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– Los ratones tienen el cuerpo de un animal joven y fuerte, a pesar de haber estado al borde de la muerte. ¿Cómo puede ser eso posible?

– No lo sabemos -Dufour movía desamparado los hombros.

Zoe Purcell miró con frialdad a los dos científicos.

– Yo siempre imaginé que en su profesión trabajaban con datos y hechos exactos y precisos. El hecho que nos ocupa ahora es el siguiente: a los ratones se les ha suministrado una ducha de genes con este desconocido cromosoma Y, que ha hecho mutar a estos ratones matusalenos hasta convertirse en fuertes y jóvenes saltarines. ¿Correcto?

Ned Baker asentía con la cabeza:

– Siempre y cuando sea cierto lo que se nos ha dicho.

Zoe Purcell hizo un ademán con la mano en señal de su impaciencia.

– Sin embargo, se continúa considerando que esto no puede ser posible. Pues hasta ahora la ciencia parte de la idea de que son las células del hígado y del intestino y unos pocos tipos más los que se renuevan una y otra vez durante toda una vida, pero en ningún caso músculos ni tejidos conjuntivos. ¿Correcto? Y a pesar de ello, estos ratones han cambiado su viejo, atrofiado, agotado y anquilosado cuerpo por uno joven y musculoso.

De nuevo asentía Ned Baker de forma titubeante y soltó un «sí» a continuación.

– Según el informe de Snider parece ser así.

– ¿Por qué esa cautela, Baker? Y usted, Dufour, ¿por qué actúa de ese modo tan retraído? ¿Le teme al descubrimiento del que quizás esté formando parte en estos momentos? ¿Dónde está su ambición científica, la predisposición a creer en lo imposible?

– Parece tan increíble que no me atrevo a pensarlo o a tener la esperanza de que así sea. -Dufour meneaba la cabeza cavilando.

– ¿Está diciendo que por qué ha de ser precisamente usted quien participe en el descubrimiento de la fuente de la eterna juventud? ¡Si de eso precisamente trata su trabajo! A usted no le cuesta creer en el hecho en sí, sino en la perspectiva de que pueda ser precisamente usted quien participe. ¿No es así?

Jacques Dufour meneaba los hombros.

– Sí, será eso.

– ¿Por qué? Si Copérnico hubiera pensado así, ¿cree usted que hubiera llevado a cabo sus revolucionarios descubrimientos? ¿O Crick y Watson [58], cuando describieron la estructura del ADN? Yo no soy precisamente una experta en ciencias naturales pero, si yo fuera usted, actuaría con determinación, tiraría del hilo que tenemos ahora en nuestras manos y le diría con orgullo al mundo quién fue el que descubrió el secreto del envejecimiento.

Zoe Purcell pensó en Andrew Folsom, quien vilipendiaba cientos de millones en patentes para investigar precisamente este sueño de la humanidad, y se rio a continuación entre dientes. Después se dirigió de nuevo a Dufour.

– Explíqueme de nuevo lo que ha descubierto hasta ahora sobre este cromosoma.

– Aún nos queda mucho para finalizar nuestros análisis. Estamos comenzando a identificar los genes. Cuando hayamos conseguido eso, necesitaremos comprender cómo estos genes trabajan entre ellos. Y posteriormente deberemos descubrir, en el caso de que así sea, cómo y por qué estos genes influyen y controlan otras parcelas del ADN. Pueden… sí, creo que sí… pueden pasar años hasta que entendamos las relaciones.

– ¿No creerá usted que yo vaya a permanecer aquí todo ese tiempo a la espera de los resultados, no? -espetó Zoe Purcell enfadada-. Un cromosoma desconocido cuyo ADN convierte a vetustos ratones en jóvenes saltarines. ¡Deducir su racionamiento resulta inequívoco! ¿Qué nos dicen las pruebas del ratón sacrificado?

Dufour tragaba antes de iniciar en voz baja su explicación.

– Se han descubierto cantidades superiores de la enzima catalas [59] en los núcleos celulares y en las mitocondrias. Las mitocondrias constituyen las plantas energéticas de las células, que convierten la energía en trifosfato de adenosina [60]. Sin embargo, durante este proceso se producen también desechos: radicales libres de oxígeno y oxidantes agresivos como el peróxido de hidrógeno. Una mayor proporción en catalasas significa que la agresiva molécula de peróxido de hidrógeno sea desactivada. El desecho que perjudica a las células durante su proceso metabólico, es decir, el que hace envejecer, es contrarrestado de esta manera.

– ¿Es nuevo eso?

– La realidad es que ya se habían realizado pruebas con la enzima de la catalasa en ratones con cierto éxito. El tiempo de vida de los animales se pudo alargar en más de un veinte por ciento. Lo nuevo en este caso radica presumiblemente en que la enzima es activada por el cromosoma a través de un proceso prácticamente natural.

– ¿Y qué es lo que cree usted?

– Las primeras sospechas indican que el cromosoma Y dispone de genes capaces de controlar las mitocondrias. Con cada análisis descubrimos un poco más.

Zoe Purcell provocaba a los dos científicos con cada una de sus miradas. «Gallinas -pensó ella-. ¡Pero no importa!». Ella al menos estaba decidida a aprovechar esa oportunidad única. Para ello debía despertar en estos memos aquello que por lo visto no eran capaces de imaginarse todavía por sí solos.

Pensativa, volvió caminando desde la ventana en dirección al escritorio para sentarse de nuevo en la dura silla y repasar con semblante concentrado las hojas del montón de expedientes correspondientes a los enfermos del hospital, que se encontraba delante de ella en la mesa.

– Aún nos queda por hablar de sus futuras pruebas -anunciaba ella a la vez que le dedicaba una gélida mirada a Dufour-. La muerte del paciente Mike Gelfort nos preocupa.

– Un accidente -murmuró Dufour tímido.

– Sí, sí, eso ya lo he entendido. Pero aun así resulta muy peligroso para la empresa. La opinión pública, la competencia, la envidia -ella se quedó mirando seria a Dufour-. ¿Podemos descartar que algo así vuelva a ocurrir? Quiero decir… ¿quedan aún pacientes a los que les podría ocurrir algo parecido?

– ¿Qué es lo que le hace pensar eso?

– ¡Aquí la que hace las preguntas soy yo! -respondió Zoe Purcell de forma cortante al mismo tiempo que dio un brinco. Ella se inclinó hacia adelante, se apoyó en la mesa y continuó avasallándolo-. Puede que usted no se imagine en qué lugar han puesto a la empresa usted y Folsom. Con que solamente salga una sola palabra hacia el exterior, nuestras acciones caerán en picado. La nube de polvo provocada por la caída equivaldría a la de un volcán en erupción, ¡como mínimo! ¿Se imagina lo que pasaría a continuación? ¡En primer lugar atomizaríamos su quiosco aquí! Después le utilizaríamos como cabeza de turco ante las fieras masas. En definitiva: ¿hemos de suspender las siguientes pruebas y continuar esperando a ver qué pasa?

Dufour sabía en su fuero interno que llevaba razón. A la prensa no le interesaba que la muerte de Gelfort fuera un accidente. Tan solo los titulares serían incluso capaces de destruirle a él y de arrinconar a la empresa. Después se presentaría la fiscalía del Estado…

– En estos momentos estamos llevando a cabo cuatro baterías diferentes de pruebas preclínicas. En tres de ellas tenemos todo bajo control. Sin ningún tipo de problemas. Sin embargo, la cuarta, en la que participaba Mike Gelfort, se ha interrumpido. Tenía previsto realizarle las pruebas a otro paciente, pero aún no he comenzado con ellas.

– ¿Quién es el paciente?

– Un niño de apenas diez años de edad.

Zoe Purcell revolvía los archivos hasta dar con la estrecha carpeta en la que había varias hojas con datos de laboratorio y otros resultados de investigación.

– ¿Qué tipo de enfermedad padece?

– Daños al hígado, cirrosis. Morirá si no se le ayuda. Por varias razones; ha fracasado el trasplante, y la madre ve en las pruebas de telomerasa su última oportunidad.