los exámenes para su posible canonización.

El papa Benedicto asentía contrariado.

– Quizás este monje pueda añadir algo. Preguntémosle.

– Si es de ayuda… -El papa apartó la cabeza hacia un lado, como si se aburriera.

El cardenal Sacchi titubeó durante un momento, y a continuación dijo:

– Los dos le conocemos.

– ¿Sí? -El pontífice elevó lentamente la mirada-. Conozco a muchas personas, sacerdotes, y también monjes.

– Se trata de un antiguo colaborador de Su Santidad que trabajaba antes en el Instituto Arqueológico, antes de estar con nosotros en el Santo Oficio. Se trata del antecesor de monseñor Tizzani en el credo.