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César arrugó la frente.

– ¿Una montaña en las afueras de Pelusium? No creía que hubiera ninguna hasta el Sinaí.

– Una enorme montaña de arena, César.

– Ya. Continúa, por favor.

– El general Aquiles llevó el ejército del rey al lado sur del monte, y está allí acampado. Hace poco Poteino y Teodoto acompañaron al rey y la flota a Pelusium. La última noticia que tuve es que se esperaba una batalla -explicó Ganímedes.

– Así pues, Egipto, o más bien Alejandría, está sumida en una guerra civil -dedujo César, empezando a pasearse-. ¿No se ha visto a Cneo Pompeyo Magno en las inmediaciones?

– No que yo sepa, César. Desde luego no está en Alejandría. ¿Es cierto, pues, que lo derrotaste en Tesalia?

– Sí, definitivamente. Se marchó de Chipre hace unos días, y yo creía que con rumbo a Egipto. -No, pensó César, observando a Ganímedes, este hombre desconoce realmente el paradero de mi viejo amigo y adversario. ¿Dónde está Pompeyo, pues? ¿Quizás utilizó ese manantial a diez kilómetros al oeste del puerto de Eunostos y siguió navegando hasta Cirenaica sin parar? Dejó de pasearse-. Muy bien, parece que estoy in loco parentis con estos ridículos muchachos y sus disputas. Por tanto mandarás dos mensajeros a Pelusium, uno para el rey Tolomeo, el otro para la reina Cleopatra. Exijo que ambos soberanos se presenten ante mí en su propio palacio. ¿Está claro?

Ganímedes parecía incómodo.

– No preveo dificultades con el rey, César, pero puede que a la reina no le sea posible venir a Alejandría. Nada más verla, la multitud la ahorcará. -Contrajo la boca en actitud de desdén-. El deporte preferido de la turbamulta alejandrina es hacer pedazos a los gobernantes poco populares con sus propias manos. En el ágora, que es muy espaciosa. -Carraspeó-. Debo añadir, César, que por vuestra propia seguridad, sería prudente que tú y tus ayudantes de mayor rango os confinéis en el Recinto Real. En estos momentos gobierna la masa.

– Haz lo que puedas, Ganímedes. Y ahora, si no te importa, me gustaría que me acompañaran a mis aposentos. Asegúrate de que mis soldados son avituallados debidamente. Por supuesto pagaré por cada gota y cada migaja. Pese a los precios excesivos a causa del hambre.

– Así pues -dijo César a Rufrio mientras tomaba una cena tardía en sus nuevos aposentos-, no estoy más cerca de conocer el destino del pobre Magno, pero temo por él. Ganímedes no sabía nada, aunque no me inspira confianza. Si otro eunuco, Poteino, puede aspirar a gobernar a través de un Tolomeo menor de edad, ¿por qué no también Ganímedes a través de Arsinoe?

– Desde luego nos han tratado miserablemente -comentó Rufrio mientras echaba un vistazo alrededor-. En cuanto a alojamiento, nos han metido en una choza. -Sonrió-. César, mantengo a Tiberio Nerón alejado de ti, pero está indignado por tener que compartir sus aposentos con otro tribuno militar, sin mencionar que esperaba cenar contigo.

– ¿Por qué habría de desear cenar con uno de los nobles menos epicúreos de Roma? ¡Los dioses me libren de estos insoportables aristócratas!

Como si, pensó Rufrio sonriendo para sus adentros, él no fuera insoportable y aristócrata. Pero la parte insoportable de César no tiene que ver con sus antiguos orígenes. Lo que no puede decir sin menospreciar mi nacimiento es que detesta tener que emplear a un incompetente como Nerón por la única razón de que es un Claudio patricio. Las obligaciones de la nobleza le molestan.

La flota romana permaneció anclada dos días más con la infantería a bordo; presionado, el Intérprete había autorizado a la caballería germana a ir a tierra con sus caballos y acampar en un buen prado frente a las derruidas murallas de la ciudad que daban al lago Mareotis. Los lugareños cedieron un amplio espacio a estos bárbaros de extraordinario aspecto; iban casi desnudos y tatuados y llevaban el pelo, que nunca se cortaban, recogido en una tortuosa red de nudos y rodetes en lo alto de la cabeza. Además, no hablaban ni una sola palabra de griego.

Haciendo caso omiso al consejo de Ganímedes de que permaneciera dentro del Recinto Real, César curioseó y husmeó por todas partes durante aquellos dos días, escoltado sólo por sus lictores, indiferente al peligro. En Alejandría, descubrió, había maravillas dignas de su atención personaclass="underline" el faro, el Heptastadion, los acueductos y el alcantarillado, la disposición de las construcciones navales, los edificios, la población…

La propia ciudad ocupaba una estrecha franja de piedra caliza entre el mar y un vasto lago de agua dulce; menos de tres kilómetros separaban el mar de esta ilimitada fuente de agua dulce, potable incluso en verano. Preguntando, averiguó que el lago Mareotis se alimentaba de canales que lo comunicaban con la gran desembocadura occidental del Nilo, el Nilo canópico; dado que el Nilo crecía en pleno verano y no a principios de primavera, el Mareotis no presentaba los habituales inconvenientes de los lagos abastecidos por ríos: el estancamiento de aguas, los mosquitos. Un canal, de treinta y cinco kilómetros de longitud, tenía anchura suficiente para dar cabida a dos filas de barcazas y barcos aduaneros, que lo recorrían de continuo.

Un canal distinto y único partía del lago Mareotis en el lado de la ciudad donde estaba la Puerta de la Luna; terminaba en el puerto occidental, si bien sus aguas no se mezclaban con el mar, así que cualquier corriente en él era difusiva, no propulsiva. En los muros de su cauce había una serie de grandes compuertas de bronce, que se alzaban y bajaban con un sistema de cabrestantes accionados por bueyes. El suministro de agua de la ciudad se extraía del canal a través de tuberías en ligera pendiente, y a cada distrito correspondía una compuerta. Otras compuertas cruzaban el canal de parte a parte y podían cerrarse para permitir el dragado de salitre del fondo.

Una de las primeras cosas que César hizo fue ascender por el verde cono llamado Paneio, un monte artificial construido con piedras cubiertas de tierra apisonada en la que se habían plantado exuberantes jardines con arbustos y palmeras bajas. Un camino pavimentado subía en espiral hasta lo alto, y riachuelos con alguna que otra cascada descendían hasta un desagüe en la base. Desde la cima se veía el paisaje en kilómetros a la redonda, de tan llano como era.

La ciudad tenía un trazado rectangular carente de vericuetos. Todas las calles eran anchas, pero dos eran mucho más anchas que ninguna de las vías que César había visto: más de 30 metros de arroyo a arroyo. La avenida Canópica iba desde la Puerta del Sol en el extremo oriental de la ciudad hasta la Puerta de la Luna en el extremo occidental; la avenida Real iba desde la puerta de la muralla del Recinto Real hasta las murallas antiguas. La biblioteca mundialmente famosa se hallaba dentro del Recinto Real, pero los demás edificios públicos importantes estaban situados en el cruce de las dos avenidas: el ágora, el gimnasio, los tribunales de justicia, y el Paneio o monte de Pan.

Los distritos de Roma eran lógicos en el sentido de que llevaban el nombre de la colina sobre la que se extendían y de los valles que había entre ellas; en la llana Alejandría los puntillosos fundadores macedonios habían dividido el lugar en cinco distritos arbitrarios: Alfa, Beta, Gamma, Delta y Épsilon. El Recinto Real estaba en el distrito Beta; al este no estaba Gamma sino Delta, lugar de residencia de cientos de miles de judíos, que se desbordaban por el sur para ocupar parte de Épsilon, que compartían con muchos miles de méticos (extranjeros con derecho de residencia pero no de ciudadanía). Alfa era la zona comercial de los dos puertos, y Gamma, al suroeste, se conocía también como Rhakotis, el nombre de la aldea anterior al nacimiento de Alejandría.