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—¿Qué…? ¿Qué ha pasado? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Me he desmayado?

El olvido era otro punto positivo en el tejido, y lógico. Después de todo, padre no debía recordar que de algún modo habías hecho que te comprase aquel vestido tan caro.

—El calor es intenso —respondió Verin mientras la ayudaba a sentarse erguida—. Yo misma me he sentido mareada un par de veces hoy. —Por cansancio, no debido al calor. Encauzar tanto saidar dejaba sin fuerza, sobre todo si se hacía cuatro veces en una misma jornada, como era su caso. El angreal no paliaba los efectos una vez que se dejaba de utilizarlo. Tampoco le habrían ido mal unas manos que la sostuviesen—. Creo que ya es suficiente. Si sufres desmayos, a lo mejor encuentran alguna otra tarea para ti que no sea al sol.

La perspectiva no pareció animar en absoluto a Beldeine. Mientras se frotaba los riñones, Verin asomó la cabeza por la entrada de la tienda. Coram y Mendan interrumpieron de nuevo su juego de las cunitas; aparentemente ninguno de ellos había estado escuchando, pero la Aes Sedai no habría apostado su vida. Les dijo que había terminado con Beldeine y, tras pensarlo un instante, añadió que necesitaba otra jarra de agua ya que Beldeine la había tirado. Los semblantes curtidos de ambos hombres se ensombrecieron. Informarían de ello a la Sabia que fuese a recoger a la joven Aes Sedai; sería un punto más para ayudarla a tomar una decisión.

Al sol le quedaba todavía un buen trecho para llegar al horizonte, pero el dolor de espalda avisó a Verin de que era hora de dejarlo por ese día. Aún podría ocuparse de otra hermana, pero, si lo hacía, a la mañana siguiente le dolería hasta el último músculo de su cuerpo. Su mirada se detuvo en Irgain, quien ahora se encontraba con las mujeres que acarreaban cestos hasta los molinos manuales. Verin se preguntó qué rumbo habría tomado su vida de no tener tanta curiosidad. Para empezar, se habría casado con Eadwin y se habría quedado en Far Madding en lugar de ir a la Torre Blanca. En segundo lugar, a estas alturas llevaría muerta mucho tiempo, así como los hijos que hubiese tenido y también sus nietos. Con un suspiro se volvió hacia Coram.

—Cuando Mendan vuelva, ¿querrás decirle a Colinda que me gustaría ver a Irgain Fatamed?

El dolor de músculos al día siguiente sería un castigo leve porque Beldeine pagase las consecuencias de haber derramado el agua, pero no era ésa la razón de que lo hubiese hecho, ni siquiera su curiosidad, a decir verdad. Tenía una tarea que realizar. De algún modo debía mantener vivo al joven al’Thor hasta que le llegase el momento de morir.

La estancia podría haberse encontrado en un lujoso palacio, salvo por que no tenía puertas ni ventanas. La lumbre de una chimenea de mármol dorado no daba calor, y las llamas no consumían los troncos. Al hombre sentado ante una mesa de patas doradas, situada en el centro de una alfombra de seda tejida con brillantes hilos de oro y de plata, le importaba poco el boato de la Era actual; su función era impresionar, simplemente. A decir verdad, su mera presencia habría bastado para intimidar hasta la altivez más envarada. Se hacía llamar Moridin, y a buen seguro no había existido nadie con más derecho que él a autodenominarse Muerte.

De vez en cuando acariciaba con gesto ausente las dos trampas mentales que llevaba colgadas al cuello con unos sencillos cordones de plata. Su tacto hizo que el cristal rojo sangre de las cour’souvras trepidara, los remolinos agitándose en profundidades infinitas, como el latido de un corazón. Su atención estaba enfocada realmente en un juego dispuesto sobre la mesa, con treinta y tres piezas rojas y otras tantas verdes distribuidas sobre un tablero de trece casillas por trece; la recreación de las primeras etapas de un famoso juego. La pieza más importante, el Pescador, en blanco y negro como el tablero, seguía esperando en su lugar, el cuadrado central. El sha’rah era un juego complejo, que databa de antes de la Guerra del Poder. Sha’rah, tcheran y no’ri —al juego lo llamaban ahora «guijas» simplemente o incluso «damas»— y cada variante tenía sus adeptos, los cuales afirmaban que abarcaba todas las sutilezas de la vida, pero Moridin siempre había preferido el sha’rah, en el que había sido un maestro. Únicamente había nueve personas vivas que recordaban ese juego, mucho más complicado que el tcheran o el no’ri. El primer objetivo era capturar al Pescador; sólo entonces empezaba realmente la partida.

Se acercó un criado vestido totalmente de blanco, un joven delgado y garboso, increíblemente atractivo, que se inclinó mientras le ofrecía una copa de cristal que llevaba en una bandeja de plata. Sonrió, pero el gesto no se reflejó en sus ojos negros, que, más que muertos, estaban vacíos, inánimes. Cualquiera se habría sentido incómodo bajo aquella mirada, pero Moridin se limitó a coger la copa y despidió con un gesto al sirviente. Los viticultores producían algunos caldos excelentes. Sin embargo, no bebió.

El Pescador retenía su atención, irresistible como un cebo. Varias piezas tenían movimientos variables, pero sólo los atributos del Pescador cambiaban según su posición; en una casilla blanca, era débil en ataque pero ágil y veloz en la huida; en una negra, era fuerte en ataque, aunque lento y vulnerable. Cuando jugaban maestros, el Pescador cambiaba de bando muchas veces antes del final de la partida. Cualquier pieza podía amenazar la línea de meta verde y la roja que rodeaba la superficie de juego del tablero, pero sólo el Pescador podía entrar en ella, si bien hacerlo no significaba que estuviese a salvo ni siquiera allí; el Pescador nunca lo estaba. Cuando el Pescador era de un jugador, éste intentaba moverlo a una casilla de su color, detrás del extremo de su oponente en el tablero. Era la victoria; de la manera fácil, ya que no la única. Cualquier posición a lo largo de la línea de meta serviría; tener al Pescador resultaba peligroso las más de las veces. Naturalmente había un tercer camino a la victoria en el sha’rah si uno lo tomaba antes de ser atrapado. El juego siempre degeneraba en una sangrienta refriega, y la victoria llegaba únicamente con la aniquilación total del adversario. Había intentado esa variante una vez, llevado por la desesperación, pero la tentativa había fracasado. Dolorosamente.

La ira rugió en la mente de Moridin, y un torbellino de puntos negros pasó por sus ojos al asir el Poder Verdadero. El éxtasis que equiparaba al dolor hinchió arrolladoramente su cuerpo. Su mano se cerró sobre las dos trampas mentales, y el Poder Verdadero rodeó al Pescador y lo alzó en el aire, a punto de reducirlo a polvo y el polvo a la nada. La copa se hizo añicos en su mano. Los dedos de la otra casi aplastaron las cour’souvras. Los saas eran como una cellisca negra, pero Moridin no cerró los párpados. La figura del Pescador se representaba siempre como un hombre, con una venda cubriéndole los ojos, una mano apretada contra el costado y unas cuantas gotas de sangre resbalando entre sus dedos. Las razones, al igual que el origen del juego, se perdían en la noche de los tiempos. Ello le preocupaba en ocasiones, le encolerizaba que hubiese cualquier conocimiento perdido tal vez en los giros de la Rueda, conocimiento que necesitaba, conocimiento al que tenía derecho. ¡Todo el derecho!

Poco a poco, muy despacio, volvió a soltar al Pescador sobre el tablero. Poco a poco, muy despacio, sus dedos dejaron de apretar las cour’souvras. Su destrucción no era necesaria. Todavía. Una calma helada reemplazó la cólera en un abrir y cerrar de ojos. De su mano herida goteaba sangre y vino, pero no lo notó. Quizás el Pescador provenía de algún borroso y remoto recuerdo de Rand al’Thor, la sombra de una sombra. Daba igual. Cayó en la cuenta de que estaba riéndose y no hizo el menor esfuerzo por contenerse. Sobre el tablero, el Pescador seguía esperando; sin embargo, en el tablero del gran juego, al’Thor se movía ya conforme a sus deseos. Y pronto, a no tardar… Era muy difícil perder una partida cuando se jugaba a ambos lados del tablero. Moridin rió con tantas ganas que lloró, pero ni siquiera notó las lágrimas que corrían por sus mejillas.